Boris Izaguirre - Dos monstruos juntos

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Alfredo y Patricia siempre han vivido en medio del éxito y el privilegio. Alfredo es considerado una de las nuevas estrellas de la cocina española y Patricia, ay Patricia, es una mujer toda aristas. A los dos se les conoce como «Los infalibles bellos». Las circunstancias, el derrumbe de la sociedad del lujo, los cambios a los que se enfrentarán en su nueva vida en el Londres más actual pueden convertirlos en dos monstruos juntos.
Desde su gran capacidad crítica y con su elegante humor, Izaguirre retrata el fin de una época donde todo parecía fácil, tanto el éxito como la impunidad absoluta. Dos monstruos juntos es una novela intrigante que desnuda todos los misterios de la pareja y se adentra con agilidad e ironía en las recámaras que siempre anhelamos conocer.

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– Mis amigos, «los Infalibles», en Valencia -sentenciaba Marrero-. ¿Habéis visto cómo mandé cambiaros el día, hartos de tanta lluvia en ese Londres de mierda? Aquí está todo el sol de España.

– Ya lo dice Julio Iglesias: «Cada mañana en Europa, un europeo recuerda que en España siempre hace sol.» -Alfredo aprendía deprisa. Patricia se quedó mirando la nuca de Marrero, que preparaba unos camparis con zumo de naranja, bebida de verano perfecta para Valencia en finales de invierno. Le pareció, de entrada, que la nuca era más fina, como de un hombre más joven, y que había más pelo en la cabeza. No podía dejar de mirar fascinada a esa cabeza que conocía desde muchos ángulos y deformaciones. Las orejas se habían hecho más grandes, alargadas, como de gnomo. Oirían incluso lo que no se dice.

Marrero los condujo a través de dos, tres inmensos salones. Todos tenían música ambiental y flores blancas muy pequeñitas, Patricia las reconoció de tela, su abuela hacía lo mismo cuando recibía visitas y no era día de cambio de flores. ¿Sería una cuestión de mala suerte aterrizar en la casa de la persona que más desprecias y necesitas en el día en que no se cambian las flores? Había cuadros de impresionismo catalán junto con Tàpies y Chillidas que Marrero compraba a pares, supuestamente siguiendo un criterio cronológico. Patricia pensó que cierto tipo de pintores contemporáneos tienen esa habilidad para la obra prolífica que se magnifica cuando se hacen importantes y entonces cada cuadro es una forma sencilla, aunque afanosa, de abultar cuentas corrientes. Alfredo observaba cada paso que daba ella, como si quisiera que en cualquier momento repitieran el bailecito de Lily Allen.

David y Pedro se entretenían besándose y revisando un número del Vanity Fair español, ambos en camiseta, Pedrito con mejor musculatura que David, que ya estaba rojo, como sus pantalones de estilo Boston-encuentra-Marbella disfrutando un verano precoz. Un camarero a quien Pedrito dio un golpecito en la pierna apareció con champagne y zumo de naranja, igual que hacen en la aerolínea española antes de despegar. Se besaron, David con cierta complicidad rara dedicada a Patricia. Ella aspiró su perfume, que era igual, cómplice y raro. De ácido dulce.

– Venga, muchachones, explicadle al hermanísimo cómo queréis la fiesta.

– Boda, papá -recordó Pedrito.

– Llena de famosos -dijo David mirando a su hermano.

– Tenemos que invitar al Vanity Fair. Seguro que les encantará, un tema como el nuestro, una familia súper de derechas de Valencia que acepta una boda como la nuestra y es más, la convierte en el evento social de la década en la ciudad -dijo con una velocidad inaudita Pedrito, el que nunca hablaba-. En serio, cono, desde ayer solo tengo una palabra en la cabeza: Vanity Fair, Vanity Fair y Vanity Fair.

– Son dos palabras -corrigió Patricia.

– Y famosos -agregó Alfredo.

– Quiero a todo el mundo. Los políticos los pone papá, y esos vendrán todos, pero son aburridísimos. Famosos de la tele. Me encantarían todos los presentadores guapos, los gays y los que no. David dijo que Boris Izaguirre quiere venir.

– Pide seis mil euros -informó Marrero.

– Dáselos, papá -sentenció David en vez de Pedro.

Los chicos se fueron, cogiéndose cada uno por los glúteos y dando saltitos.

– Tu hermano David se ha operado el culo con el doctor Piñón en Costa Rica -dijo Marrero.

– Pensaba que era en Panamá -corrigió Patricia.

– No. Le descubrieron recetando no sé qué droga prohibida en Estados Unidos y ha cambiado de frontera centroamericana -contestó él, colocando una hebra de cabello hacia atrás para enseñar sus nuevas orejas agigantadas.

– Van a pasar muchas cosas este fin de semana -prosiguió Marrero-, una de ellas muy feliz, no tanto como la boda, claro. Sino que aprovecharé para anunciar que, a partir de ahora, con todos mis hijos casados, renunciaré a todas las personas que he sido y regresaré a ser Pedro Marrero, el pobre alicantino que vino a esta ciudad con una mano delante…

– Y dos detrás -dijo de pronto Alfredo.

Marrero rio.

– Me parece que Enrique no pudo explicaros bien todo lo de los Grammy…, ¿no? Dice que empezasteis a bailar y por un momento pensó que los dos ibais a zampároslo sin miramientos.

– No me salen los camparis como a ti, Marrero…

– Ya. Bueno, me da igual si ahora os gusta hacer tríos, como la gente que va a la tele y lo cuenta. Vaya si ha cambiado este país, desde luego. Pero a lo que iba, vamos a traer los Grammy Latinos a esta mierda de ciudad.

Parecía que las orejas se movían solas; así como en otras operaciones los ojos y los labios iban a su propio ritmo, las inmensas orejas tenían ahora una musicalidad y la palabra Grammy ciertamente las excitaba.

– Oye, un poquito de emoción… -les instó Marrero.

– A lo mejor somos un poco más de los MTV -se justificó Alfredo.

– Pues hazte de los Grammy, tío, que es la onda y mira que te quiero contratar para todos los caterings que nos pidan.

– Perfecta razón para engordar facturas -dijo Patricia.

– Lo hemos hecho otras veces, ¿o no? -zanjó Marrero-. Por favor, ¿todavía estáis en ese dilema de si hacemos lo correcto o no? El dinero se acabó, en menos de dos años no habrá un puto ayuntamiento de este país contratando nada. Estos Grammy son la oportunidad para salir por la puerta grande. Y tapar nuestros agujeros…

– No tenemos deudas -dijo Alfredo.

Patricia carraspeó un poco más. El buen clima siempre le afectaba la garganta. Le molestaba seguir viendo y sabiendo de antemano todo lo que les sucedería. Y comprobar que Alfredo no terminaba de comprender la medida, la hondura de eso en lo que estaban metidos. Era clarísimo para ella, Marrero quería comprar, sobornar a cualquier precio, todavía a más gente, ahora un ayuntamiento, mañana, si no lo había hecho ayer, un gobierno para que, si saltaba el escándalo, el ruido de uno permitiera tapar el grito de otros.

Marrero había mandado construir una carpa para la boda de su hijo gay. Naranja, por supuesto, lo que en realidad ofrecía una luz muy bonita, cálida, como la llamó David cogido de la cintura de su futuro marido mientras una decena de operarios disponían las mesas cuadradas (siempre todo era cuadrado con Marrero) y dejaban sobre cada una de ellas los manteles y los altísimos protectores de cristal tallado dentro de los cuales irían las velas con distintos olores de la tierra valenciana: naranja, jazmín, limón, un deje de arcilla y mar. Pedro los había diseñado y una amiga los había fabricado con vistas a comercializarlos después de que la boda se convirtiese en el comentario del todo Valencia. Quería llamarlos «Protectores del amor encendido».

Alfredo no tenía claro si hacía ensalada de langosta o repetía el milhojas de bogavante que tanto gustó a Marrero aquella noche en el Ovington. Le repateaba la idea de repetir ese menú, fue la noche en que el padre del novio le enseñó su precio a Alfredo, el precio con el que le estaba comprando, el precio con el que para siempre le apartaba de ser el cocinero creativo y entregado a la defensa de su arte, su talento, para convertirse en uno más de una extensísima red de ventas y alquileres de almas, recuerdos y deseos. Y negocios.

Pero era un buen menú para una boda, gay o lo que fuera. Langosta o bogavante, crustáceos glamour, podría llamarlos. Y pato. Y chocolate. ¿Cómo iba a servir lechuga en pleno febrero, por más Valencia que fuera, por más gay y delirante que fuera la fiesta? No se puede abrir un menú con una ensalada en pleno febrero. Será el milhojas de bogavante, la última concesión al monstruo de Marrero.

Pero qué hacer con las langostas, allí vivas, moviendo las tenazas con tanta fuerza como para romper las gomas que las sujetaban. Un tartar sería un espectáculo, pero no podía triturarlas como la carne; el milhojas en realidad era una variante de esta posibilidad. Servirlas en rodajas creando una fuente interminable, la fuente de langostas que todo el mundo comente cuando la boda sea pretérito. No habría tantas, aunque pudiera pedirlas. ¡Un bisque de langostas frescas! Que abra el espectáculo, los camareros entrando en fila, levantando las tapas de las cazuelas y el vapor del caldo desplegando su olor y sabor. Atinadísimo. ¿Que siguiera después más bogavante? Hombre, era una boda gay, en Valencia, en la casa de Marrero, qué más daba la redundancia si todo era exageración. Solo faltaba un guiño a los Grammy Latinos, una condición no tan disimulada de Marrero. En el fondant de chocolate, al esparcirse sobre el plato, recorrería un dibujo hecho con azúcar granulada que leería Grammy en el plato. No, algo mejor, la tarta en sí que fuera en forma de Grammy. Una vez vio uno en casa de un músico español donde servía una cena. Un gramófono varias veces repetido, que serían los pisos de la tarta. Ocho Grammy, como los que ganó Alicia Keys, por ejemplo.

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