Boris Izaguirre - Dos monstruos juntos

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Alfredo y Patricia siempre han vivido en medio del éxito y el privilegio. Alfredo es considerado una de las nuevas estrellas de la cocina española y Patricia, ay Patricia, es una mujer toda aristas. A los dos se les conoce como «Los infalibles bellos». Las circunstancias, el derrumbe de la sociedad del lujo, los cambios a los que se enfrentarán en su nueva vida en el Londres más actual pueden convertirlos en dos monstruos juntos.
Desde su gran capacidad crítica y con su elegante humor, Izaguirre retrata el fin de una época donde todo parecía fácil, tanto el éxito como la impunidad absoluta. Dos monstruos juntos es una novela intrigante que desnuda todos los misterios de la pareja y se adentra con agilidad e ironía en las recámaras que siempre anhelamos conocer.

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– Bueno, podría crearse una plataforma privada o algo mixto -continuó Alfredo.

– Los que tienen plata son ellos, Alfredo. Que esto es provincias, coño, aunque lo llamen autonomía. De verdad, como dice Marrero, tanta democracia nos ha llenado de palabras que no sabemos utilizar. -Los miró-. La boda, por ejemplo, en realidad sabéis que no la paga Marrero, ¿no? Joder, como no hay novia, resultó que Pedrito tuvo que poner toda la dote de un golpe. Entonces, su padre lo pensó: una cosa así, un evento informativo, el primer hijo gay de un ricachón de derechas que se casa, hay que hacerlo bien, por todo lo alto. Han invitado famosos, incluso gays famosos. Y joder, es que Marrero es la hostia, le dijo al mismísimo President: esto es noticia, esto sale en los telediarios y esto es promoción para la ciudad. -Volvió a mostrarles el móvil-. Aquí está todo. Los permisos para cerrar las calles alrededor de la casa porque, al no haber iglesia, Marrero quiere que los novios salgan a pasear por la urbanización en una calesa. Cono, el maricón de tu hermano la quería en rosa, al final creo que han optado por un amarillito más cuento de hadas. A ver si se les ocurre ir vestidos de falleras.

– Mi hermano es muy respetuoso con las tradiciones -dijo Alfredo.

– Es una manera de hablar, coño, que para mí y para todos esta boda es como una guinda. -Se rio de su propia ocurrencia-. Para la ciudad y nosotros, los del entorno del gobierno, que, joder, vosotros los de la izquierda siempre nos pintáis como unos carcas hipotecados al Opus y tal, y de repente, coño, la ocasión para demostrar que somos más enrollados de lo que la gente piensa. Es que la izquierda, joder, cómo dominan en los medios, vaya…

Alfredo y Patricia se concentraron en sus platos.

– Joder, no os he ofendido, ¿no? Hablo demasiado, siempre hablé demasiado -dijo Enrique.

– No estamos interesados en saber cómo se ha planificado la boda. La comida es nuestro compromiso, y punto -dijo Alfredo.

– Y será la hostia, la rehostia. Me encanta decir hostia, no hay otra palabra así en el mundo. Y brindo, ole, porque vamos a disfrutar de la comida del maestro Raventós en el evento de su hermano.

– Matrimonio. Se le puede llamar matrimonio -dijo Alfredo mirándole. Estaba claro que Enrique sabía cuándo callarse: no había comentado nada del precio acordado por cada comensal en la fiesta.

– No le digas tal cosa a mi mujer, Alfredo. Las del Opus tienen esas cosas, cuando se empecinan en una cosa es como es y punto. Marrero mismo la ha llamado para que venga y ella que no y que no y que no, pero Marrero ha mandado un cheque bien gordo a una organización de caridad de mi esposa y vendrá, pero a la cena. Comprenderás, es una fan total de tu trabajo, Alfredo.

Alfredo asintió y sonrió media sonrisa exacta, antes de limpiarse los dedos limpios en el bol con limón.

– Realmente son magníficos estos carabineros -dijo Patricia.

– Son los vuestros, ¿no? -atizó Enrique-. Los de Siam y esas cosas. De verdad, sinceramente, le decía a Marrero en Londres en una mariscada, porque sabéis que a Marrero y a mí nos pirran las mariscadas. Siempre estamos, cualquiera que sea la ciudad, mariscada aquí, mariscada allá. La otra noche en Ginebra…

– Magníficas almejas -interrumpió Alfredo.

– La hostia, tío -exclamó Enrique, entrando cada vez más en calor-. Ves, es lo que le decía a mi esposa cuando hablaba de que viajaríamos juntos, porque a ella no le gusta que venga en este avión. No comparte que Marrero sea tan…, tan…

– Hospitalario -sugirió Patricia.

Enrique dio una palmada.

– Sois la hostia, de verdad, sinceramente… ¿Dónde estaba? Cono, sí, lo de Siam. Le dije a Marrero que para qué irse tan lejos cuando los de aquí, de Palamós y todo eso, coño, los ponen en todos los restaurantes del mundo.

– Los de Siam tienen esa característica atigrada que no está mal.

– Pero carajo, donde se ponga algo español…

– Que se quite todo lo demás -dijo Patricia levantando su vaso de vino sin tocar.

Rieron de buena gana. Segundo y tercer round de nuevo ganados por la pareja P. V. G. y A. R.

El mayordomo apareció con el milhojas de frambuesas pequeñitas, el postre favorito de Patricia. Quedaba igual de rico en Nueva York, París, Londres que en una montaña sobre el mar en Vigo o en Edimburgo. El mundo, que es vulgar, se había entregado al fondant de Paquito el repostero, todo ese chocolate desparramándose sobre los platos como si fuera la metáfora del tiempo que ahora era pasado, del derroche, el dispendio, el gastar con el mismo caudal de ese chocolate derretido. En cambio el milhojas era más contenido, más exacto, como el tiempo presente, que te dejaba desnudo en la primera oración. La crema no podía excederse porque impediría que el hojaldre crujiera al contacto con el cubierto y, si alguna fruta se desparramaba, siempre podía recuperarse arrastrándola con el cuchillo. Ese era el tiempo que vivían ahora: postres discretos para modales habilidosos. Alfredo encajó como pudo que sus platos también se sirvieran en el avión de Marrero y le ofreció un cóctel a Enrique.

– Joder, tío, fueron tus inicios, todos esos sitios míticos de Barcelona, el Henry's, el Speakeasy y el Dry Martini en Aribau…

– Pequeñito y empresa familiar, sus dueños eran muy amigos de mi padre -comentó Alfredo, acercando el manhattan que había preparado en un instante. Enrique lo sorbió.

– Inglaterra te está enseñando mucho de sus medidas, tío. Este es el cóctel más light que he bebido nunca.

– Acabamos de comer, no podemos aterrizar pedos, como dirías tú -sentenció Alfredo.

– Es que lo digo una y otra vez, sois perfectos, coño. ¿No os hartáis de tanta perfección? No, claro, seguro que no, es lo que queremos todos, ¿no? Ir la hostia a todos sitios, impecables, perfumados, que la gente se vuelva y diga, coño, el tío es de puta madre, con su pinta y tal. -Iba hablando peor a medida que sorbía el cóctel. Alfredo no desdibujaba su sonrisa en todo el tiempo, y Enrique intentaba seguir el ritmo de otro sonido electrónico que expulsaba el iPod y Patricia se le acercaba para convertir el pasillo del avión privado en una cómoda, divina, discoteca aérea. Enrique le sonreía y conseguía mover un brazo más o menos a tono con el latido de la música. Se mareaba, regresó a su silla y bobamente sonriendo sorbió otro poco del cóctel.

– Coño, sube de la hostia, ¿no le habrás echado nada raro, tío? -preguntó a Alfredo.

– Los licores en este avión engañan bastante -respondió Alfredo.

– Coño, tío, no me hagas nada raro, ¿no? Que yo no soy Borja, ¡hostia! Por favor…

– Ve al baño, a lo mejor te hace falta, ya sabes cómo es beber estando aquí arriba -sugirió Patricia, realmente obsequiosa. Necesitaban quedarse a solas.

– Habla demasiado -dijo Patricia.

– Quiero que le hagas daño a Borja -dijo Alfredo.

Patricia no movió un pelo. Le pareció increíble escuchar a Alfredo hablar de esa manera, pero casi de la misma forma entendió que ese era el principio de una nueva etapa en su relación. Alfredo decidía abandonar para siempre su carácter de persona que intentaba entender a los demás, o de persona empecinada en ser siempre el último inocente.

– Tú sabes cómo, Patricia. Quiero que lo hagas y entonces entenderé lo que me has hecho a mí -concluyó Alfredo.

Enrique volvió muy deteriorado del lavabo. Se sujetaba en las esquinas de las butacas. Patricia encendió de nuevo el iPod. Sonaba Lily Allen, Patricia estaba colgada de ella. Enrique miraba a Patricia con ganas de saltarle encima y follarla crudamente, pero el alcohol le sujetaba al asiento mejor que el cinturón de seguridad. La voz de Lily Allen, en esa canción en particular, era garita y cebra, un mamífero llamativo lleno de ganas de posesión y deslizantes curvas, y Patricia interpretaba explícitamente cada palabra, cada acorde y cada quiebro de la voz de la Allen y su delicado y rebelde acento de londinense post años noventa. Enrique intentaba soltarse el cinturón y Patricia, divina, casi volando sobre sus gestos y puntillas, venía a ayudarle, acercándose y separándose al ritmo de la canción, desistiendo en el último momento de desabrocharle del todo el cinturón. Porque la canción se lo impedía, porque la felina coreografía lo impedía. Enrique se daba cuenta de que no podría detenerles. Alfredo sostenía la sonrisa y la mirada recorriendo el fardo en que se convertía el hombre de Marrero. Saboreando el baile de su novia, el inquebrantable erotismo de su oferta y negación, una detrás de la otra y él allí, apuestamente observando, esperando el momento de unirse y masticar como una patita de pollo de menú de carretera al pobre Enrique.

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