Lucía Etxebarria - El contenido del silencio

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Gabriel, un joven ejecutivo cuya vida desahogada y apacible transcurre en Londres, lleva diez años sin saber nada de su hermana, hasta el día en que recibe una llamada que le informa de que muy probablemente ésta haya fallecido en un suicidio colectivo llevado a cabo en Tenerife. Su inmediato viaje a las islas para testificar como único pariente vivo de la desaparecida tendrá un efecto devastador y a la vez catártico, que le hará replantearse todo su pasado y su futuro en un itinerario no sólo físico sino también, y sobre todo, interior.
Helena, la amiga íntima de Cordelia, será su guía durante la inmersión en la vida de su hermana. Un inmersión común que precipitará a ambos a confrontar sus miedos, vacíos y huidas.

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– Gustav Winter. -Helena respondió inmediatamente, confirmando así su interés en la historia o, triste sospecha que anidaba en Gabriel como una víbora, en su narrador.

– Bingo. El señor Winter, quien se convirtió en el propietario de facto de la península de 1937 a 1962. Resulta extrañísimo que un simple particular, en años tan turbulentos, invirtiera tanto dinero en un área geográfica casi olvidada y de tan difícil acceso. Por no decir que no se entiende que dispusiese en España de contactos al más alto nivel para montar un tinglado jurídico-económico como el que lió. Parece evidente que Winter contaba con el apoyo y la colaboración del gobierno alemán, ¿no?

»Así que, durante la segunda guerra mundial, el señor Gustav Winter, dueño de la península de Jandía, no hace nada por mejorar la agricultura local. Desde luego no inicia ninguna de las acciones supuestamente encaminadas a hacer de Jandía la fértil y próspera explotación agrícola que había prometido crear. La mayoría de los majoreros que vivían entonces en la zona ya han fallecido, pero relataban que el señor Winter dormía a menudo en la playa y que de noche se veían luces extrañas allí. Habéis de tener en cuenta que por entonces no había luz eléctrica, y que los majoreros vivían en Cofete, en la aldea, que no está tan cerca de la playa. La idea de construir a pie de playa es muy moderna. En poblaciones de mar, las viviendas se construyen lejos de la costa, al abrigo de posibles mareas o inundaciones, e intentando evitar que la sal que trae la brisa del mar erosione los muros de las casas. Así que, de noche, con el frío y la oscuridad, nadie paseaba por la playa. Cofete, ya lo veréis, no era sino una pequeña agrupación de casitas alejadas de los bancales y la playa. Cuando lleguemos allí comprobaréis que la playa de Barlovento está bastante desierta, pero en aquellos años lo estaba todavía más. Sin luz eléctrica, desde Cofete, de noche, era imposible entender claramente lo que sucedía allí, qué maniobras se estaban llevando a cabo. Pero las luces sí que se veían.

– De forma que ¿es posible que los ingleses tuvieran razón y que barcos y submarinos atracaran allí?

– La verdad, no lo sé. Creo que el oleaje y las corrientes de aquella playa no son los más adecuados para atracar, pero ésa es una opinión personal. No me atrevo a aventurar nada… La cuestión es que llega el año cuarenta y cinco. La guerra ha terminado, el Reich ha sido derrotado, sus máximos dirigentes han muerto, están prisioneros o han huido. Y a Gustav Winter se le presenta la oportunidad de su vida. Hasta entonces, según parece, si creemos en la leyenda, Winter no había sido sino un mero hombre de paja para el Reich. Las operaciones de compra se habían materializado a nombre de una persona física, Gustav Winter, pero probablemente se trataba de un simple testaferro. Sin embargo, en el cuarenta y cinco, dado que nadie iba a reclamar la propiedad ni a hablar de unas operaciones que se habían realizado en el más alto secreto, el ingeniero se convierte en el verdadero dueño y señor de la península de Jandía. Y es precisamente entonces, a partir de ese mismo año, acabada la guerra, cuando Winter realiza una serie de obras y acciones de lo más misteriosas.

– ¿Misteriosas como las luces que se veían en la playa? -preguntó Helena.

– Veo que vas captando el espíritu de la historia. -Virgilio le dedicó una sonrisa cómoda, la de un hombre seguro de gustar. Ella le correspondió con otra, luminosa y abierta, que se le clavó a Gabriel en lo más oscuro de su orgullo. El brillo en los ojos de Helena le creaba un dolor que conocía demasiado bien, que creía haber dado por muerto y olvidado pero que renacía allí, en Canarias, como si el sol hubiese hecho germinar una semilla mucho tiempo enterrada-. En primer lugar, querida -ah, cómo odiaba Gabriel aquella palabra- te cuento: el señor Winter aisló la península. Veréis, de costa a costa, colocada en el istmo que separa la península del resto de la isla, existe un antiquísimo muro de piedra seca, un auténtico tesoro antropológico que levantaron los primitivos pobladores de Fuerteventura, quizá para delimitar los dos antiguos reinos de la isla: Jandía y Maxorata. Se trata de una verdadera reliquia arqueológica. La Pared de Jandía, llaman aquí al muro. Pues bien, Winter construyó una alambrada paralela a La Pared de forma que nadie pudiera entrar o salir de la península sin que él lo supiese, pues en la puerta de la alambrada había centinelas día y noche. -Gabriel encontraba a Virgilio tan pedante, tan tronante y vanidoso, con su discurso cargado de datos y su acento pomposo y hueco como un tambor, que no entendía por qué Helena parecía tan fascinada, y si lo entendía, aún peor, porque podía imaginar que a Helena le embobara el continente y no el contenido.

– Pero eso no tenía mucho sentido,;no? Si has dicho que el acceso a Jandía era tan difícil que ni el cura se aventuraba a llegar para rezar el responso de los fallecidos… -La conversación fluía entre Virgilio y Helena. Gabriel permanecía al margen, herido pero también, a su pesar, curioso e intrigado. Virgilio tenía una extraña cualidad de Sherezade que le iba atrayendo despacio hacia su historia, como las sirenas que engañaban a los marinos con su canto, por mucho que aquellos intentaran resistirse.

– Por eso precisamente resulta tan llamativa la construcción de la alambrada. La excusa que dio la familia Winter para cerrar Jandía fue que pretendía dedicarse a la cría de la oveja caracul y que no deseaba que sus ovejas se mezclaran con las ovejas locales, ni tampoco que se las robaran. Es cierto que Winter compró un rebaño de ovejas caracul, pero no parece que lo explotara comercialmente ni sacara beneficio del mismo. Más bien la compra de las ovejas suena a excusa para justificar el cierre de la península. Pero, además, ¿no parece sospechoso que el gobierno nacional no le impidiera cerrar la dehesa? Entonces no era, como tampoco es ahora, tan fácil aislar un trozo de costa porque para ello debía asegurarse de que la península de Jandía no estuviese sujeta a servidumbre de paso.

– ¿Eso qué quiere decir?

– Que nadie puede cerrar el acceso a una costa a su voluntad. No puede haber playas privadas ni se puede cerrar el paso por la costa así como así. Pero Winter lo logró mediante un truco legal. Aseguró que la dehesa se había registrado anteriormente a la Ley de Aguas de 1866, y que por tanto no debía estar sujeta a servidumbre de paso. -Cómo le encanta a este hombre abrumarnos con su memoria de elefante y su recopilación enciclopédica de datos y fechas, pensó Gabriel, y entonces se preguntó qué haría ese hombre por las noches… ¿leer sin parar o seducir en los bares a mujeres como Helena, mujeres a las que enredaba en una red de palabras y conocimientos como una araña que se dispusiera a devorar una mariposa?, y entretanto Virgilio seguía con su historia, con sus datos y sus fechas-. El caso es que, en primer lugar, el hecho de que la propiedad de la dehesa de Jandía se registrara anteriormente a la Ley de Aguas no constituía razón para eximirla de obligaciones. En segundo lugar, y esto es mucho más importante, en realidad la dehesa se registró en 1875, nueve años después de publicada la ley. Lo que quiero que os quede claro es que el propio gobierno nacional facilitó a Winter el cierre y total aislamiento de la península. Y, una vez cerrada ésta, el alemán inició una serie de obras muy particulares en la dehesa.

»Primero comenzó las obras para la construcción de un muelle. Después levantó una clínica, un hospital tan completo y eficiente como el que pudiera haber en la capital. Y, más tarde, construyó una pista de aterrizaje en la zona meridional. La pista fue derruida, no podréis ver ni las ruinas, pero en cualquier caso era bastante impresionante: ochocientos metros de largo por setenta y cinco de ancho, un verdadero aeropuerto.

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