– No tengo ninguna intención de casarme -dije.
Se encogió de hombros.
– Haces bien -murmuró, llevándose otro pedazo de tostada a la boca. Luego, me miró con curiosidad-. ¿Sabes una cosa? No pensaba decírtelo, pero tampoco tiene sentido callármelo. Me enteré de lo de Fernando Urruti. Ya sabes que fue compañero de colegio de Alfonso, pero no me enteré por Alfonso, él no lo sabe. En fin, me alegro de que eso se haya acabado. No me gustaba mucho.
– A mí tampoco -dije.
– ¿Y qué fue de ese otro chico, Mario, ese con el que te fuiste de viaje el verano pasado? A mamá le gustaba mucho.
– A mamá le gustan siempre mis novios, los que llega a conocer. A Mario le veo de vez en cuando. Somos buenos amigos.
– ¿Sólo amigos? ¿Crees que se puede tener sólo amistad con un hombre?
– No es exactamente como con una mujer, es otra clase de amistad, tiene otros matices.
Lo cierto era que entre Mario y yo, hacía años, había habido un episodio que no debía de haber sido ni perfecto ni estimulante, sino que había señalado un camino cerrado, infructuoso, y que se había ido envolviendo en brumas, hasta ser olvidado, estoy segura, por los dos. Y tal vez por eso, por ese común acuerdo tácito que implicaba una falta de tensión entre nosotros, la clase de tensión que se supone existe entre un hombre y una mujer, podíamos ser amigos. Nos habíamos dedicado a fomentar nuestras afinidades, dejándonos llevar por el instinto, sin seguir ningún plan, y los dos sabíamos que al pertenecer a diferentes sexos nuestra amistad significaba cierto dominio de lo desconocido; recibíamos apoyo de fuerzas no del todo controladas, y eso hacía que nuestra amistad tuviera todavía un matiz de riesgo.
Raquel miraba, pensativa, la servilleta de papel que tenía entre sus dedos.
– De todos modos -dijo-, aunque Fernando no me gustaba, la historia resultaba atractiva. Casi me daba envidia. Un amor clandestino -suspiró-.Mi vida es tan vulgar. El mes pasado hizo veinte años del día de mi boda. Es absurdo dar un significado a los aniversarios, pero no pude evitar pensar un poco. Me sorprendí haciendo un recuento y un recuento algo negativo -sonrió, disculpándose-. Me siento atrapada. Tengo cuarenta y cuatro años y mi vida está completamente encauzada. Dejé de trabajar cuando el primer embarazo y ya no encontraría ningún trabajo. Si quisiera cambiar mi vida no tendría fuerzas, ni la suficiente convicción. Realmente, no quiero cambiar mi vida porque no creo que haya nada mucho mejor, pero esto cada vez me gusta menos.
Me miraba interrogante y puede que un poco temerosa de no ser comprendida, pero ella tenía que saber que yo nunca había sentido demasiada simpatía por Alfonso.
– Supongo que te casaste demasiado joven -dije.
– Por aquella época, casarse era la única forma de marcharse de casa. Fui yo la que se empeñó en casarse. Estaba harta de tener que dar explicaciones en casa, de tener que decir adónde iba y con quién, a qué hora iba a llegar. Para ti las cosas han sido más fáciles. Te ha tocado otra época y en cierto modo yo te allané el camino. Lo curioso -siguió-es que no he dejado de dar cuentas de mi vida. Cambié a los padres por Alfonso. Él opina sobre mi vida constantemente. Está siempre allí, exigiendo y controlando. La realidad resulta ser muy distinta a lo que habíamos imaginado, por tópico que sea decirlo. Estaba enamorada de Alfonso cuando me casé y pensaba que nuestra vida sería muy distinta a la de muchas parejas aburridas que conocía. Supongo que eso es lo que piensa todo el mundo. ¿Sabes ahora cuándo soy más feliz? -me miró, expectante, aunque no esperaba ninguna respuesta-. Cuando Alfonso se va de viaje. Cenamos a la hora que nos apetece. Cada cual se prepara lo que quiere. Nos llevamos la comida al cuarto de estar y cenamos mientras vemos la televisión.
Sonrió, contemplando en su interior esa escena de desorden en la que no era probable que hubiera soñado en su juventud y que había ido cobrando un carácter simbólico hasta constituir la mayor de sus satisfacciones.
– El otro día fui al médico -siguió-. Recuerdo que tú, de pequeña, ibas mucho al médico. En realidad, siempre has sido pequeña para mí, siempre te he conocido pequeña. Quiero decir que cuando yo vivía en casa, eras pequeña. Recuerdo que ibas, o te llevaban, al médico con mucha frecuencia. Siempre estabas yendo al médico, por una cosa o por otra. Recuerdo perfectamente a mamá preparada para salir y llevarte a las consultas. Siempre te pasaba algo. Pero a mí nunca me pasaba nada. He estado siempre perfectamente sana. Y la verdad es que te envidiaba por esas enfermedades que hacían que todos vivieran pendientes de ti. En tu mesilla siempre había muchas medicinas y en la mesa te ponían una comida especial y había que tener cuidado de no despertarte cuando al fin te quedabas dormida a la hora de la siesta -hizo una pausa, miró al fondo de la taza-. El caso es que me decidí a ir al médico, porque me sentía muy mal, deprimida, baja de moral, esas cosas. Un psiquiatra – precisó-. Tuve una entrevista con él. Me sorprendió que fuera tan joven, más joven que yo o de mi misma edad. Me hizo una serie de preguntas y empecé a hablar, a contarle mi vida, como nunca lo había hecho. Era media tarde y desde su piso, muy alto, se veían los tejados de las casas, la cúpula de una iglesia, algún que otro templete de esos que rematan algunos edificios.Una luz dorada caía sobre las casas y sobre el lejano pinar de la Casa de Campo. No sé cómo sucedió, pero me emocioné. Pensé que la vida era estupenda y que yo no sabía apreciarla ni disfrutarla, que no tenía la capacidad para eso, aunque recordaba que alguna vez la había tenido. Tuve que contener las lágrimas tragando mucha saliva. Te va a parecer absurdo, pero la idea de marcharme de allí me parecía insoportable. Naturalmente, él se dio cuenta de mi decaimiento y trató de darme ánimos. Me dijo que yo estaba en una edad perfecta, la mejor de la vida, porque ya tenía perspectiva suficiente para desechar lo malo y quedarme con lo bueno y que no había nada raro en lo que le había contado, y que mi personalidad, la estructura de mi carácter y mis razonamientos eran fundamentalmente equilibrados. Podía verle a él siempre que quisiera, podíamos hablar si eso me ayudaba, pero no le parecía necesario someterme a un tratamiento o una medicación especial. Lo que me sucedía era natural.
Raquel suspiró. Terminó el café con leche.
– Cuando nos despedimos, me miró de una manera muy rara, muy profunda. Hacía tiempo que nadie me miraba así. Y dijo de nuevo que esperaría mi llamada. No le he llamado, pero tal vez lo haga -dijo, con cierta decisión-. Nunca he salido con un hombre que no fuera Alfonso. Pienso mucho en ese rato que pasé en su consulta y en la luz dorada que caía sobre los tejados. Me lo imagino mirando el atardecer y pienso que en algún momento él también pensará en mí.
– Hablas como si estuvieras enamorada.
– Es un amor platónico -dijo-. Me gustaría llamarle para hablar, para tener un amigo, para sentirme comprendida. ¿No decías que es posible la amistad entre un hombre y una mujer?
Miró su reloj. Había anochecido tras los cristales de la cafetería. Mi hermana sacó su billetero antes que yo, esperamos a que el camarero nos trajera la vuelta y nos pusimos en pie. Echamos a andar a lo largo de la calle.
– Cogeré un taxi -musitó-. Se me ha hecho muy tarde. Pero ha sido estupendo encontrarte.
Me dijo adiós desde dentro del taxi. Rodeada de paquetes y bolsas, protegida por la carrocería del coche, parecía una ilustre visitante que saluda al pueblo anfitrión. Anduve bajo la luz de las farolas hacia mi casa.
Habían pasado veinte años desde el día en que Raquel había salido de casa para vivir con Alfonso. Se metió en el ascensor con su traje blanco de raso y se miraba al espejo cuando mi madre cerró las puertas. Mi madre me miró, abatida, nada convencida de que su vestido le sentara bien. A mí tampoco me gustaba mi vestido. El único que parecía un poco satisfecho era mi padre, con su elegante traje oscuro y su corbata gris perla. Y, como él se veía mejor de lo que nosotras nos veíamos, pudo decir que estábamos muy bien. Tuvo que decirlo varias veces.
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