Lucía Etxebarria - El contenido del silencio

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Gabriel, un joven ejecutivo cuya vida desahogada y apacible transcurre en Londres, lleva diez años sin saber nada de su hermana, hasta el día en que recibe una llamada que le informa de que muy probablemente ésta haya fallecido en un suicidio colectivo llevado a cabo en Tenerife. Su inmediato viaje a las islas para testificar como único pariente vivo de la desaparecida tendrá un efecto devastador y a la vez catártico, que le hará replantearse todo su pasado y su futuro en un itinerario no sólo físico sino también, y sobre todo, interior.
Helena, la amiga íntima de Cordelia, será su guía durante la inmersión en la vida de su hermana. Un inmersión común que precipitará a ambos a confrontar sus miedos, vacíos y huidas.

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Desde Canarias, sin embargo, la situación se veía de otra manera. De una forma mucho más simple, clara, precisa y tajante: él no era feliz con Patricia, se sentía atraído por otra mujer y, por tanto, no tenía sentido que se embarcara en un matrimonio que estaba irremediablemente abocado al fracaso. No hacían falta más explicaciones ni sobreanálisis.

No habían reseñado hotel siquiera. Helena sugirió que buscaran información en el iPhone. En Puerto del Rosario, la capital de la isla, debía de haber una oficina de turismo o algo similar. Aparecían varias. Tres de ellas en Puerto del Rosario. Otra en Corralejo y otra en Caseta de Fuste. Y la oficina de información del Patronato de Turismo, que estaba en el mismo aeropuerto.

– Por lo que recuerdo -dijo Helena-, Fuerteventura es más pequeña que Tenerife, y está mucho menos poblada. Creo que Tenerife tiene doscientos veinticinco mil habitantes, y Fuerteventura no llega a los ochenta mil. Yo estuve en esta isla hace años, con mi novio, antes de conocer a Cordelia. Recuerdo que vinimos a pasar el fin de semana a las playas del norte de la isla y alquilamos un coche porque aquí no se podía depender del transporte público, aunque hay guaguas, o las había. Cuando avanzabas con el coche apenas veías casas. Y las que veías eran todas parecidas entre sí, encaladas, blancas, de una planta casi siempre. Nada parecido a la villa de las fotos. Si Manuel pudo localizar la casa de Heidi con tanta exactitud, es seguro que cualquier guía que conozca bien la isla sabrá emplazar esa torre que aparece en las fotos. Una villa tan singular, sola en medio de un paisaje agreste, no es una cosa que se vea todos los días. Esa especie de castillo tiene toda la pinta de ser antiguo, quizá sea un edificio protegido o algo así.

Gabriel sacó de la mochila las fotos que había impreso.

– Si te fijas en ésta, aquí, ¿ves?, Heidi está en una tumbona y, al fondo, ¿lo ves?, está la torre. Eso quiere decir, creo, que la casa de Heidi está cerca de la casa grande. Me interesa que veas esta foto, mira. -La imagen mostraba una ventana desde la que se veía el mar-. Esta parece ser la habitación. Pero sólo muestra la ventana, no parece que haya muebles. Quizá la tomó desde la cama. Es decir, sabemos que la casa tiene una ventana que da al mar y que se encuentra bastante cerca de la casa de la torre. Una vez localicemos la casa de la torre, no debería ser difícil localizar la de Heidi.

– Pero ¿a qué crees que vendrá esa obsesión por retratar la casa de la torre? Es como si fuera muy importante para ellas.

– Si te fijas, también ha fotografiado la playa, muchas veces.

– La playa está desierta, mira, ni un chiringuito, ni una sombrilla, nada. Y es raro, tratándose de una playa de arena tan blanca y con un mar tan tranquilo como el que se ve aquí, que no esté urbanizada.

La oficina de turismo del aeropuerto era poco más que un expositor con una chica que lo atendía. Gabriel y Helena esperaron pacientemente a que un grupo de jóvenes muy bronceados, recién desembarcados del mismo avión que los había llevado a ellos a la isla, preguntaran por los albergues y pensiones en El Cotillo. A Gabriel le pareció que hablaban un español muy curioso, hasta que se dio cuenta de que en realidad se expresaban en una extraña mezcla de italiano y español. La chica que les informaba, una mujer pequeñita con el tipo de belleza exótica que Gabriel empezaba ya a asociar a la mujer canaria -cabello negro y rizado, ojos muy oscuros, pómulos altos y labios carnosos- los escuchaba pacientemente. Cuando todos se hubieron marchado, Helena y él se dirigieron a ella. Helena habló en español y Gabriel no entendió bien lo que decía, aún no se había acostumbrado del todo al sonido de la lengua de su madre. Desde que estaba en Canarias pensaba a menudo, como estaba pensando ahora, en lo triste que era que no pudiera entender bien el idioma de su infancia, el idioma en el que ella le había hablado tantas veces. Pero su tía no hablaba español, y no había habido en Aberdeen mucha oportunidad de practicarlo. Cordelia, sin embargo, se había empeñado siempre en leer libros en español e incluso había contado una temporada con la ayuda de un profesor particular, ayuda que consiguió después de mucho suplicar a la tía. Ella siempre estuvo más interesada en mantener sus recuerdos, sus memorias, su identidad, sus raíces, pero él actuaba de una manera completamente diferente: si algo le dolía, prefería enterrarlo en el olvido. No quería pensar mucho en sus padres, no le llevaba a nada. Sumido en estas reflexiones, iba viendo cómo la chica de la mal llamada oficina examinaba las fotos y sonreía. Después dijo algo que Helena tradujo.

– Te lo he dicho: es una casa conocida. Por supuesto, ella sabe perfectamente dónde está.

Gabriel se dirigió a la chica en español:

– ¿Puede darnos un plano o algo para que podamos llegar?

– No es tan fácil -le explicó ella modulando con mucho cuidado las palabras y la entonación, según reparó Gabriel, de forma que su discurso se hizo mucho más inteligible que cuando hablaba con Helena-. Hasta allí sólo se puede llegar en todoterreno. La casa está en la península de Jandía, en la playa de Cofete, que no resulta de muy fácil acceso. La pista, porque no es una carretera, que lleva hasta allí estaba sin asfaltar hasta hace poco, ahora han asfaltado un tramo pero sigue siendo muy peligrosa. No recomendaría a alguien conducir por allí si no conociera muy bien el lugar. Lo sensato es ir en todoterreno porque la pista está llena de curvas y bordea unos acantilados muy altos. Alguien que no conozca bien la zona se arriesga a un accidente si conduce por allí. Sé que hay tour operators alemanes que organizan visitas guiadas a Cofete, pero ahora mismo no sabría ponerlos en contacto con ninguno. La casa no tiene ningún valor arquitectónico ni histórico, y está casi en ruinas, pero, ya se sabe, con toda la leyenda, siempre hay alguien interesado en visitarla, por el morbo…

– ¿La casa tiene una leyenda?

– ¿No la conocen?

– No, sólo tenemos las fotos. La señora que aparece en ellas es mi madre. Ella solía venir a Fuerteventura a menudo y estas fotos estaban en su cajón. Nos pareció bonita la playa y el paisaje y quisimos venir a verlo. Mi mujer y yo estamos en viaje de novios, recorriendo las islas… -El propio Gabriel estaba sorprendido de su capacidad de inventiva y su imaginación.

– Ya… O sea, que no saben nada. Pues la casa, según se dice, sirvió de refugio y de base de operaciones a militares nazis durante la segunda guerra mundial, y quizá también después. Esa es la leyenda de la casa, al menos. Se habla de pasadizos subterráneos que conectan la casa con el mar y que servirían para permitir que repostaran en la isla los submarinos alemanes pero yo, si le digo la verdad, no podría decirle cuánto hay de leyenda y cuánto de realidad en esa historia. Si les interesa mucho visitar la casa, puedo buscarles el teléfono de algunos tour operators que organizan visitas, pero el caso es que creo que trabajan sólo con alemanes, no estoy muy segura…

– Y ¿no conocerá usted a alguien que pueda hacer de guía?

– Sí, claro… -la chica sonrió-. En la isla hay muchos que le podrían ayudar, ahora que estamos en temporada baja y que encima hay crisis… Pero, como le digo, hace falta que sea alguien que conozca la zona. Mire, tengo una conocida, Chayo, que trabaja en el Archivo Histórico del Cabildo Insular. Su sobrino hace de guía a veces, y vive en Morro Jable, cerca de la playa de Cofete. Por lo que sé, estudió historia o algo así, y me suena a mí que algo escribió precisamente sobre el despoblamiento de Cofete… ¿O fue la tía la que lo escribió? En fin, no me acuerdo, pero no creo que el sobrino ahora, en invierno, tenga mucho trabajo. Quizá pueda llevarlos hasta allí. Si no, siempre pueden alquilar un Land Rover, pero ya les digo que no se lo aconsejo. Mejor que no conduzcan ustedes si no conocen el terreno. -La chica consultó su reloj-. A estas horas, Chayo estará en la oficina. Si quieren, la llamo.

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