Gabriel y Helena intercambiaron una mirada rápida y no necesitaron de palabras para entenderse.
– Sí, por favor, llámela -dijo Gabriel.
La chica cogió el teléfono y mantuvo una conversación en español en el transcurso de la cual garrapateó unos números en un papel. Cuando colgó, se lo pasó a Gabriel.
– Este es el número de Virgilio, el sobrino de Chayo. Si necesitan un hotel, puedo proporcionarles también unos folletos. Lo mejor sería, si quieren visitar la playa de Cofete, que se alojaran en Morro Jable. Allí están los mejores hoteles de la isla.
– ¿Y eso dónde está?
– Hacia el sur. Puede llevarlos un taxi.
Fue Helena, por supuesto, la que llamó al tal Virgilio.
– No puede quedar con nosotros hoy, pero se ofrece a llevarnos a Cofete mañana. El tiene su propio vehículo. Ahora tenemos que pensar qué historia podemos contarle para justificar que estamos buscando la casa desde la que se hicieron estas fotos.
– La que he contado, ¿no? He encontrado las fotos en el cajón de mi madre fallecida.
– Demasiado melodramático y poco verosímil. Además, no recuerdo que hayas dicho que tu madre hubiera fallecido.
– Lo he dado a entender.
– Bueno, pues yo no lo he entendido así. Mejor decir…, déjame pensar…, que hace tiempo que no tienes contacto con tu madre después de una pelea familiar, que sabes que está en Fuerteventura y que hace tiempo te envió estas fotos. Y que has venido a buscarla porque no tienes su número de móvil ni ella tampoco tiene correo electrónico.
– Vale, me llamó hace unas semanas y dijo que iba a quedarse aquí una temporada. Y se me ha ocurrido venir a buscarla.
– Suena bastante falso, pero plausible.
– No se me ocurre cosa mejor.
– Pero, si ve las fotos, ¿no reconocerá a Heidi? Su cara ha aparecido en todos los diarios y en la televisión.
– La foto de los diarios era en blanco y negro, y estaba tomada hace tiempo. No es tan fácil asociar ese rostro al de estas fotos si no estás advertido de antemano. No creo que sume dos y dos, pero correremos ese riesgo.
Entre los hoteles que se anunciaban en los diferentes folletos que la chica de la oficina de turismo les había proporcionado, Gabriel escogió uno de los más caros. Podía permitírselo, por supuesto, pero en realidad lo que le había impulsado a tomar la decisión era una foto que se veía en el folleto en la que aparecía la terraza de la habitación, más grande que el salón de su apartamento de Londres, y en la que una pareja compartía un desayuno con el mar de fondo. No pudo evitar la imagen que le asaltó de él mismo y Helena ocupando el lugar de esa pareja. Sabía que la escena era irrealizable en la realidad por muchas y variadas razones: su compromiso, la inminencia de su boda, la desaparición de Cordelia que les tenían tan preocupados y, por tanto, no especialmente predispuestos para una aventura romántica y, sobre todo, el hecho innegable de que en ningún momento Helena había hecho la más mínima señal o signo de interés hacia Gabriel. Por todo esto, insistió en reservar dos habitaciones pese a las protestas de Helena, que habría elegido un hotel menos lujoso. Un taxi los llevó hasta allí.
– ¿Me dejarías invitarte a cenar? No puedo estar en un sitio tan idílico con una mujer tan guapa y dejar pasar la oportunidad de cenar en un sitio bonito cerca de la playa.
– Ya me estás pagando el hotel, y además, la verdad es que estoy muy cansada y además no llevo en la mochila nada que ponerme para una cena formal.
– Pues hagámosla informal… Ahora, en serio, estoy muy tenso con toda esta historia de mi hermana y me parece que si ine quedo en una habitación de hotel, dándole vueltas a la cabeza, va a ser imposible que duerma. Creo que nos vendría bien a los dos intentar pasar un rato agradable, si esta noche poco más vamos a hacer…
Estaban solos, ele pie, una junto al otro, sin rozarse siquiera, separados por la distancia de un cabello, tenue como el aire, tan tenue que habría bastado un movimiento levísimo para hacerla desaparecer. Pero ninguno de los dos se movió.
Con la sensación de que había creado un lazo inasequible al disimulo y la desconfianza que había regido desde la juventud sus relaciones personales, Gabriel se sintió invadido por una sensación de paz e intimidad que había logrado que su alma retraída se expandiera como si se estuviera sumergiendo en un baño profundo y cálido. Todos los elementos habían acudido en su ayuda como un ejército que se alza por una causa justa. Latía bajo esa calma una cualidad tan pura, tan sobrenatural, que ningún sufrimiento mundano que hubiese que pagar por conseguirla parecía, en ese momento, un precio demasiado alto. Como el viajero que ha sorteado el abismo, podía asomarse a él y medir la profundidad en la que no había caído. Estaba enamorado, pero aún no estaba perdido. La impresión que le produjo encontrarse por un segundo al borde de aquel descalabro hizo que volviera, dando tumbos y semiaturdido, al terreno de la realidad: debía llamar a Patricia. Tomar una decisión, aunque fuera anunciar que rompía su compromiso, pero no seguir manteniendo una farsa.
– Voy a llamar a un taxi.
El restaurante se lo había recomendado el recepcionista del hotel y era un sitio pequeño, de arquitectura colonial, bonito y no tan caro como podría haberse esperado. Para acabar de componer el cuadro romántico, les dieron una mesa con vistas al mar con una velita en el centro. Sólo habría faltado un violinista paseándose entre las mesas para que la escena hubiera parecido sacada de una película de los años cuarenta, excepto porque la heroína no llevaba una melena ondulada y cuadrada ni un vestido de Schiaparelli, ni el galán un esmoquin. Ambos llevaban vaqueros y unas camisetas blancas muy parecidas. Gabriel le dejó a ella escoger la cena. Al fin y al cabo, la comida era típicamente canaria y él no tenía ni remota idea de las especialidades culinarias de las islas. Un camarero muy amable anotó los platos y les abrió una botella de vino blanco que Helena había escogido.
– Malvasia, es el vino típico de las islas. Te va a encantar.
– Está buenísimo -confirmó Gabriel tras probarlo-. Tienes mucho gusto para los vinos.
– No es una cuestión de paladar, en realidad. Olvidas que he trabajado como camarera durante años. Así es fácil saber elegir vinos. De hecho, es agradable cambiar de posición por una vez. Que sea a mí a quien le sirvan.
– Lo curioso es que no tienes aspecto de camarera.
– ¿Ah, no? ¿Las camareras tienen que tener algún aspecto en particular? ¿Deben ser rubias y voluptuosas? -Helena sonreía, y Gabriel se preguntó si estaría coqueteando.
– No, no me refiero a eso. Me refiero a que a ti… te veo demasiado inteligente como para que seas camarera o dependienta toda la vida.
– Supongo que has intentado que fuese un halago, pero ha sonado terriblemente clasista.
– ¿Ves como eres demasiado inteligente? En fin, lo que no acabo de entender es cómo una chica como tú no ha intentado estudiar otra cosa. Y no pretendo ser clasista, no sé si me entiendes.
– Bueno, en realidad trabajé de camarera a partir de una serie fie casualidades que se fueron enlazando. Llegué a Tenerife para pasar un verano, y llevo aquí viviendo diez años, ya ves. Y sí, también he pensado en estudiar a veces, o en montar un negocio, pero la vida te va llevando donde quiere…
– ¿No eres canaria?
– No, claro que no. Claro que tú no lo has notado… Pero si hablaras más español lo notarías en seguida. Mi acento, mi manera de hablar, no son canarios. En realidad nací en Madrid, y me crié en Alicante.
– Y ¿cómo acabaste aquí?
– Ya sabes, una larga historia.
– ¿De las que se pueden contar?
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