Lucía Etxebarria - El contenido del silencio

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Gabriel, un joven ejecutivo cuya vida desahogada y apacible transcurre en Londres, lleva diez años sin saber nada de su hermana, hasta el día en que recibe una llamada que le informa de que muy probablemente ésta haya fallecido en un suicidio colectivo llevado a cabo en Tenerife. Su inmediato viaje a las islas para testificar como único pariente vivo de la desaparecida tendrá un efecto devastador y a la vez catártico, que le hará replantearse todo su pasado y su futuro en un itinerario no sólo físico sino también, y sobre todo, interior.
Helena, la amiga íntima de Cordelia, será su guía durante la inmersión en la vida de su hermana. Un inmersión común que precipitará a ambos a confrontar sus miedos, vacíos y huidas.

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Continuaron, pues, con su relación y, al poco tiempo, Patricia ya se había instalado en el apartamento de Gabriel. Sus libros, sus discos y la mayor parte de su ropa seguían, sin embargo, en el de Shaun, y allí permanecerían durante casi dos años, hasta que él le anunció a Patricia que se mudaba de piso y que en la mudanza no quería cargar con las cosas de ella. En los comienzos de su relación, Gabriel tenía la impresión de que estaba obligado a compartir su afecto con Liz (la madre de Patricia) y con Shaun. Ambos llamaban a Patricia a menudo, y ella siempre les dedicaba tiempo, incluso en los momentos más inoportunos, en mitad de una cena à deux en un restaurante caro en el que Gabriel había tenido que hacer una reserva con tres semanas de antelación, por ejemplo. No era raro que Patricia saliera del cine en medio de una película para responder al teléfono cuando llamaba su madre, o que saltase de la cama, a las doce de la noche, al comprobar que en la pantalla de su móvil parpadeaba el nombre de Shaun. «Es que está muy deprimido -le explicaba al día siguiente a Gabriel-, y cuando llama en ese estado a veces tengo miedo de que haga una locura.» «¿Qué locura?» «Pues no sé, beber de más, o tomarse una sobredosis de pastillas.» Gabriel sabía que Patricia no decía lo de las pastillas en broma. En el pasado, en una de las múltiples rupturas que antecedieron a la separación definitiva entre ella y Shaun, él había acabado en urgencias por una sobredosis de tranquilizantes, que nunca se supo si había sido intencionada o accidental. Lo que no acababa de entender Gabriel era por qué, si había sido Shaun el que, según reconocía la propia Patricia, había tomado la decisión de romper aquella relación, seguía llamando a su ex novia a diario, tomándola por su confidente y depositaria de secretos, por no decir por su madre. Pero cada vez que Gabriel le decía a Patricia que las llamadas de Shaun le molestaban, Patricia respondía, con aquella voz dulce y reposada y la misma contención que casi nunca perdía, que sería cruel y egoísta desatender a Shaun en un momento en el que lo estaba pasando tan mal. Shaun estaba acudiendo a terapia y se medicaba, y había que tener en cuenta que estaba enfermo. «Y, ¿no tiene a nadie más a quien llamar?», preguntaba Gabriel. Y entonces Patricia le explicaba que la historia que habían vivido había sido tan intensa, tan fusional, que poco a poco cada uno había ido encerrándose en aquel círculo estrecho y autoabastecido de su pareja, y habían ido dejando de quedar con amigos, con la diferencia de que Patricia contaba con el apoyo de su madre y además trabajaba en una oficina, lo que de alguna manera había salvado cierta red de relaciones sociales, mientras que el pobre Shaun, que se había dedicado a la investigación y que siempre había tenido un carácter menos sociable que el de ella, apenas contaba con otro apoyo que el suyo. Precisamente una de las razones de su ruptura había sido la insistencia de Patricia en quedar de vez en cuando con sus compañeros de trabajo para tomar una cerveza en el pub, y su negativa a renunciar a esas salidas.

Por supuesto, Gabriel era incapaz de plantearle a Patricia un ultimátum. En primer lugar, la propia imagen que de sí mismo se había construido no le permitía exponer una exigencia como sería la de pedirle a Patricia que se abstuviera de hablar con Shaun mientras él estaba delante, por una cuestión de respeto. Una petición similar le haría quedar como un hombre celoso, o como un egoísta incapaz de compadecerse ante el sufrimiento ajeno. Y el Gabriel construido se negaba a aceptar al Gabriel primordial. En segundo lugar, temía en el fondo que, si obligaba a Patricia a elegir entre él o Shaun, ella se decantara por el ex novio, que debía de seguir obsesionado con ella si tanto la llamaba, por mucho que Patricia insistiera en reiterar que eran sólo amigos y que el interés sexual del uno por el otro había decaído hacía tiempo, ya cuando vivían juntos. A veces Gabriel llegaba a preguntarse si de alguna manera perversa no se sentiría atraído por Patricia precisamente porque el fantasma de Shaun parecía sobrevolar su relación, si no sería la competencia la que lo excitaría, si no era demasiada casualidad que se hubiera enamorado primero de una mujer casada y después de una mujer que evidentemente no había sabido romper el vínculo que la ligaba a su primer novio, el único amante que había conocido hasta que se enamoró de Gabriel. Pasados seis meses, sin embargo, Shaun dejó de llamar por recomendación, al parecer, de su terapeuta, que le había dicho que su dependencia de Patricia era enfermiza y que debía aprender a superarla, o eso le había contado ella a Gabriel cuando le refirió la que -por decisión del ex novio o del psicólogo que lo trataba- fue la última conversación telefónica entre Shaun y ella.

Al cabo de un año, sin embargo, cuando parecía que la alargada sombra de Shaun se había ido desvaneciendo -si bien la de Liz aún oscurecía la conciencia de Gabriel-, una tarde, cuando Gabriel se disponía a abrir la puerta principal del edificio en el que estaba su apartamento, sintió que alguien lo observaba, y al darse la vuelta reparó en un hombre alto, rubio, que le miraba fijamente. Habían pasado más de quince años pero no cabía duda: se trataba de Shaun.

Gabriel no supo cómo reaccionar y precipitadamente introdujo la llave en la cerradura, abrió la puerta y se coló a toda prisa en el edificio como una rata asustada escapando de un gato.

Una semana después, se volvió a repetir la escena. Gabriel con la llave en la mano y Shaun plantado allí, en la acera de enfrente, como si llevara un rato esperándole. Aquella vez decidió escuchar lo que fuera que Shaun tuviera que decirle, pero mientras avanzaba hacia él de repente Shaun le dio la espalda y comenzó a alejarse a grandes zancadas. Gabriel dudó sobre si debería seguirle o no, pero casi inmediatamente desechó la opción. Apenas le conocía y no tendría sentido iniciar una aproximación. No entendía bien si pretendía intimidarle o si quería hablar con él y en el último momento se había arrepentido. De todas formas, por lo que le había contado Patricia acerca de la exagerada timidez de Shaun, su fobia social, sus depresiones, su terapia y su medicación, Gabriel no pensaba que tuvieran gran cosa en común ni mucho de lo que hablar. Tampoco, en el poco tiempo en el que habían convivido en Oxford, habían hecho muchas migas. De hecho, si lo pensaba, no entendía cómo Patricia se había enamorado de dos hombres tan diferentes entre sí. O no. Al fin y al cabo, tenían la misma estatura, ambos eran rubios, vestían con un estilo similar y habían recibido una educación parecida. En lo poco que recordaba de Shaun en Oxford, Gabriel tenía la impresión de que era considerado un chico atractivo. Muy atractivo, de hecho. Y era bastante educado pese a lo reservado de su carácter. Podía entender que Patricia se hubiera enamorado de él entonces. Pero el Shaun que se había plantado frente a él ya no era el chico guapo de antaño. Había adelgazado sensiblemente, se le marcaban los pómulos y las arrugas de forma que a distancia Gabriel había pensado que casi se le podía ver la calavera bajo el rostro. También aquella expresión de intenso sufrimiento o de demencia le disuadió de seguirle. Nunca le contó a Patricia lo que había pasado, y no podía explicarse bien a sí mismo por qué había decidido no hacerlo. Quizá se había asustado, quizá estaba ya harto del tema Shaun y no quería siquiera hablar de él.

Dos años después, cuando ya su compromiso de boda era firme, se planteó muy en serio contactar con Shaun, preguntarle qué era lo que estaba buscando cuando se presentó aquellas tardes: ¿recuperar a Patricia o advertir a Gabriel? Quería hablar con Shaun sobre Liz, quizá esperaba que le dijera algo así como «A mí tampoco me soportaba, era muy fría conmigo, y también Patricia insistía en que todo eran imaginaciones mías», o «¿Te dijo ella que me enfadaba porque quedaba con sus compañeros a la salida del trabajo? No, en realidad me enfadaba cuando descubrí que había entrado en mi cuenta de correo», o «Me sentía agobiado y controlado, harto de que me llamara seis veces al día y, por otra parte, también extrañamente necesitado y dependiente de su afecto, era como una droga», o «De alguna manera Patricia conseguía siempre invertir la carga de la prueba: si yo pensaba que Liz tenía celos, eso era porque yo era celoso; ella nunca era demasiado controladora, sino que yo era un egoísta». Si era verdad que había sido Shaun quien había dejado a Patricia, tenía que haber alguna razón, y quizá la razón era la misma por la que Gabriel pensaba a veces que debía dejarla. Y si Shaun le diera las mismas razones, Gabriel no se sentiría tan culpable por sentir lo que sentía. Ya no pensaría que era él el egoísta, el evasivo, el distante, sino que era ella la excesivamente dependiente, agobiante, controladora… Tantas palabras le venían a Gabriel a la cabeza… Sus pensamientos eran demasiado numerosos para no empujarse, contradecirse, estorbarse. Pero finalmente nunca llamó a Shaun. Pensó que esa idea no era sino una locura que se le había ocurrido en un momento de desesperación y que su sensación de claustrofobia era simple y llanamente el miedo al compromiso propio de quienes han sido dañados en una época muy temprana de sus vidas. El clásico dilema del erizo. Los erizos tienen púas en su lomo; si se acercan el uno al otro, las púas de cada uno dañarán al otro. Quizá Gabriel, como un erizo, se replegaba en sí mismo para no verse dañado, y de ahí sus dudas.

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