Lucía Etxebarria - El contenido del silencio

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Gabriel, un joven ejecutivo cuya vida desahogada y apacible transcurre en Londres, lleva diez años sin saber nada de su hermana, hasta el día en que recibe una llamada que le informa de que muy probablemente ésta haya fallecido en un suicidio colectivo llevado a cabo en Tenerife. Su inmediato viaje a las islas para testificar como único pariente vivo de la desaparecida tendrá un efecto devastador y a la vez catártico, que le hará replantearse todo su pasado y su futuro en un itinerario no sólo físico sino también, y sobre todo, interior.
Helena, la amiga íntima de Cordelia, será su guía durante la inmersión en la vida de su hermana. Un inmersión común que precipitará a ambos a confrontar sus miedos, vacíos y huidas.

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– ¿En Tenerife? Yo estoy en el Puerto ahora. Me quedaré unos días, tengo unos asuntos que resolver aquí. Me encantaría veros, si queréis.

– Está bien. Se lo preguntaré a Helena.

Pero Helena no quiso ver a Virgilio. Tanto el guía como el Puerto le traían demasiados recuerdos, dijo. Insistió, sin embargo, en que Gabriel fuera si quería. Ella le dejaría el coche. «Me apetece estar sola -le dijo-. Me vendrá bien. Y a ti también, seguro.»Así pues, Gabriel llamó a Virgilio. Acordaron verse al día siguiente en el hotel Botánico. Helena le confirmó que ése era el mismo hotel en el que ella había trabajado al llegar a la isla. «Es uno de los mejores», le dijo. Gabriel pensó que a Cordelia le habría encantado la coincidencia.

11

LA CASA BARTH

Como estaba previsto, Virgilio le esperaba en el bar del hotel. Tenía aspecto de estar muy cansado, con una palidez y unas ojeras que sugerían una noche en blanco, pero mantenía, pese a todo, una mirada plácida, de ojos limpios como espejos. Parecía que ya no viera en realidad a Gabriel e, indolente, sólo permitiera que se reflejara sobre sus pupilas como sobre una superficie acuosa. Gabriel tenía la impresión de que, al haber compartido aquel momento en Cofete, podrían hablar sin preámbulos ni malentendidos, tal que si después de Cofete poseyeran ambos una clave secreta, un código establecido que les permitiría entenderse como amigos, sin protocolos, sin modales, sin fórmulas de buenas maneras y sin la desconfianza y el recelo que Gabriel había sentido ante un hombre tan atractivo. Todo por miedo a perder a Helena, un temor que se había disipado ahora que la había tenido en sus brazos, pese a que en realidad la angustia de perderla era más grande después de haber hecho el amor con ella que antes. Pues antes de enredarse ambos se había hecho a la idea de que no la iba a tener nunca, pero después de haberla probado, la ansiedad ante la posibilidad de perder eso que había tenido y que quizá no volvería a tener se hacía más dolorosa.

– ¿Y bien? ¿Cómo te encuentras? -preguntó Virgilio-. Te he llamado varias veces al móvil, pero siempre salía el contestador. Por eso te envié el mensaje. Después de que llegó el helicóptero, todo fue tan rápido…

– Lo desconecté. El teléfono, quiero decir.

– Entiendo.

– Pero estoy bien, gracias. Un poco desconcertado. Y deprimido.

– ¿Quieres tomar algo? ¿Una cerveza?

– Quiero un güisqui.

– ¿A estas horas?

– Sí, a estas horas. Si a ti no te molesta. Es el desayuno típico escocés, ya sabes…

– No me molesta en absoluto. Es más, te voy a acompañar. Camarero, dos güisquis, por favor.

Hacía años que Gabriel no bebía güisqui, desde los primeros tiempos en Londres, tiempos de pubs y de clubes en los que bebía mucho y muy en serio, cuando se acostumbró a llegar al trabajo con resaca y a sentirse como si hubiera ido a caer a la pista de un circo, a una arena de lucha, a un escenario angustioso. Una ciudad frenética, vertiginosa, delirante, drogada. Y cruel. Hasta el día en que decidió que ya no quería beber más. Y llegó una época de soledad total, un año de mierda, de sábados por la mañana perdidos en paseos solitarios por Hyde Park, envidioso de las parejas acarameladas con las que se cruzaba. Vagabundeaba por la ciudad sin planes, sin dirigirse a lugares específicos. Algunos días permanecía en el centro caminando a pasos largos y despaciosos por calles estrechas v oscuras que, sin embargo, resultaban un hervidero de gente. La ciudad era demasiado grande, los movimientos impredecibles. Otros días entraba en librerías y acariciaba con las puntas de los dedos los lomos de libros que nunca leería. Tanto le abrumaba el vacío que sentía que cuando salía de allí apenas podía dar un paso, y se aparcaba en la esquina de una calle cualquiera, pensando en cómo había arruinado su vida, sin poder evitar recordar a Cordelia. Y entonces encontró a Ada. Y dejó de depender del alcohol para hacerse adicto a la angustia.

– Si te digo la verdad, hasta que encontramos a Heidi en Cofete, creía que existía alguna posibilidad de hallar a mi hermana viva, de que estuviera con ella, quizá…

– Y eso, ¿por qué? ¿Qué te hacía pensar que tu hermana podía estar con ella?

– Bueno, había papeles, cartas, fotos… Helena pensaba que Cordelia podía estar muy cercana a Heidi, que no se habría suicidado junto con los demás. Pero se equivocó. Cordelia está muerta. Es algo que tengo que asumir.

– Ya… Entiendo. Debe de ser duro.

– Lo es…

– Gabriel, hay algo que tengo que contarte. Verás, Fuerteventura es muy pequeña. Apenas somos cien mil habitantes. Casi cinco veces menos que en Edimburgo, ¿no?

– Sí…, supongo.

– Como comprenderás, nos conocemos todos. En particular, mi familia es muy conocida. Mi tía trabaja en el Cabildo y su marido fue el presidente del Cabildo Insular. En fin, que en Puerto del Rosario me conocen bien.

– ¿Esto es Puerto del Rosario?

– No, esto es Puerto de Santa Cruz. Puerto del Rosario es la capital de Fuerteventura. Allí me conocen bien. La policía también. Cuando trabajas de guía a veces te metes en historias raras… El año pasado, por ejemplo, hice de guía para una pareja de brasileños muy ricos, me pagaban realmente una fortuna por un tour de cinco días, lo que llaman un jeep safan… Bueno, el caso es que la mujer apareció en la habitación de su hotel semiinconsciente: le habían dado una paliza. Al principio decía que habían sido unos desconocidos, pero lodo era muy inconsistente, no se sostenía, se contradecía mucho… Y yo tuve que declarar la verdad, que sospechaba que había sido su marido porque ella ya había tenido tiempo de contarme que se quería separar y que él había organizado el viaje para reconquistarla después de una bronca… Bueno, te cuento la historia para que entiendas por qué tengo tan buenas relaciones con la policía…

– Los llamaste tú, es eso lo que quieres decirme, ¿no? Cuando fuiste a buscar los bocadillos.

– Eres muy listo.

– Por eso estabas tan seguro, cuando oímos aquel ruido, de que se trataba del helicóptero de la policía…

– Sí.

– ¿Y si no hubieran venido ellas? ¿Y si toda la pista hubiera sido falsa?

– Verás, cuando llamé nadie pareció sorprendido. Después de que la foto de la Meyer salió en la prensa y en la tele, se recibieron varias llamadas de gente que aseguraba haber visto a la alemana en el ferry a Fuerteventura. No les hicieron mucho caso al principio, pero cuando llamé yo pensaron que la pista podía ser fiable. Por lo visto, la policía ya creía que no habrían salido de Canarias.

– Y ¿cómo acabaron las dos en aquella casa? ¿Era de Heidi?

– Eso parece… No está muy claro. Bueno, como creo que ya te expliqué, no se puede edificar en la península de Jandía porque la zona está declarada parque natural. Los únicos que han podido construir allí son aquellos cuyos padres o abuelos vivían en Cofete, y que pudieron exhibir algún título de propiedad o similar. En esos casos rehabilitaron las antiguas casas de majoreros. Pero eso no se empezó a hacer hasta los años ochenta. La de la alemana estaba lo suficientemente apartada como para que casi nadie se preguntara de quién era en realidad. Nadie la ocupaba. La señora podía aparecer de cuando en cuando, pero era muy discreta, llegaba con el Land Rover cargado con suficiente comida y avituallamiento como para mantenerse sin necesidad de aparecer por el guachinche de Cofete y nadie le prestaba mayor atención, porque por allí pasan solamente los excursionistas de turno, los que van a acampar en la playa o a visitar la casa. Y la casa era de Gustav Winter, no pertenecía a ningún majorero.

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