Lucía Etxebarria - El contenido del silencio

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Gabriel, un joven ejecutivo cuya vida desahogada y apacible transcurre en Londres, lleva diez años sin saber nada de su hermana, hasta el día en que recibe una llamada que le informa de que muy probablemente ésta haya fallecido en un suicidio colectivo llevado a cabo en Tenerife. Su inmediato viaje a las islas para testificar como único pariente vivo de la desaparecida tendrá un efecto devastador y a la vez catártico, que le hará replantearse todo su pasado y su futuro en un itinerario no sólo físico sino también, y sobre todo, interior.
Helena, la amiga íntima de Cordelia, será su guía durante la inmersión en la vida de su hermana. Un inmersión común que precipitará a ambos a confrontar sus miedos, vacíos y huidas.

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También el viaje había tenido que ver en ese cambio aparentemente repentino. Los viajes, los cambios de escenario, siempre le afectan a uno, y quizá a Gabriel más que a los demás. Siempre que abandonaba Londres volvía siendo otro Gabriel, un hombre regido por otros horarios y otros protocolos, bañado por una luz más limpia y más tranquila. Cuando se desclavaba del aire extranjero que hubiera habitado para volver a casa, para enraizarse y sembrarse otra vez, dejando atrás un sueño en que la memoria feliz combaba los recuerdos, cuando regresaba a su apartamento de Londres con los ojos hondos de otros paisajes, recorriendo cada habitación y descubriendo cómo las paredes y los zócalos recobraban perfiles y color al subir las persianas, aún se encontraba lejos, aunque va estuviera en casa, porque a sus pupilas las dividían paisajes idénticos y opuestos por el vértice, y Gabriel se veía obligado a revisarse desde el antes, descubrir el motivo, la causa, el impulso, la razón y el hacia adonde, y el desde dónde, y el porqué, y el porqué del porqué para verse de nuevo y entenderse.

El Gabriel retornado desde las islas sería él mismo y la imagen de sí mismo que le llegaría a través de un tiempo al cabo del cual hubiera quedado sólo una memoria, desde otros ojos negros a los que esperaba haberse hecho presente y en los que esperaba dejar otra visión deshabitada. Los fragmentos de sí, distantes uno de otro, dispersos y recónditos, debían reintegrarse. Quería pensar en que en algún momento llegaría a Londres -porque tenía que volver a Londres- con la continuidad del darse cuenta, que cuando encontrara algún final para la historia de Cordelia la reelaboraría en casa, ubicándose, reordenándose y rescatándose en su propia historia de vida, y que allí, y sólo allí, decidiría si merecía la pena organizar el escándalo que iba a suponer la ruptura de su compromiso y la anulación de su boda.

Cuando regresara nuevamente hacia sí mismo, después de ese viaje de luces y sombras, reencontrada Cordelia o perdida para siempre -porque en muchos momentos de desánimo no albergaba mayor esperanza de hallarla viva-, el silencio de tantos años y la voz de Gabriel por fin encajarían, golpearían puertas tanto tiempo selladas hasta derribarlas, y edificarían sobre la destrucción de la infancia que supuso la separación de Cordelia a favor de su ausencia que se había hecho presencia, dolorosa presencia, en Canarias.

Al contrario de lo que Gabriel había imaginado, el hombre que estaba esperándolos a la mañana siguiente en la recepción del hotel era rubio y de ojos claros, de un color entre verde y castaño, alto y fuerte. Podría haber pasado por alemán si no fuera por el tono de la piel, de un color chocolate que no tenía nada de nórdico. Le apretó la mano al presentarse con tanta fuerza que le hizo daño, y a Helena la saludó con dos besos, uno en cada mejilla. Gabriel sabía bien que ése era un saludo común entre los españoles, pero aun así no pudo evitar sentirse molesto. El hombre se sentó en uno de los sillones apoyando una pierna sobre la otra en un gesto que pretendía ser viril y campechano, como si su dotación de macho alfa le pesara tanto entre las piernas que no supiera bien cómo acomodarla. Su porte, sin embargo, expresaba una especie de desdén aristocrático, una corteza de petulancia que contrastaba con la simplicidad y la efusión de sus modales. Gabriel sintió una corriente de antipatía que le estremeció todo el cuerpo pero procuró reprimirla. Aquel tipo se expresaba en un inglés correctísimo, tan bueno como el de Helena, casi sin traza de acento, lo que le hizo pensar que quizá podría haber estudiado en el Reino Unido.

– Así que quieren ustedes visitar la casa Winter.

– No la casa exactamente, sino más bien los alrededores. Creo que mi madre está viviendo por allí.

– ¿Por allí? ¿En Cofete?

– No sé si en Cofete, pero en una casa que está cerca de la casa Winter, como usted la llama. -Le contó toda la historia que había ensayado y le pasó las fotos.

– Sí, efectivamente, ésta es la casa Winter, y ésta es la playa que hay frente a ella. Esta foto que ve usted aquí, ésta, ha retratado, aunque usted no lo vea, un cementerio.

– ¿Esa playa es un cementerio?

– Pues sí. Aquí es donde enterraban antiguamente a los habitantes de la península, sin más lápida que una piedra y una tosca cruz de madera. Cuando alguien fallecía en Cofete, lo enterraban sin cura, en la playa, con uno de los familiares rezando un responso. Por aquella época entrar y salir de Cofete suponía bastante complicación, pues había que atravesar la cadena montañosa que rodea la península de Jandía. Y el camino es difícil. Así que eran los propios familiares y vecinos los que velaban el cadáver, lo trasladaban al camposanto y lo enterraban pronunciando algunas oraciones. El que más sabía se echaba adelante y recitaba la letanía. Y los de atrás, a darle la réplica. Luego, sobre la tumba, colocaban piedras y una cruz de madera con el nombre del finado y ya está, eso era todo.

– ¿Y el cura? ¿No había cura? -preguntó Helena.

– No había cura. Cofete, ya lo verán, es muy pequeño, y estaba muy aislado.

– ¿Los habitantes de allí no se relacionaban con el resto de la isla?

– Apenas. Se trataba de una comunidad agrícola, autoabastecida. Pero de vez en cuando alguien tenía que ir a Pájara, la población más cercana, en burro, por asuntos de importancia. Ya verán, cuando vayamos, que es fácil despeñarse por ese camino, incluso ahora que han hecho una pista que asi parece una carretera, más practicable. Imaginen el riesgo cuando se trataba de poco más que de un camino de cabras. Pues bien, el que tenía que viajar llevaba el nombre de los que habían muerto en Cofete, y así se consignaba en el registro. Pero como poca gente cae en la cuenta de que este trozo de playa es, en realidad, un cementerio, se ha dado el caso de que los excursionistas han acampado allí. La mayoría de las piedras desaparecieron hace tiempo, cuando la gente se las llevaba para construir sus casas… -Siguió examinando las fotos hasta que se detuvo en una-. Y esta torre retratada aquí es la de la casa Winter, tomada desde el sureste, si no me equivoco. ¿Dice usted que su madre vive en Cofete?

– La verdad es que no lo sé. La última vez que hablé con ella me dijo que vivía aquí, en Fuerteventura, y en la última carta me envió estas fotos. Mi madre no tiene teléfono móvil ni acceso a correo electrónico, y las cartas se las envío a un apartado de correos. Lo cierto es que no sé dónde vive.

– Mire, señor…, ¿cómo se apellida usted?

– Sinnott. Gabriel Sinnott.

– Gabriel, ¿puedo llamarte Gabriel?

– Por supuesto.

– Mira, Gabriel, la casa Winter está completamente aislada, en una zona despoblada. A unos dos o tres kilómetros se encuentra el pueblo de Cofete, pero casi nadie vive allí permanentemente, son más bien casas de vacaciones, antiguas casas de majoreros rehabilitadas, la mayoría concebidas como escapada de fin de semana. En esa zona no se puede edificar, pues se trata de un parque natural, sólo se pueden acondicionar las estructuras ya existentes. Puede que a tu madre le hayan alquilado una casa, sé de alemanes que han estado viviendo allí. Pero estas fotos no parecen haber sido tomadas desde Cofete. ¿Ves ésta? Aquí está tu madre…, porque es tu madre, ¿no?, en la tumbona, y se ve la torre de la villa muy nítida. Desde Cofete no podrías fotografiar la casa. Y esta foto, la de la ventana, ¿ves?, el mar se aprecia muy cercano, y me parece que si tomaras una foto desde una de las casas de Cofete no aparecería así… Me extraña muchísimo porque parece que hubiera una casa casi adyacente a la Winter, y te puedo asegurar, os puedo asegurar, que no la hay.

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