Fernando Schwartz - El Engaño De Beth Loring

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El Engaño De Beth Loring: краткое содержание, описание и аннотация

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A inicios de los años sesenta, una joven australiana, Beth Trevor, se instala en Mallorca con su hija pequeña, Lavinia. Beth ha acudido a la isla atraída por el prestigio de un mítico poeta británico que vive allí desde hace años, rodeado de fervorosos discípulos. La colonia extranjera, formada principalmente por artistas, escritores y vividores, acoge a madre e hija como parte de los suyos. Poco a poco, en ese luminoso microcosmos mediterráneo, en el que extranjeros e isleños se observan los unos a los otros como si fueran actores de sus respectivos teatros, la ambiciosa Beth comienza a disponer las piezas de un ingenioso engaño por el que su hija terminará siendo considerada la descendiente de una antigua y aristocrática familia europea.

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Fue más o menos por entonces cuando Beth escribió la primera de una serie de cartas que constituyeron una correspondencia relativamente frecuente entre ella y su suegro, si por relativamente frecuente se entiende una misiva por año enviada con el único objeto de asegurar el futuro de Lavinia. En realidad, ella pretendía obtener del viejo Trevor más dinero del que compartía con Jim. Aquella cantidad anual en cuyo reparto Jim Trevor salía tan malparado y madre e hija tan beneficiadas, era más que suficiente para cubrir todas las necesidades del trío en la isla, cierto, pero el concepto que Beth tenía de riqueza era otro muy distinto. Quería dinero como si le hubiera tocado el premio mayor de la lotería.

Dinero en cantidades obscenas, eso es lo que quería, sí señor. Es paradójico, conociéndola, que no lo pretendiera para sí sino para su hija. Su hija, la futura reina. En realidad quería que en Lavinia se unieran la fortuna industrial americana con el rancio abolengo de sus propios apellidos austríacos o australianos, lo que fuere. Beth quiso asegurarse de que el cordón umbilical que, por tenue que fuera, les unía a aquella rica familia americana del este no se rompería. Es más, que se fortalecería en beneficio de Lav.

En su primera carta, Beth explicaba la cómoda situación en que se hallaban, lo bien que estaba criándose la niña y la imposibilidad en que se encontraba Jim de escribir debido a unas inoportunas fiebres reumáticas que le obligaban a observar absoluto reposo. Pero todos estaban perfectamente y aunque habían tardado algún tiempo en dar noticias (diez años), los recordaban a todos con cariño y esperaban viajar pronto a América para pasar unas breves vacaciones junto a ellos.

La respuesta, cuando llegó (que fue a los diez días), no podía ser más clara. Firmaba la carta una Helen Saints, asistente personal del Sr. Trevor, y el texto era como sigue:

Estimada Sra. Trevor:

El Sr. Trevor, que ha tenido que ausentarse de Filadelfia por unos días, me encarga acuse recibo de su carta. Está seguro de que Jim se repondrá en breve y se alegra de los progresos de la pequeña Lavinia (le alegra que haya sido cambiado el nombre de la niña por uno más acorde con la realidad). No le parece conveniente que ustedes se desplacen a Estados Unidos, y considera que si realizan el viaje de todos modos, es posible que ello signifique que la asignación anual que reciben es claramente desproporcionada a sus necesidades reales. Reciba un atento saludo,

H.S.

Cuando las cosas escuecen, escuecen. Beth, sin embargo, recibió aquella bofetada sin inmutarse. De hecho se la esperaba, estaba segura de que aquel envarado pretencioso contestaría una imbecilidad frígida como la que le había hecho llegar su secretaria. Por lo menos ahora las cartas estaban encima de la mesa. Y sabiendo a qué atenerse, se propuso buscar despacio un camino para acceder a las dos cosas que podía ofrecer el viejo banquero sin siquiera notarlo y desde luego sin cumplir su amenaza de romper el mínimo nexo que les unía a él: influencia y dinero en Europa. Sólo en Europa. No necesitaba más.

Muchos meses más tarde, ocho o diez, Beth volvió a escribir a su suegro sin más pretensión, aseguraba, que mandarle una foto de Lavinia, muy mona, enfundada en un discreto vestidito de personilla adolescente que ambas habían comprado en Londres. En una nota aun más escueta que la anterior, Helen Saints acusó recibo de la misiva; sólo que esta vez el encabezamiento era «estimada Beth» y la antefirma rezaba «Louis B. Trevor» y a las iniciales H. S. seguía un «firmado en su ausencia».

Beth sonrió para sí y guardó la carta con gran cuidado en un cajón de su cómoda.

XVI

– Tú me dirás cómo consiguió la Beth viajar aquella primera vez a Inglaterra con un pasaporte español para ella y otro para Love… -dijo Carmen.

– … en el que, además, ponía De Lorena en vez de Loring o Trevor, que era lo que, en cualquier caso, tenía que poner -añadió Juan Carlos-. Cherchez lafem-me -precisó luego a guisa de aclaración.

– Os lo voy a explicar -dijo Tono-. ¿Os acordáis de aquel comisario Pérez de León o Gómez de León que era el de extranjeros en Palma?

– Ni hablar -interrumpió Juan Carlos-. Los pasaportes los daba el gobernador civil y no un comisario de policía. Por ahí no vas bien, Tono. Que eran los tiempos de Franco y nadie se atrevía a mover un dedo no se lo fueran a arrancar.

– Espera, atiende. Te juro que es verdad que la Beth se acostó con el comisario este. Lo que yo te diga. ¿No te acuerdas, Carmen? Un tipo grande, renegrido, con un bigotazo y oliendo a picadura. Siempre llevaba un jersey de manga corta debajo de la chaqueta, invierno o verano. Pues fue a él al que le sacó el pasaporte. Lo que yo te diga. ¿Tú no sabes lo que podía un comisario precisamente en tiempos de Franco, hombre de Dios? Fue a él. Al Pérez de León este o Gómez de León… En estas cosas siempre ha podido más un mindundi que un ministro.

– Vaya -dijo la Pepi.

Aquel verano en que había cumplido los 14 años, Love viajó a Londres con su madre. Ambas utilizaban el pasaporte australiano de Beth Loring, que era el apellido que constaba en el documento.

Durante muchos años, los ciudadanos del primer mundo, con aquello de que eran de tez blanca y de pelo casi siempre rubio (lo que no deja de inspirar gran confianza a todo el mundo), pudieron hacer toda clase de trampas y tener varios pasaportes a la vez, simplemente porque se les suponía la buena fe. ¿Cómo iba un ciudadano temeroso de Dios y respetuoso con la ley de los hombres pretender engañar a éstos y aprovecharse de ellos?

Gracias a esta convención de honradez ciudadana y sólo de momento, Beth tenía un pasaporte americano por su matrimonio y uno australiano por su nacimiento. Y se proponía adquirir cuantos fueran necesarios para construirse el pasado que debía legar a su hija.

Otra de las libertades de que disfrutan los anglosajones (blancos de pelo rubio o, como se definía Peter Ustinov, rosados de pelo ralo, lo que le costó un disgusto la primera vez que fue a Estados Unidos, por ser «rosa» el término con el que se describía a los comunistas en la era del macartismo) es la de cambiarse el nombre con una simple declaración ante notario.

Beth lo tenía todo bien pensado. Llegarían a Londres dos semanas antes de reunirse con Augustus (con quien habían quedado citadas para que las presentara en el colegio), tomarían hora con el cónsul australiano y en ese mismo acto Beth solicitaría por las dos, aportando el documento acreditativo de su patria potestad y custodia de la niña (suscrito y obtenido años atrás, al poco de llegar a Mallorca con Jim, ante el cónsul americano), un cambio de apellidos y, en el caso de Love, el cambio de su nombre de pila.

Nada más fácil: quince días después debían recoger sendos pasaportes australianos (sendos, ahora) a nombre de Elizabeth de Lorena y de Lavinia Meckel de Lorena. La discreta publicación en los periódicos del cambio de filiación y datos, name changed by deed poll (nombre cambiado por declaración notarial, una precisión que sólo estudiaban la policía y los muy maniáticos del linaje, el engaño o el timo), no debía crear problemas a Lav a la hora de resolver su vida en el futuro, lejos de Inglaterra y de Australia.

Meckel y no Meckelburgo, Beth lo tenía todo pensado para que nadie en Europa pudiera acusarla de usurpar un apellido principesco conocido. Se da, además, la circunstancia de que el apellido Merkel (no Meckel, eso sería demasiado) es bastante común en Adelaida, capital de la que Beth era oriunda, ya que pertenece a una gran familia de artesanos de la madera procedentes de la Selva Negra y emigrados a la parte meridional de Australia durante el último tercio del XIX. Desde el principio del siglo XX una rama de la familia se había dedicado con éxito notable a la construcción de barcos deportivos y, por más que los veleros de competición tuvieran ahora su casco construido con materiales que tienen poco o nada que ver con la madera, aquellos descendientes seguían unidos con provecho al mundo de la navegación. Incluso Michael, el pequeño de los Merkel, tataranieto del patriarca de Baden-Baden, era steward del Real Club de Yates de Adelaida. En fin, a lo que vamos: Michael era primo remoto de Beth (remotísimo en realidad, puesto que el contacto entre ambos se limitaba a una única ocasión durante un baile en el club seguido de un episodio tumultuoso aquella misma noche) y, como aseguró ella con singular decisión, las onomatopeyas son las onomatopeyas.

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