Fernando Schwartz - El Engaño De Beth Loring

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A inicios de los años sesenta, una joven australiana, Beth Trevor, se instala en Mallorca con su hija pequeña, Lavinia. Beth ha acudido a la isla atraída por el prestigio de un mítico poeta británico que vive allí desde hace años, rodeado de fervorosos discípulos. La colonia extranjera, formada principalmente por artistas, escritores y vividores, acoge a madre e hija como parte de los suyos. Poco a poco, en ese luminoso microcosmos mediterráneo, en el que extranjeros e isleños se observan los unos a los otros como si fueran actores de sus respectivos teatros, la ambiciosa Beth comienza a disponer las piezas de un ingenioso engaño por el que su hija terminará siendo considerada la descendiente de una antigua y aristocrática familia europea.

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Augustus levantó el plato y lo puso a contraluz de la puerta de entrada. Poco faltaba para que fuera casi perfectamente transparente. Beth lanzó una exclamación de sorpresa.

– ¡Cielos! -dijo.

– Es la casa del tesoro -añadió Bertil-. Aquí hay cosas que producen verdadera maravilla…

Beth se pasó la mano por la cara.

– ¿Creéis que las dueñas saben lo que hay aquí?

– ¿Quieres decir que si se darían cuenta de que falta algo, si echarían en falta algo de todo esto si desapareciera? -preguntó Augustus, mirándola con cara de sorna. Sonrió-. Me parece que te sorprendería comprobar cómo recuerdan cada una de las cosas en cada uno de los sitios en los que están. Son años de no verlos de puro verlos. Si faltara algo, creo que se produciría un hueco en el aire. ¿Eh?

Beth se encogió de hombros.

En el jardín, Love corría entusiasmada detrás de una mariposa de tan vivos colores que se hubiera dicho una flor dotada de vida y movimiento.

– ¡Venid! -gritó en mallorquín a la Pepi y a Francisca-. ¡Corred! Come! -Desde entonces, la impaciencia siempre le saldría en inglés.

Sus dos compañeras de juegos, al principio, se hicieron las remolonas porque, con diez y once años, les parecía demasiado infantil esta aventura de perseguir mariposas por un jardín, como si fueran idiotas. Pero Love se detuvo, giró en redondo y con las manos en jarras miró a la Pepi y a Francisca con una seriedad madura. En aquella carita tan pálida había tal fastidio, tal aire de superioridad, un mohín de impaciencia, un juego de miradas hecho de parpadeo y cejas fruncidas, que a las dos niñas les dio pena no hacer caso.

– ¿Pena? -dijo Carmen-, ¿pena? Yo estaba en el porche y recuerdo la escena como si la estuviera viendo ahora… y la recuerdo, no creáis, porque era la primera vez que Lavinia imponía así su voluntad con su aire de mosquita muerta… Estas dos tontas la siguieron como corderitos y se pusieron a perseguir mariposas… bah. Y desde entonces, todos como corderitos, a lo que la Love dispusiera y mandorroteara. Pero ya para siempre, ¿eh?, hasta hoy.

– Bueno -dijo Guillem-, la verdad es que era muy mandona, así a la chita callando, pero a mí no me importaba porque siempre tenía razón y organizaba las cosas mejor que nadie.

La Pepi puso los ojos en blanco.

– Lo que puede el amor, Guillem. Caramba, que nos mandorroteaba a todos y nos dejábamos. Yo creo que ella tenía una… un…

– Un instinto -aclaró Juan Carlos, sin dejarla terminar.

– … eso, un instinto. -De pronto la Pepi se volvió a mirarlo, frunciendo el ceño-. Oye, tú, literato, a mí no me des lecciones de vocabulario como se las das a Tono, que es medio bobo. Fíjate que yo estaba por decidirme entre instinto y habilidad asumida para imponer su voluntad. ¿Te parecen conceptos filosóficos viables? De modo que no necesito que nadie me ayude a decir lo que pienso ni me sugiera palabras como si fuera una analfabeta. -Juan Carlos levantó una mano, sonriendo-. Bien, pues instinto… instinto para encontrar la mejor manera de hacer que la gente la obedezca… haga lo que quiere, vamos. Siempre ha sido igual. -Miró a Tono-: Acuérdate del almuerzo famoso de la preboda…

– Me acuerdo muy bien.

– Pues eso. Allí estábamos todos con los ojos como platos y entre Love y su madre nos manejaron como si hubiéramos sido una pandilla de subnormales.

– Hombre, Pepi, es que estábamos asombrados… nos quedamos sin habla y ellas se llevaron el gato al agua.

– ¿Habláis del aprés-boda como del aprés-ski? -preguntó Juan Carlos, por hacer una broma.

– No seas imbécil -le dijo Carmen-. Claro, tú no estabas aquel día y no te enteraste de nada. Es pre-boda, antes de la boda, no aprés nada, que eres un cursi y además te da rabia habértelo perdido.

– ¿Y?

– ¿Y, qué?

– Que qué pasó.

– Todo a su tiempo.

XV

El cuarto amante de Beth fue Hans musculillos, y de no haber sido por su afición a la violencia, hubiera pasado por el pueblo sin pena ni gloria y sin durar gran cosa en la cama matrimonial de El Mirador.

No era un personaje atractivo o que cayera simpático, aunque nadie le negaba una cierta belleza animal, de varón ario, con el pelo muy negro y la barba cerrada arrancándole por encima de las mejillas, casi desde las ojeras, el mentón firme y gran armonía y fortaleza de miembros. Malo era que el alcohol le hiciera perder el control de tal modo que hasta en una ocasión le arreó desde detrás una patada al mulo de Ca'n Negre, que se la devolvió con igual mal genio aunque con muchísima más fuerza. Le rompió el brazo y poco faltó para que le reventara el bazo; Hans musculillos estuvo una semana en el hospital y cuando salió a la calle había aprendido la lección: nunca más volvió a pegar a un animal que fuera más fuerte que él.

– Vaya -dijo Tono, riendo-, de cuatro o de dos patas… porque, como buen bestia, era bastante cobarde. Hombre, a veces calculaba mal la fuerza del adversario, sobre todo cuando estaba borracho, y se enzarzaba en peleas que no ganaba, como con Apostólos el griego, el bueno de Apostólos, que parecía chiquito pero era puro nervio y le acabó dando hasta que se cansó. Siempre andaban a la greña aquellos dos. Pero las peleas que tuvo con la Beth, ésas las ganó todas…

– ¿Y Beth cómo se aguantaba los palos?

– No sé. Es muy raro, desde luego. Yo no le encuentro explicación, qué quieres que te diga. La Beth siempre me había parecido una persona normal… bueno… dentro de lo que es el pendoneo, más aficionada a una buena juerga sin complicaciones que a una historia como ésta en la que lo único que ganaba eran moretones sin cuento…

– Hans musculillos era alemán, ¿verdad? -preguntó Francisca.

– ¡Qué va! -dijo la Pepi-. Usaba el nombre aquel, Hans, porque había vivido en Alemania, pero él era turco… Cluglúglu o algo así se llamaba. Lo que pasa es que vivió mucho cerca de Stuttgart como gastarbeiter, trabajador emigrante -aclaró para los demás-, y así fue como se europeizó… Que yo sepa, hizo mucho dinero colocando vallas en las autopistas alemanas, ya sabes, las que se ponen para separar el carril de ida del de venida… ésas en las que se dejan las manos los motoristas cuando se caen en un accidente… ésas. Me contaron que era capaz de colocar y atornillar hasta un kilómetro al día, él solo, sin ayuda de nadie…

– Bueno, las cosas que sabes -dijo Carmen-. ¿De dónde las sacas?

– Toda buena comadre tiene fuentes impecables que nunca revela -sentenció Juan Carlos.

– No seas idiota. Me lo contó la propia Beth.

Hans musculillos apareció una tarde en La Fonda, acodada a una de cuyas mesas Beth leía un libro de versos de Liam Hawthorne.

– Yo creo que si llega apestar Dan el sueco -dijo Carmen-, no habría tenido ni una sola oportunidad de ligar con Beth. Lo malo es que Dan llevaba dos semanas ausente… en un viaje a Marsella, creo… y no estuvo ahí para librarla de sus propias inclinaciones. Tampoco estaba Augustus. El único que andaba por el pueblo era David, pero para entonces tenía novia y, en cualquier caso, no le habría durado a Hans ni un minuto.

Hans musculillos ejerció sobre Beth el misterioso encanto de una droga prohibida. Ni ella misma fue jamás capaz de explicárselo. Nunca le atrajo el dolor físico, no había en el catálogo de sus desviaciones sexuales («digamos normales», Juan Carlos dixit) cabida para el masoquismo o para el sufrimiento de cualquier naturaleza.

– Nunca lo entendimos -dijo Tono-. Debió de ser un amante extraordinario…

De hecho, Beth se resignaba a las palizas de Hans musculillos como si fuera la víctima de un tosco Doctor Jekyll y un horrible Mr. Hyde, porque les seguían momentos maravillosos en los que la reconciliación estaba hecha de fantásticos juegos de sexo y sensibleros e irresistibles momentos de arrepentimiento en los que Hans, llorando como una Magdalena, desnudaba su alma y se mostraba dispuesto a flagelarse hasta la sangre (en más de una ocasión se arañó profundamente el pecho con las uñas, dejándose la parte del esternón en carne viva y dos veces hasta llegó a hacerse en sendas muñecas profundas incisiones con un cuchillo; «¡me mato si me abandonas!», gemía; pero un torniquete lo remediaba todo), con tal de que ella lo perdonara. Además, la violencia no era un compás de espera de tiempos mejores, no era un hecho aislado que pudiera separarse del resto de la vida, como un entreacto desagradable; formaba parte inextricable del mundo que Beth vivía con Hans. La violencia estaba ahí con el resto de las sensaciones, como el orgasmo o la satisfacción del desayuno y la placentera sensación del agua fresca del mar.

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