– Dame el teléfono de Rayco. Le enviaré todas las fotos posibles, clíselo. Le ayudarán a localizar el emplazamiento de la casa.
– Buena idea. Es éste -le enseñó el número en la pantalla.
Gabriel envió fotos. De la playa, de las dos mujeres, de la casa, de la montaña. Estar ocupado le ayudaba a no pensar.
– Ahora sólo nos queda esperar.
Entretanto, las dos mujeres habían entrado en la casa. Gabriel había entendido de manera contundente que, por mucho que Cordelia hubiese podido cambiar con los años, no podía ser ninguna de ellas, pues ambas eran mujeres maduras, y que la comprensión de ese detalle guillotinaba todas sus esperan/as. Pero le sorprendió el hecho de que, incluso desde aquella distancia, una de ellas -Heidi, supuso- le pareciera una mujer extraordinariamente atractiva. Gabriel comprendió entonces el porqué del extraño influjo que aquella mujer había ejercido sobre tanta gente. Y de pronto se enfrentó a la enormidad de lo que significaba que aquellas dos mujeres estuvieran allí, sin Cordelia: que su hermana, casi con toda probabilidad, se había ahogado. Y que por eso, a su lado, Helena lloraba en silencio. Hay cuatro cosas que no vuelven atrás: la piedra una vez lanzada, la palabra tras ser dicha, el instante que ha pasado y la oportunidad perdida. Qué estúpido, qué tremendamente estúpido había sido al no haber intentado contactar con su hermana en diez años. Y qué espantosa la vida que continuaba indiferente. El cielo azul que seguía suspendido en lo alto, la tierra ocre y cálida que latía bajo sus pies, las nubes que se movían con despreocupación. Cordelia ya no estaba allí, el cielo estaba desprovisto de su presencia y la tierra despoblada y hueca. Todo había perdido de repente su sentido. Y luego el dolor fue inmenso y empezó a conjurar imágenes que ya nunca volverían -sus ojos azules, su cabello rubio, su sonrisa, su falda de cuadros, su mirada herida-, que estallaban de pronto en su mente con la intensidad de descargas eléctricas. En realidad, había estado esperando el milagro, el prodigio, pero ya no quedaba nada que aguardar, había perdido la partida definitivamente, y después de diez años de esperanza torpe y obstinada, aquella esperanza que le movía a imaginar una llamada telefónica que nunca se produjo o a buscar en el buzón una carta que nunca llegó; después de diez años en los que Gabriel buscó el rostro de su hermana cada vez que regresaba a Edimburgo, por si acaso Cordelia hubiera vuelto aunque sólo fuera, como él, de vacaciones; después de diez años en los que tantas veces siguió por la calle a otra mujer que se movía con andares parecidos -la cabeza adelantada, la mirada al frente, los pasos elásticos y firmes-; después de diez años en los que más de una vez en un bar o un autobús volvió la cabeza al oír una voz parecida a la de Cordelia -una voz grave y calmada, casi sin deje de acento escocés, porque ella siempre quiso ser distinta, hasta en la forma de hablar-, después de diez años en los que su hermana siguió a su lado, en ausencia, como ese aroma tenaz que persiste en cajones mucho tiempo cerrados y en frascos de perfume vacíos; después de diez años en los que siempre pensó que volvería a verla, que la distancia o la pelea no serían definitivas; después de diez años aguardando como un perro fiel; después de diez años en los que en todas partes tropezaba con su ausencia, en todos los lugares donde habían estado juntos y en todos los lugares en los que había estado sin ella y a los que sin embargo iban juntos porque Gabriel siempre llevó dentro de sí a su hermana; después de diez años en los que si Cordelia no estuvo la conciencia de su vacío llenó a Gabriel; después de diez años en los que la imaginó como un puerto lejano en el que algún día por fin amarraría; después de diez años se dio cuenta en ese preciso momento de que ya no quedaba nada que esperar, ningún reencuentro que propiciar, y de repente la cabeza estaba tan sobrecargada de recuerdos, de luz y de intensidad, que el vacío explotó en su cerebro, como la misma luz que le dañaba los ojos, y ya no pronunció palabra. Y los tres permanecieron inmóviles, esperando.
Fue Virgilio el que rompió el silencio al cabo de un rato.
– Creo que viene un helicóptero.
– ¿Dónde?
– Aquel punto de allá.
– No veo nada.
– Es un helicóptero, fijo. Aquí, en Fuerteventura, hay una unidad de rescate muy eficiente. Porque aquí pasa de todo. Surfistas que se van mar adentro y luego no pueden volver… Eso sucede cada dos por tres, y los rescatan con helicópteros. Y me acuerdo de que recogieron a casi cien inmigrantes del fondo de un acantilado de Fuerteventura contra el que se habían estrellado las dos pateras en las que viajaban. Y utilizaron un helicóptero y una grúa aérea, también, creo… Vamos, que lo sé, que lo sé… Ése es el helicóptero de la Guardia Civil. No puede ser otra cosa.
LAS PLEGARIAS ATENDIDAS
Cuando llegaron al hotel, en un coche de la Guardia Civil, Helena estaba tan cansada que se quedó dormida en su hombro. Gabriel tuvo que zarandearla para despertarla. Al principio, ella, aturdida, no parecía recordar nada de lo que había pasado. Preguntó dónde estaban con voz vacilante y quebrada. El la agarró por la cintura porque la chica, dócil y enajenada, parecía a punto de desmayarse. Llegaron a la recepción y Gabriel pidió las llaves de las dos habitaciones. Acompañó a Helena a la suya y decidió que no podía dejarla sola en aquel estado. Se la veía incapaz de sostener la mirada -los ojos perdidos, húmedos, atónitos, incrédulos, dilatados, en suspenso- y respiraba de modo desigual y desacompasado, agitada y confusa como un animalito atrapado. Helena se tiró en la cama y se tumbó boca abajo. El decidió que dormiría a su lado. No estaba pensando en tocarla, pero tenía miedo de que si la dejaba sola ella pudiera cometer alguna locura. Arrojarse por la terraza, quizá. El piso era alto.
Lo recordaba todo como en un sueño. El helicóptero, los jeeps, las luces, los hombres con uniforme, las dos mujeres y su extraña pasividad, cómo se dejaron subir al coche como si la cosa no fuera con ellas, con elegancia incluso. Las declaraciones en la comisaría. El intérprete. Las lágrimas de Helena. Preguntas y preguntas.
Helena empezó a llorar, abrazada a la almohada, con unos sollozos que le partían el pecho. Gabriel la abrazó. Parecía muy pequeña entre sus brazos, muy frágil. Y fue ella la que le buscó la boca. Después se enredaron manos, dedos, piernas, brazos, lenguas, todo con una urgencia salvaje. Las yemas de los dedos de Helena acariciaban su cuerpo como si estuvieran definiéndolo, trazando sus límites con el mundo exterior. Gabriel reprimía un sufrimiento muy intenso en el que no se hundía, sino que, por el contrario, soportaba con todas las fuerzas que le quedaban, al borde de la experiencia culminante que sería la felicidad. Increíble que en aquel grado extremo de desolación y ansiedad, a punto de tocar fondo y de trasponer límites, el cuerpo pudiera aún responder y desear. Y, cuando acariciaba los rizos sedosos y castaños de Helena y se abría paso con el dedo índice en el sexo húmedo y tibio que se separaba y le llamaba, comprendía perfectamente por qué Helena le deseaba precisamente entonces y no antes, por qué le estaba usando, en busca de un asidero que le permitiera sobrevivir hasta la mañana siguiente, en busca, quién sabe, de liberación o de restitución, y por qué él se dejaba usar: porque existe un grado extremo del sufrimiento en el que pierden sentido todas las nociones lógicas, y en el que lo único que importa es cómo va uno a superar el altísimo muro erizado de cristales en que la noche puede convertirse, gracias a qué extraña y poderosa alquimia seguirá palpitando el pulso de la sangre, cómo se contraerán y se expandirán los pulmones para inhalar y exhalar aire, y si esa magia se concreta en un cuerpo cercano todo vale, y Gabriel sentía que toda aquella situación le sobrepasaba y le desbordaba, y sabía que la certeza de la desaparición de Cordelia había abierto diques y derribado murallas, y que ambos, Helena y Gabriel, eran como dos náufragos que se aferraban desesperadamente el uno al otro.
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