Soledad Puértolas - Queda la noche

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Esta novela ha obtenido el Premio Planeta 1989.
Unas fotos sacadas alrededor de una piscina de un hotel de Delhi, los viajes con gente desconocida, los amigos de toda la vida, los aficionados a la ópera, los teléfonos que no funcionan, el calor en medio de la noche, la necesidad de beber whisky, las aventuras con hombres casados, el afecto de los padres, los hijos desvalidos, las damas filantrópicas, las mujeres recluidas, las responsabilidades familiares, el deseo de tirarlo todo por la borda… Con estos elementos y algunos más se va configurando la trama que envuelve a Aurora, una mujer de treinta años que poco a poco empieza a pensar que su vida está siendo organizada desde fuera. Demasiadas coincidencias y repeticiones. Una cadena de casualidades empieza a dar vueltas. El azar se impone. Las interpretaciones se suceden y aún podrían seguir dando más vueltas, infinitas vueltas. El juego ha sido decidido en otra parte, y cuando termina los jugadores no desaparecen de escena, no se cierra el telón. La protagonista sabe que volvería a jugar y a seguir esperando porque siempre queda un resto de todo, de los errores, de los fracasos, de los falsos o verdaderos amores. Queda el refugio, el retiro, la brecha, el ofrecimiento de la noche.

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Decidí ir al Taj Mahal, por razones nada turísticas, sólo por no quedarme sola en el hotel en una espera inútil, por la misma razón, a fin de cuentas, por la que me había embarcado en aquel viaje con Mario. El miedo, o el temor, muchas veces, nos hace avanzar y por eso, a pesar de padecerlo y odiarlo, no la tengo por la peor de las emociones, si no es muy intenso.

Me metí bajo la ducha, me vestí y pedí el desayuno. En el vestíbulo me esperaba Ángela, que resultó ser la funcionaria, y en seguida apareció el matrimonio. Me preguntaron por Mario, y les dije que no sabía nada de él. Debía de estar dormido porque nos habíamos acostado muy tarde. Pregunté si su llave estaba en el casillero y me dijeron que no. Entonces se me ocurrió dejarles unos recados a los dos, a Mario y a Ishwar, lo que me pareció casi una genialidad dado el estado lamentable de mi cabeza.

La carretera del Taj Mahal estaba tan llena de obstáculos como las calles de Delhi. Coches, autobuses, motos, carros, carromatos, camellos, vacas y muchas personas la cruzaban sin mirar nunca hacia los extremos de la carretera. Pero el campo estaba vacío. Tenía un color amarillo, ocre. En grandes charcos de agua sucia, las vacas parecían hundirse y dormitar para siempre. El calor caía sobre el campo, mientras nosotros, a salvo, lo atravesábamos envueltos en el aire acondicionado del coche. En unas obras de la carretera, una mujer con un sari naranja y azul turquesa nos miró, remotamente curiosa, con sus ojos ribeteados de un color negro intenso. Llevaba en las manos un enorme ladrillo, y su cuerpo se inclinaba hacia adelante, vencido por el peso. Su muñeca estaba cubierta de pulseras de plata y marfil. Debía de ser incómodo trabajar con ellas, pero seguramente eran sus únicas posesiones y no se quería separar de ellas ni un segundo. Pensé eso que se piensa algunas veces: cómo hubiera sido mi vida de haber sido yo esa mujer. Es un pensamiento que te llena de melancolía y te da, momentáneamente, una ambigua impresión de profundidad e insignificancia. A mí me consoló, no sé de qué, seguramente de estar entre personas que apenas conocía y que no me podían interesar en aquella mañana de resaca y dolor de cabeza.

Fue un viaje largo, más largo de lo que yo había imaginado, en mi ignorancia de las distancias y mi poca o nula tendencia a consultar las guías, tarea que hasta el momento siempre había asumido Mario; y mi arrepentimiento por haberme decidido a hacerlo fue en aumento, conforme más nos alejábamos de Delhi, que era donde yo quería estar, y adonde era de prever íbamos a regresar muy tarde. Después de alguna parada para poner gasolina, que siempre aprovechábamos para comprar botellas de agua mineral fría, el taxista nos dejó en nuestra meta: a la entrada de los jardines del Taj Mahal, en medio de una multitud de turistas, en su mayoría hindúes. Nos mezclamos con ellos y fuimos acercándonos al Taj Mahal mientras íbamos cubriéndonos de sudor.

Antes de atravesar la puerta principal, había que descalzarse o ponerse unas terribles fundas de lona. Pero el suelo ardía y no tuvimos más remedio que cubrir nuestros pies con aquellas pesadas y enormes fundas. Recorrimos magníficas estancias y patios, arrastrando los pies por el suelo sagrado. Yo estaba demasiado cansada y hacía demasiado calor. Había demasiada gente a mi alrededor y el Taj Mahal era demasiado grande. Brillaba, blanco y majestuoso, bajo el sol, y cegó mis ojos.

Dimos la vuelta al imponente edificio y nos asomamos al río. Un río marrón, ancho, detenido, levemente agitado por una corriente de aire. Ese río fangoso parecía no avanzar hacia ninguna parte y sentí una gran simpatía por él, casi identificación. Me apoyé en la balaustrada y dejé que mi imaginación atravesara el río, porque lo mejor siempre está en la otra orilla, donde el campo amarillo seguía extendiéndose hacia el infinito, salpicado sin duda de aldeas polvorientas donde vivirían mujeres vestidas con saris de colores vivos, ojos muy pintados y brazos cubiertos de pulseras.

– Me siento muy mal -dijo, a mi lado, Ángela-. Creo que me voy a desmayar.

Me volví y la vi, pálida y con los ojos casi cerrados. Entre los tres la llevamos de vuelta al coche, aunque no fue fácil dar con él en aquel aparcamiento lleno de coches y sin una sola sombra. Una vez localizado, el conductor nos recomendó que fuéramos a un hotel a pasar las peores horas del calor. Nos lo dijo por señas, pero lo entendimos perfectamente. En los aseos del hotel nos empapamos en agua fría, literalmente, de la cabeza a los pies, y tal vez esa escena se hubiera guardado en mi memoria como el mejor momento de aquella excursión -todavía puedo rememorar la sensación del agua fría sobre mi cuerpo-, si no hubiera sucedido, mucho después, lo que por desgracia sucedió y que lo transforma en recuerdo doloroso. Y lo mismo ocurre con la conversación que, mientras, ya repuestos, devorábamos un grueso solomillo y bebíamos ávidamente grandes jarras de cerveza helada, se desarrolló en el comedor del hotel. Ángela habló de sí misma, de la función esencial que en su vida tenía el trabajo, de la necesidad que sentía de estar siempre ocupada, para lo cual adquiría más compromisos profesionales de los que seguramente era capaz de cumplir. No le presté demasiada atención porque mi cabeza estaba en otra parte, cada vez más centrada en el recuerdo de la noche anterior, y aunque sé que mis comentarios no hubieran solucionado ninguno de sus problemas, perdí para siempre la oportunidad de ofrecerle mi amistad o mi capacidad de comprensión, si es que la tengo, y eso siempre es dramático. El tiempo se nos escapa de las manos, no se puede volver atrás y cambiar nuestras reacciones, con tanta frecuencia injustas o indebidas. Pero ya nada puede hacerse y sólo me queda lamentarlo.

Durante el viaje de vuelta, me quedé dormida, y eso hizo que al llegar a Delhi me sintiera mejor, aunque más inquieta, sin saber si encontraría a Ishwar o no lo volvería a ver en mi vida.

Sin embargo, lo vi en seguida, nada más traspasar el umbral de la puerta del hotel. Estaba sentado en una de las butacas de terciopelo oscuro y gastado del vestíbulo, con un cigarrillo entre sus delgados dedos. Se levantó y me abrazó como si no nos hubiéramos visto en mucho tiempo, o como si las circunstancias de nuestra separación hubieran sido trágicas.

– Creí que no llegabas nunca -susurró a mi oído-, que a lo mejor habíais decidido quedaros a dormir en alguna parte. Llevo todo el día esperándote. Encontré tu recado cuando volví al hotel, esta mañana.

– ¿Qué pasó anoche? -le pregunté-. Mario me obligó a marcharme de la discoteca.

– Lo sé -rió-. Le he visto hoy. No pasó nada, en realidad. Acabé haciéndome amigo del vigilante. Es un buen tipo. Siempre se ha podido fumar allí. No sé por qué diablos actuó así. Pero luego se le pasó. Hemos estado por ahí toda la noche, una noche endiablada. Yo lo que quería era estar contigo.

Los españoles se despidieron de mí mientras Ishwar me iba llevando por el pasillo hacia el bar.

– Vamos a brindar por nuestro reencuentro con un cóctel Imperial -propuso-. Son la especialidad del hotel.

– Almorcé con tu amigo Mario -me dijo, mientras esperábamos los cócteles-.Es muy simpático. Ha salido a cenar con Aziz y otros amigos.

– ¿Sabes que Aziz desconfía de ti? -le dije, tal vez molesta con aquella tolerancia-. Ayer nos dijo que no estás aquí esperando a un productor de cine.

– Aziz es el tipo más embustero que he conocido en mi vida -dijo Ishwar rápidamente, siempre con una sonrisa en los labios- además del más idiota. Según dice, viene a Delhi a visitar clientes, pero jamás le he visto concertar una cita con uno sólo de ellos. ¿Qué tiene? Sólo una carpeta con fotografías. Y bien sucia, por cierto. ¿Quién puede querer comprar nada a Aziz? Pero es verdad que su padre tiene un negocio de antigüedades en Calcuta. Lo sé porque lo he visto con mis propios ojos. James y yo fuimos a visitarlo cuando estuvimos en Calcuta el año pasado.Y entonces entendimos por qué Aziz viaja tanto. Es su padre quien le hace viajar. Es un tipo avaro y muy inteligente. Es viudo, pero todavía es joven. Aziz tiene una mujer muy hermosa. Cuando tienes una mujer así, hay que tener cuidado. Pero Aziz es un pobre hombre y no se da cuenta de nada.

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