El Mirador, durante la Alta Edad Media, había sido la Escuela de Filosofía Escolástica de un santo y loco varón decidido a convertir al mundo pagano para la cristiandad. Encaramada a los acantilados de la costa, asentada sobre escollos que se proyectan sobre el mar, la finca tiene una rara, fascinante belleza agreste con sus jardines recrecidos de yerbajos que asoman por entre las losas y sus matas de lavanda y las buganvillas y los rosales debajo de las palmeras. Hay naranjos, granados e higueras, nogales y parras y pitas y, un poco más allá, hacia la cancela de entrada, otro jardín monacal con bancos y glorietas dispuestos en forma de cruz griega. Hay un hermosísimo claustro, vaya, restos de un claustro que en realidad proviene de una vieja iglesia de Palma, consistente en una hilera de arcos góticos que ahora conducen a la capilla. Ésta es una iglesuca separada que fue construida seguramente sobre los restos de algún templo del medioevo o tal vez más tardío, de cuando la conquista del archipiélago por los reyes cristianos; la llaman del Cristo de Antioquía sin que haya razón alguna para ello puesto que por ningún sitio aparece figura o pintura que aluda a un crucificado, y menos, procedente de tan lejano lugar.
A pocos metros de la capilla, la casa de El Mirador es una construcción rectangular de dos pisos bastante vulgar; su única nota sobresaliente es el conjunto de dibujos geométricos que cubren las fachadas de losetas hexagonales amarillas y blancas, como conchas geométricas.
El Mirador fue, como queda dicho, una escuela para enseñar teología y algún idioma de tierra de infieles a frailucos que luego evangelizarían al impío. Albergó después la primera imprenta del archipiélago, tuvo establecida la cetrería real, porque por aquellos parajes agrestes se cazaba mucho, y acabó siendo, a partir del último tercio del XIX, la vivienda principal (la segunda de las dos que compró en la costa) del príncipe Carolo von Meckelburg-Premnitz Lothringen, hijo de los duques de Pomerania, sobrino del kaiser Guillermo I de Prusia, emperador de Alemania, primo remoto de la emperatriz austríaca Sissi y de Maximiliano emperador de México, primo algo más que remoto, en fin, quinto o sexto, de Alfonso XIII de España, sobrino y protegido del emperador de Austria-Hungría, «primo o tío, no sé muy bien -dijo Tono- del archiduque Francisco Fernando, aquel que asesinaron en Sarajevo en junio de 1914 y cuya muerte fue el desencadenante de la primera guerra mundial, y hasta íntimo de los desgraciados amantes de Mayerling… me parece que estaba en el pabellón de caza de Mayerling el mismísimo día del suicidio. Fíjate. La verdad es que todos éstos eran medio primos entre sí… Sí, todos emparentados y de pronto se ponían a jugar a la guerra como quien juega al monopoly y, hale, millones de muertos. Vaya pandilla…».
– Un linaje irresistible para una mujer como Beth Trevor -añadió Carmen.
– ¿Por qué?
– Bueno, ésa es en realidad toda la historia…
– No os adelantéis al relato, venga -dijo Tono, pasándose la mano por la barba entrecana y recolocándose después las gafas grandes y redondas que llevaba.
– El primer Cernuda que tiene interés para esta historia -dijo la Pepi-, Antoni, es el bisabuelo de las que eran dueñas de El Mirador, Inés y Carmen Cernuda, y durante más de cuarenta años había sido secretario del famoso príncipe…
– En más de un sentido -interrumpió Carmen.
– Bueno, no vale la pena hablar de eso ahora -dijo Tono.
El caso es que Beth alquiló El Mirador a mediados de 1968. La renta era muy modesta, sencillamente porque las dueñas vivían una en Palma y la otra en Barcelona, subían poco al pueblo durante el invierno y preferían tener ocupada y entretenida la vivienda para impedir su deterioro. Estuvo en ella un buen número de años, «cinco o seis», aseguró Tono.
– Más, más -interrumpió Guillem-, no olvides cuando Love se rompió el brazo; tendría por lo menos quince años.
– Sí, a lo mejor tienes razón -dijo Tono, pensativo-, Hans musculillos andaba todavía por ahí forrándole la cara a bofetadas a Beth, ¿eh?
– El caso es que, por pequeño que fuera el alquiler, El Mirador costaba un buen dinero. Había que mantenerlo caliente en invierno aunque sólo fuera con fuegos de leña en un mínimo de habitaciones, había que dar de comer a una niña pequeña que iba creciendo…
– Bueno… Love siempre comió como un gorrión.
– Bah, da igual. Tenían que comer, había que pagarle el colegio, el autobús para Palma y, más tarde, los viajes al extranjero, los colegios en Suiza y en América, en fin, que nada de aquello resultaba barato.
Al principio, Beth se instaló con su hija en una casita del Cerrado, en la parte baja del pueblo, al costado de otra más grande que llamaban Ca'n Pita. Ca'n Pita viene a colación en esta historia porque tuvo gran peso e importancia en la vida de Love: fue su verdadero hogar durante bastantes años.
– No es que la circunstancia, quiero decir el hecho de que Love viviera en varias casas a la vez porque su madre la dejaba tirada, fuera una rara ocurrencia -dijo Juan Carlos, hablando por primera vez-, o que deba culparse a la madre del supuesto abandono de la hija. De hecho, la vida del pueblo, sobre todo para los extranjeros, era casi como de una gigantesca comuna. Todos participaban de todo, se sentían con derecho a estar mutuamente involucrados en sus vidas de actores de aquella especie de gran teatro del mundo hippy. Me parece que se respiraba una gran maldad en este pueblo, como si el influjo de esas montañas magnéticas, como las llamaba Hawthorne, se hubiera tornado de pronto maléfico. Maldad moral, quiero decir. Eso es lo que quiero decir: que la apariencia ingenua escondía un gran retorcimiento de los espíritus. Jugaban los unos con las vidas de los otros y viceversa y eso me parece cuando menos chocante, ¿no?
– Juan Carlos -dijo Tono en todo admonitorio.
Juan Carlos sacudió la cabeza.
– Bien es cierto que durante muchos años fue un juego moderadamente inocente. Lo controlaba un maestro de ceremonias genial… Liam, quiero decir, por supuesto… aunque tan centrado en sí mismo que no era capaz de hacer daño a los demás. Sólo a los más débiles. Y te juro que había muchos, ¿eh?, muchos. Alcohólicos, pusilánimes, drogadictos, gentes que se engañaban a sí mismas… Eran los demás, los del gran círculo, los que se hacían daño en imitación de este ejemplo Hawthorneiano que ellos creían intuir. En fin, que todo giraba alrededor de Liam Hawthorne en círculos concéntricos cada vez más alejados pero siempre influenciados por él: su mujer, sus hijos y luego sus amantes, su secretario, los escritores y pintores llegados con él o poco después, los peregrinos, los actores de Hollywood y, al fondo de todo, los restantes paranoicos que creían tener una vida independiente. -Tono se removió en su asiento con incomodidad, pero Juan Carlos siguió, impertérrito-: Peter Ustinov, un hombre inteligente, nunca quiso bajarse de su propio yate en la costa norte de la isla; lo único que hizo cuando pasó por el puerto y estuvo anclado en la rada fue invitar a Liam a cenar a bordo. Pero ¿él bajarse? Quia. Y Errol Flynn, que sí se bajó, tenía otros registros de demencia. Igual que Ava Gardner.
– Estás siendo injusto, Juan Carlos -dijo Tono, interrumpiéndole-. No era así. Estás dando la impresión de que el pueblo era una especie de… de antro de la degeneración mundial, y no era así. Bueno, fumaban porros y tomaban setas alucinógenas y LSD y tal y luego se bañaban en pelotas y hacían el amor libre…
– ¿Hay modo de hacer el amor no libre? -preguntó Carmen.
Tono la fulminó con la mirada y chasqueó la lengua:
– Tocaban la guitarra y los jóvenes locales hacíamos guateques… Creo que todo aquello, que parece tan escandaloso para la época, ahora no escandalizaría ni a una monja de clausura.
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