Fernando Schwartz - El Engaño De Beth Loring

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A inicios de los años sesenta, una joven australiana, Beth Trevor, se instala en Mallorca con su hija pequeña, Lavinia. Beth ha acudido a la isla atraída por el prestigio de un mítico poeta británico que vive allí desde hace años, rodeado de fervorosos discípulos. La colonia extranjera, formada principalmente por artistas, escritores y vividores, acoge a madre e hija como parte de los suyos. Poco a poco, en ese luminoso microcosmos mediterráneo, en el que extranjeros e isleños se observan los unos a los otros como si fueran actores de sus respectivos teatros, la ambiciosa Beth comienza a disponer las piezas de un ingenioso engaño por el que su hija terminará siendo considerada la descendiente de una antigua y aristocrática familia europea.

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¿Engaño deliberado o encaje confortable de apellidos aprovechando sonidos semejantes, una casualidad favorecida por la ignorancia? El cambio de nombres realizado por Beth en Londres indicaría más bien lo primero, pero su esnobismo de analfabeta práctica tiene por fuerza que despojarla de toda mala fe. O de casi toda. Porque, conociendo a Beth, se hace muy cuesta arriba creer que en su ánimo (algo primario para estas cosas de la genealogía) anidara otra intención que la de adecuar sin más unos apellidos ilustres a lo que ella estaba convencida que era su historia familiar o, mejor dicho, la historia de su familia en Europa. Es cierto, por otra parte, que un relato tiende a simplificar las explicaciones y las circunstancias. Explicaciones y circunstancias que se hacen más complejas, más enrevesadas en el caso de Lavinia.

La niña estaba tan contenta con su pasaporte, exclusivamente suyo, su nueva seña de identidad personal y propia, que no le hubiera importado que en él apareciera su nombre como Agripina Rolo (tardó un tiempo en discurrirlo y cuando lo hubo hecho, rió a carcajadas por primera vez en su vida). Hasta habría aceptado figurar con 13 y no 14 años de edad, tal era el orgullo que le producía esta primera muestra de personalidad separada e independiente de su madre.

Siempre recordaría la experiencia inolvidable de estos quince días pasados con su madre sin tener que compartirla con nadie. Su felicidad fue completa, atenta, detallista, tal que si hubiera de atesorarla para tiempos futuros más inciertos. Y como para Beth, éste no era el Londres de once años atrás, sino uno más luminoso y, desde luego, menos pesimista, su talante fue encantador durante toda la estancia de ambas.

Hicieron de todo: comprar locamente en decenas de tiendas, visitar museos (no muy divertido), ir al cine y al teatro (aunque esperarían a Augustus para ver su obra en el Adelphi), comer en restaurantes, beber cerveza en los pubs, aun cuando a Lav por su corta edad no le sirvieran bebidas alcohólicas, pasear por el parque que tanto había desazonado a Beth una década antes, bañarse juntas en la bañera del pequeño hotel de Knightsbridge y aliviar los pies tan doloridos por las caminatas, tomar el tren para visitar Cambridge, navegar por las esclusas del Támesis, reír locamente sin motivo…

Lav fue absolutamente feliz, sin una sombra que empañara esta alegría, sin que un momento de melancolía o de tristeza o de añoranza fuera capaz de distraerla de este objetivo de disfrute completo y sin trabas con su madre y en una ciudad en la que nadie conocía a Beth. Todavía hoy es su recuerdo más hermoso, más tierno, más luminoso.

– Desde luego volvió cambiada -dijo Tono.

– Era otra persona, sí -apostilló Carmen.

– Vaya, que era como una señorita. Se había convertido en una señorita… El verano del 75, lo recuerdo bien.

– El año en que murió Franco -dijo Juan Carlos, moviendo la cabeza de arriba abajo, como si se tratara de un axioma de gran calado sociopolítico.

¿Y qué? -interrumpió la Pepi-. Como si la muerte de Franco nos hubiera cambiado la vida a todos…

– Sólo he dicho que fue el año en que murió Franco, Pepi. No le saques más punta. Era una constatación de hecho para ponerlo todo en su perspectiva histórica.

– Lo que te quiero decir es que tu perspectiva histórica es irrelevante, ni falta que hace. Love volvió de Inglaterra completamente cambiada y eso es lo que importa. Podía haber sido el 45, el 85 o el 2005. Franco no tuvo nada que ver en el cambio de personalidad de Love.

– Vale, vale -dijo Juan Carlos en tono conciliador, pillado in fraganti en su pedantería. Y no lo pudo evitar-: Qa suffit, no hablemos más de ello.

– Y a la colonia extranjera le traía al pairo la vida y milagros de Franco y, desde luego, su muerte -dijo Carmen-. Que yo recuerde, y era yo bien pequeña, Dan el sueco fue el único que descorchó una botella de champán y se la bebió a solas, brindando al monte, el día en que murió Franco.

– Hombre, por lo menos recuerdo que Beth, cuando murió Franco, dijo que se avecinaba una catástrofe y que España iba a caer en las garras del comunismo, n'est-ce pas?

– Sí que es verdad que lo dijo. Yo también lo recuerdo. Dios sabe de dónde se sacaría aquello. De algún periódico de derechas inglés, supongo. Era una descerebrada. Lo habría oído por ahí. Pero nada. Ni Franco ni historias. En el pueblo ni se enteraron. Y los extranjeros, menos. Pues sí que andaban buenos de cultura política ésos…

– Bueno, no os peleéis -dijo Tono-. El hecho es que no sé lo que pasó en Inglaterra aquel verano, pero Love vino irreconocible… como si se hubiera construido una vida nueva, ¿sabes?… como si trajera algo dentro, distinto de lo que llevaba cuando fue para allá. Antes era una chica del pueblo, igual que si hubiera nacido aquí. Y ya no… ¿entiendes lo que te quiero decir?

(Augustus habría dicho que Love se había integrado en los propósitos de Beth. Pero había más.)

– No, no. Love volvió radiante -afirmó Guillem.

– Huy, radiante -exclamó la Pepi con burla-. Ha dicho radiante.

– Bueno… Pues no sé de otra forma de decirlo. Volvió así, pues volvió así. Radiante.

– Eso ya lo hemos dicho -dijo Carmen.

– Lo que quiero decir es que había cambiado físicamente. Había crecido… qué sé yo… le habían salido piernas -rió-, y… y…

– … tetas-dijo Tono.

– Bien, vale. Pues, tetas… Estaba guapísima… Su madre había comprado en Londres una cámara, una Leica, todavía la tiene Love guardada en una estantería del salón, y le había hecho muchas fotos en Hyde Park y por ahí con unos vestidos nuevos que estaban de moda.

Estaba guapísima. Todavía guardo una foto que me dio nada más volver…

– ¿Y por qué te la dio a ti? ¿Eh? -preguntó Carmen.

Guillem se encogió de hombros.

– No sé, yo qué sé… aún me acuerdo de que me la dio al día siguiente de volver, en el museo de Bill Loden.

– Es verdad -dijo Tono, dándose una palmada en el muslo y mirando al cielo para recordar mejor-, que al final de aquel verano estuvisteis todos trabajando en una excavación de Bill arriba en lo alto de la montaña. No sé qué había descubierto… un talayote del neolítico, del megalítico, yo qué sé… pero allí encontró una tumba de lo que parecía ser un rey importante, llena de objetos funerarios o de cosas de cada día, tampoco no sé…

– Claro -exclamó la Pepi-, sacaron todo aquello en los periódicos ingleses. En un artículo del Times que se llamaba algo así como Bill Loden y su brigada de pequeños expertos…

– Cómo que sacaron -dijo Carmen-. Aún guardo el recorte en mi álbum. Por lo visto era un descubrimiento prehistórico fundamental para fijar la edad de las civilizaciones mediterráneas. El «talayot de Mallorca»… Salimos todos en la foto con cara de tontos, ya sabéis, firmes, con las manos al costado como en una revista militar, en fila, del más alto al más bajo -rió-. íbamos con alpargatas y pantalón hasta la rodilla que parecíamos del siglo pasado… Bill sonreía y tenía en la mano… no sé… una copa o un cuchillo, algo así, no me acuerdo bien, tengo que mirarlo.

– La punta de una flecha -dijo Guillem-. Era la punta de una flecha. De ónix, sí. Y además, la única que no estaba en orden de altura ni firmes era Lav. Se había colocado al lado de Bill y estaba un poco apoyada en su brazo…

– … como si la flecha aquella la hubiera descubierto ella -dijo Juan Carlos con sorna-. Quel culot.

– Qué bobada. Es la única foto que hay de Lav antes de casarse en la que está sonriendo. Siempre estaba tan seria… A lo mejor a ti te parece que ella estaba apropiándose del descubrimiento, pero no es así. Lo miraba porque había participado en los trabajos igual que todos nosotros. Qué empeño tenéis en descubrirle malas intenciones a todo lo que hacía la pobre Lav, caramba.

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