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Fernando Schwartz: El Engaño De Beth Loring

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Fernando Schwartz El Engaño De Beth Loring

El Engaño De Beth Loring: краткое содержание, описание и аннотация

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A inicios de los años sesenta, una joven australiana, Beth Trevor, se instala en Mallorca con su hija pequeña, Lavinia. Beth ha acudido a la isla atraída por el prestigio de un mítico poeta británico que vive allí desde hace años, rodeado de fervorosos discípulos. La colonia extranjera, formada principalmente por artistas, escritores y vividores, acoge a madre e hija como parte de los suyos. Poco a poco, en ese luminoso microcosmos mediterráneo, en el que extranjeros e isleños se observan los unos a los otros como si fueran actores de sus respectivos teatros, la ambiciosa Beth comienza a disponer las piezas de un ingenioso engaño por el que su hija terminará siendo considerada la descendiente de una antigua y aristocrática familia europea.

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– Yo… yo… -dijo Beth. Miró a su alrededor. Enfrente, las dos viejas seguían contemplándola sin moverse. Acarició la cabeza de Flower, que no dijo nada-. ¿Hay un hotel en el pueblo?

– ¿Un hotel? No. -El muchacho rió-. No hay hoteles, aquí. Dicen que un alemán que ha llegado hace poco va a construir uno, pero no sé… Hay dos o tres pensiones, desde siempre. Están limpias y no son caras. Hay una aquí mismo -señaló a su espalda con el pulgar de la mano derecha.

– Yo no hablo español. ¿Me acompañaría usted a la pensión para pedir un cuarto para la niña y para mí?

– ¿Se va usted a quedar muchos días?

– Bueno… no sé… Depende.

El chico miró a Flower.

– Eh… Perdone mi impertinencia, pero ¿está usted sola? Con la niña, quiero decir.

Beth sonrió.

– Sí, estoy sola. El padre… mi marido… se ha quedado en Estados Unidos. Se va destinado a un puesto diplomático en África y vendrá en vacaciones a donde estemos la niña y yo.

– Ya. No tiene equipaje.

– No, pero lo tengo en Palma, en un hotel de Palma, y bajaré luego a buscarlo.

– A lo mejor Puig… el dueño de la pensión… un viejo bandido, ya sabe…, no se fía de verla llegar sin maletas y no quiere alquilarle el cuarto… No sé. Esta gente es muy desconfiada con los forasteros.

– Bueno, entonces sólo reservaré la habitación para mañana y la ocuparé cuando llegue con mis cosas.

– Eso me parece mejor. -El joven titubeó-. Iba a decirle que tengo una habitación libre en mi casa. Es pequeña, pero si quiere, puede quedarse ahí unos días hasta que se acomode… No sé. ¿Cuánto va a quedarse? -repitió-. ¿Unos días, semanas, qué?

– Bueno, no lo sé todavía, pero supongo que algunos meses, si esto me gusta.

– Ah, ya. Bueno, si quiere que le diga, espero que le guste y se quede. No sabe lo que se echa de menos una mujer guapa y simpática que hable el idioma de uno…

Beth sonrió con coquetería. Se inclinó y dejó a Flower en el suelo. Después alargó el brazo y lo apoyó en el del joven.

– ¿Cómo se llama usted?

– ¿Yo? David…

– Pues, David, es usted encantador y no sabe cuánto le agradezco la invitación… No crea, no me voy a quedar en su casa más de unos pocos días. El tiempo de encontrar una que pueda alquilar. Pero desde luego es usted una bendición caída del cielo… una bendición adorable. ¿Hay casas en alquiler aquí?

– Sí. Sé de dos o tres. No se preocupe, es fácil. Y, además, aunque un poco primitivas, son muy baratas. Aquí decimos que el mejor baño se lo da uno en el mar. -Sonrió-. En casa tendemos a lavarnos con la ayuda de una palangana. Pero en invierno el clima engaña: hace mucho frío en las casas.

Flower había dado unos pasos hacia la cuneta y se había quedado extasiada ante una mata de lavanda en flor. Se puso en cuclillas y se inclinó para oler sus flores. Luego alargó una diminuta y pálida mano, la puso sobre una flor y con gran delicadeza la arrancó y se la llevó a la nariz.

– ¿Cómo se llama la niña?

– ¿Eh? -dijo Beth.

– La niña…

– Sí… le encantan las flores. -Y en un impulso añadió-: Se llama Lavender, lavanda, pero la llamamos Lav.

David sonrió.

– Suena a Love, amor. ¡Qué ocurrencia tan poética!

– ¿Verdad?

– Y fue así cómo la Beth llegó al pueblo -dijo Tono-. La recuerdo bien: era guapísima. Rubia, alta… -Sacudió la cabeza e hizo un gesto vago con la mano-. Se instaló con David el pintor y pasó con él varios meses… o más, no lo recuerdo bien. Todos nos acostumbramos a verla y a ver a Love correteando por ahí, siempre callada, siempre a lo suyo.

– Ya -dijo Francisca, recolocándose la melena de derecha a izquierda-. Teníamos todos más o menos la misma edad, cuatro, cinco, seis años, menos tú que tendrías unos diez más, y empezamos a ver a Love aquel verano en la cala…

– El verano del 64 -dijo la Pepi.

– El verano del 64, caramba, erais todos unos chiquillos…

– Sí. Y luego, en el otoño, ya la empezaron a mandar al colegio para que fuera aprendiendo…

– ¡Pero qué va! -exclamó Carmen-. En el verano del 64, Love tenía tres años y no la mandaba Beth al colegio. ¡Pobre cría! ¡Si no hablaba! Bastante tenía con enterarse de lo que pasaba.

– Claro -dijo Francisca-. Love ahora tiene treinta y nueve años… Tenía tres entonces… claro.

– En las revistas del corazón dice que tiene treinta y cinco.

– Ya. Por eso no había nacido aún -dijo la Pepi con sorna-. Y lo que tú y yo veíamos correteando por ahí no era Love sino un holograma. Love es de las que maduran tarde. Qué cosas hay que oír.

– Bueno, pues eso -dijo Tono-. Pero no iba aún al colegio, de ningún modo. -Se quedó pensativo un instante-. Supongo que todos en el pueblo aceptamos sin más que el marido de esta chica no estaba o no existía o lo que fuere porque nunca nadie le preguntó nada a Beth. En lo que a todos hacía, Beth había llegado con esta niña en la primavera del 64, se había integrado en la vida de aquí…

– Pues yo he oído -dijo Francisca-, que el marido era un niño bien de Nueva York o de Boston y que de ahí les venía el dinero que nunca pareció faltarles…

– Quia -dijo la Pepi-. Todo eso son fantasías que os vienen del esnobismo y de que os pareció muy elegante que las cenizas del padre de Love fueran enviadas a América para ser enterradas en el panteón familiar. -Dijo «panteón familiar» engolando la voz-. Qué panteón ni qué historias: Jim Trevor era un chico de extracción muy humilde, un hippy de los muchos que llegaron a la isla. Beth y él no estaban casados y él llegó a la isla años después que ella. Venía buscándola para casarse o algo por el estilo… pero llegó demasiado tarde. Y encima, el dinero venía de un poco que Beth había ahorrado antes de llegar aquí, y eso me lo contó ella a mí, y de un mucho que se ganaba con el pendoneo, que os lo digo yo. Ésa es la historia.

– Son inventos vuestros… no tenéis ni idea -dijo Tono para cortar las especulaciones-. Lo cierto es que ninguno sabemos mucho de aquellos primeros tiempos.

– No sabemos, ¿no? -dijo Carmen con sorna-. A mí me lo vas a contar, ¿eh? O sea que, durante años, Love se pasaba la vida en casa, en mi casa, porque la Beth ni le daba de comer ni la recogía del colegio ni la atendía hasta que pasaban días y días y me vas a decir a mí que no sé de lo que estoy hablando. Bueno, Tono, hombre, acuérdate de cuando Love se rompió la muñeca y no había quien consiguiera que Beth abriera la puerta de El Mirador porque estaba acostándose con Hans musculitos, que se oían los gritos y los jadeos hasta Barcelona…

– Me lo vas a decir a mí -interrumpió Guillem, riendo-, que fui quien la llevó hasta El Mirador y tuve que dar los porrazos en el portalón aquel, coño, que no se abría nunca y cuanto más tiempo pasaba, más me parecía que Hans me arrancaría la cabeza.

Nos arrancaría la cabeza -interrumpió Tono-, porque recordarás que yo también estaba allí aquella noche…

Beth conoció a los Hawthorne al poco de llegar. Fue un encuentro sencillo. Al día siguiente de instalarse en casa de David, Beth y él se acercaron andando hasta Ca'n des Vent, la casa del poeta que se encuentra a las afueras del pueblo, justo al principio del camino que baja a la cala.

Al pie de la casa, en el olivar que estaba al otro lado de la carretera, Hawthorne había construido, bueno lo habían construido entre él, sus hijos y su secretario, un teatrillo al aire libre, aprovechando el desnivel del monte y los muros de una de las terrazas. Habían rellenado los agujeros, las fallas del terreno y los espacios entre las grandes piedras con algo de cemento, guijarros y cal. Y, así, les había salido un anfiteatro diminuto con rudimentarias bancadas en las que podían sentarse, incómodamente eso sí, unas treinta o treinta y cinco personas. A los pies del anfiteatro una explanada, también pequeña, le servía de escenario. Se trataba, como puede comprenderse sin que ello deba suscitar sonrisas condescendientes, de un verdadero teatro griego en miniatura. A un lado de la escena, un gran algarrobo prestaba su sombra (algo muy necesario en los días de verano) y, aquí y allá, los olivos completaban tan dramático decorado con sus hojas verde plateado y sus abruptos troncos que más parecían un desafío permanente a la naturaleza que otra cosa. Las ramas de los más próximos eran utilizadas para colgar candiles, alguna sábana y otros elementos del primitivo atrezzo que se usaba en las parodias sobre la vida y acontecimientos del pueblo que se sacaba Hawthorne de la manga cada año. Otras veces, el gran hombre leía allí ante un público reducido y entusiasta sus últimos poemas o disertaba con ironía sobre lo divino y lo humano.

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