Boris Izaguirre - Dos monstruos juntos

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Alfredo y Patricia siempre han vivido en medio del éxito y el privilegio. Alfredo es considerado una de las nuevas estrellas de la cocina española y Patricia, ay Patricia, es una mujer toda aristas. A los dos se les conoce como «Los infalibles bellos». Las circunstancias, el derrumbe de la sociedad del lujo, los cambios a los que se enfrentarán en su nueva vida en el Londres más actual pueden convertirlos en dos monstruos juntos.
Desde su gran capacidad crítica y con su elegante humor, Izaguirre retrata el fin de una época donde todo parecía fácil, tanto el éxito como la impunidad absoluta. Dos monstruos juntos es una novela intrigante que desnuda todos los misterios de la pareja y se adentra con agilidad e ironía en las recámaras que siempre anhelamos conocer.

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– Alfredo -sintió la voz ronca y rota. Y el olor a Agua Brava de su infancia y los primeros días de julio camino de Llavaneras. Era su padre, Alfredo Raventós, el mejor fabricante de salchichas de la alta Barcelona.

– Te ves asustado, hijo -continuó el padre viendo pasar las bandejas con espigadas copas de champagne.

– ¿Te imaginabas que David fuera a casarse de esta manera?

– No. Pero no podía faltarle. Realmente se está llenando de gente rarísima. ¿Quiénes son esos vestidos con fracs blancos como si fueran una orquesta de algún musical?

– Los testigos de David y Pedro.

– Pero la ceremonia es solo civil.

– Sí, pero David y Pedro van a entrar con los acordes de «El amor de mi vida», de Julio Iglesias.

– Dios mío -musitó el padre. Los testigos que había señalado se cogían por las cinturas, parecían un conjunto, un boyband latino avanzando en los treintaytantos. Pelos engominados, algunos con pendientes, otros vistiendo la chaqueta del frac pero vaqueros blancos ultra ceñidos y hermoso paquete y culos caribeños. Generaban ruido, movían las manos, se empezaban a besar entre ellos y corrían como locos en grupo cada vez que entraba una de sus estrellas, fuera el gay de la tele, la alcaldesa de la ciudad, el director de la televisión autonómica, el pequeño y vociferante relaciones públicas del Náutico y el Palau de les Arts, la soprano finlandesa contratada para cantar L'elisir d'amore, la cantante pop que les dedicaría un mini concierto a los novios después de los postres y el mito erótico de las películas del destape acompañada de su nuevo novio polaco, ex stripteaser. Estaban también los hermanos Casas, mister Petazetas (Alfredo decidió que el pastel tendría forma de Grammy, pero en su interior tendría chocolat fondant con Petazetas) y el sommelier del restaurante del Innombrable, que se había ofrecido a corregir la lista de vinos de Marrero para la boda. Todos decían que el President se presentaría de manera imprevista, fuera de todo protocolo, pasada la cena, previendo evitar la ceremonia que su partido no aprobaba de ninguna manera por haberse apropiado de la palabra «matrimonio» cuando oficializaba una relación donde no existían madres. Todos iban reuniéndose en el bajo de la escalera, rodeados de los Tàpies más grandes que puedan existir y una marina, más bien un naufragio, de Sorolla. Hablaban, reían, esperaban que alguien les sorprendiera todavía más al abrirse la puerta. Una Preysler, por ejemplo, una Penélope, un Bardem, Kim Basinger o Kylie Minogue.

– ¿Crees que para esto cambiamos el país? -le preguntó su padre a Alfredo.

Alfredo quiso levantar sus hombros y dar por respondida la pregunta, pero no pudo. Aprovechó para verlo, más pequeño que él, igual de delgado y conservados algunos de sus músculos, el maxilar, los hombros, las manos fuertes, los ojos penetrantes y las piernas duras, un aire de dignidad propia del pobre en la casa del millonario.

– A lo mejor es mi culpa que David quiera casarse de esta manera, creyendo que al fin me supera en algo -dijo Alfredo.

– Él no necesita compararse contigo. Nadie necesita compararse con nadie, es siempre un error -afirmó el padre.

– España como país se vio obligada a hacerlo con el resto de Europa en los últimos años para crecer, papá. No queríamos ser Portugal, ni Grecia. Queríamos ser más Alemania que Alemania.

– Y nos hemos convertido en esto. Por compararnos. Ya ves, me estás dando la razón -continuó el padre.

– Yo en cambio quisiera ser como tú -dijo Alfredo, evitando las lágrimas que le afloraban. De verdad lo sentía; estaba tan lejos de su padre, siempre lo había estado, pero todo el tiempo hizo lo que él hacía: cocinar, encontrar una rutina cómoda y placentera, levantarse, preparar las comidas, sentarse a ver el deleite en otros, crear algo sencillo para cenar, volver a admirar el goce en los demás, limpiar, cerrar, irse con Patricia caminando a casa, comentando tonterías de los clientes, amarse, dormir, vuelta a empezar.

– No, Alfredo, tú lo que quieres es esto. Gente, trajes, la novia más bella y excitante del mundo. Peligros y venenos, y cenas y brindis. Como tu madre.

– Ella se volvió loca -dijo Alfredo con una voz extraña, adolorida, seca.

– Porque se dio cuenta de que no iba a conseguirlo -se desahogó el padre-. Por eso te golpeaba, Alfredo. Porque sabía que tú sí ibas a hacerlo. No hablemos de mis esposas. Ninguna está entre nosotros para defenderse. Ni ellas ni yo supimos ser mejores padres.

Alfredo sintió la rabia crecerle, las ganas de agredir al padre con aquella fuerza incontrolable de su madre en Barcelona. Igual que Marrero mostrándole su precio, su padre le decía que no estaba solo rodeado de personas corrompidas, sino que era ya uno de ellos.

La fiesta empezaba a crecer como el ansiado evento social, la boda «distinta» que terminaría por celebrar un estilo de vida, siempre dispuesto a más, ganar más, mostrar más, vivir más. La escalera se hacía más grande, más larga, más infinita. Marrero parecía un remedo de Mr. Memory, el mago que oculta secretos de contraespionaje en Los 39 escalones de Hitchcock. Si Mr. Memory era un sofisticado inglés de frac, Marrero confundía el chaqué y el frac en su atuendo. No quería ir todo de negro, «coño, porque si es una boda diferente para qué me voy a disfrazar como si casara a una hija cuando lo que caso es a mi hijo maricón», pero tampoco quería renunciar a ponerse un chaleco con colores, «por la misma razón, si voy a casar a mi hijo maricón, quiero llevar una mariconada y quiero que sea naranja como el resto de las cosas. Era el color de la suerte de Frank Sinatra, coño. Y los Grammy Latinos en Valencia también serán naranjas, porque las naranjas y Valencia son la misma cosa y así se lo hemos vendido a esos maricones de Las Vegas y de los putos Grammy Latinos». El frac era negro y bastante pingüino, excesivas hombreras, teniendo en cuenta que Marrero era un hombre corpulento. Pantalón gris pizarra y zapatos de charol (un error garrafal a la hora de vestir un chaqué, pero de rigor cuando se trata de un frac). El «mariconeo» resplandecía al llegar al chaleco, de piqué blanco, abultando la corpulencia, con un ribete naranja en las solapas, en las tapas de los bolsillos y en el forro de los botones. En el bolsillo superior del chaqué un pañuelo naranja fue al principio un detallito de color; a medida que se sucedían los saludos y se acercaba el momento de la boda el pañuelo brotaba como una llama que le recordó a Alfredo el símbolo de la Shell.

Una melodía barroca, en vez de Julio Iglesias, anunciaba la llegada de los novios ante sus invitados. Entendió qué música era, se la había mostrado Patricia en el avión que les trajo a Londres: La coronaci ó n de Popea. Miró hacia ella, hacia Patricia, al otro lado de la escalera, al lado de Marrero, como si fuera la nueva madre joven del novio. Lo sabía, iba a pasar, en la noche de las verdades esa sería la oportunidad en que les vería juntos, igual que pasó con Borja en el Ovington, y lo entendiera todo y no podría hacer nada.

Los novios aparecieron ante el ensordecedor aplauso y gritos de vivan los novios, viva la libertad y viva Valencia divina.

La jueza (iba a casarlos la alcaldesa, que a última hora «recordó» un bautizo familiar coincidente, en horas, no en estilo, con la boda gay) hizo una larga reflexión sobre dos robles en un inmenso parque, metáforas de David y Pedro, disfrutando del mismo sol y las mismas inclemencias del tiempo. Alfredo miró hacia Patricia, ahora al lado de una mujer robusta, de mayor edad, el pelo muy negro. Manuela, su hermana. La Familia Addams se ampliaba considerablemente. La jueza estaba leyendo un poema de Khalil Gibran sobre otros árboles metafóricos, Alfredo se estremeció, desconfiaba absolutamente de los lectores de Khalil Gibran, así como citar ideas de Deepak Chopra. David introdujo el anillo de diamantes muy brillantes en el dedo de Pedro y este repitió el gesto sonriendo con sus dientes más brillantes que los diamantes. El aplauso fue atronador, con silbidos, patadas contra el suelo y cañonazos expulsados por criados vestidos con uniformes naranjas en el jardín. El presentador venezolano fue invitado a subir a un atril para anunciar el regalo de la falla de la cual Marrero era Presidente. Luego entraron las veinticuatro falleras que acompañarían a la fallera de honor el próximo 17 de febrero, inaugurando la temporada de fiestas. Izaguirre anunciaba las falleras una a una, con sus larguísimos nombres. Desfilaron envueltas en trajes de colores apabullantes, intrincadas flores, zarzas, enredaderas de jarrón chino bordados en las sedas que apretaban sus cuerpos. Se colocaron alrededor de los novios, siempre rodeados de esos gritos de libertad y visca Valencia. Alfredo tenía que volver a la cocina, pero no podía separarse de esa imagen, las veinticuatro mujeres cubiertas de vibrantes bordados, los peinados de laberíntica creación, alrededor de David y Pedro.

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