Lucía Etxebarria - El contenido del silencio

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Gabriel, un joven ejecutivo cuya vida desahogada y apacible transcurre en Londres, lleva diez años sin saber nada de su hermana, hasta el día en que recibe una llamada que le informa de que muy probablemente ésta haya fallecido en un suicidio colectivo llevado a cabo en Tenerife. Su inmediato viaje a las islas para testificar como único pariente vivo de la desaparecida tendrá un efecto devastador y a la vez catártico, que le hará replantearse todo su pasado y su futuro en un itinerario no sólo físico sino también, y sobre todo, interior.
Helena, la amiga íntima de Cordelia, será su guía durante la inmersión en la vida de su hermana. Un inmersión común que precipitará a ambos a confrontar sus miedos, vacíos y huidas.

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Cuando entraron en la casa no pudo contenerse y por fin le preguntó a Helena lo que llevaba toda la noche preguntándose a sí mismo.

– Rayco y tú… sois muy amigos, ¿no?

– Sí, mucho, nos conocíamos antes de que nos instaláramos en Punta Teno.

– Yeso de Rayco, ¿es un apodo?

– No, es su nombre. Un nombre guanche. Los guanches eran los pobladores originarios de la isla. Ya nadie habla su idioma, pero se han conservado los nombres y los topónimos. Aunque, ahora que lo dices, mira, nunca lo había pensado, sí que suena a nombre de policía, es gracioso. Verás, entre los muchos trabajos de camarera que tuve en el Puerto, hubo un verano en el que trabajé en un bar de ambiente que ya cerró. El dueño del bar, que, por cierto, adoraba a Cordelia hasta el punto de la veneración, tuvo algún tipo de asunto con Rayco, que por entonces era más o menos su novio oficial. Rayco y yo hablábamos mucho, pero nunca ine dijo a qué se dedicaba. Cuando volvimos aquí me lo encontré por la calle y le reconocí. Resulta que vive con su madre y en el pueblo no saben que es gay, me hizo mucha gracia.

– ¿Es gay?

– Pues claro, ¿no lo has notado?

– Y ¿en qué lo tenía que notar?

– En cómo te miraba, por ejemplo. En el coche no te quitaba los ojos de encima. Y cuando echamos aquellas risas era porque él había hecho un chiste sobre lo guapo que eras. Lo siento, entiendo que te parezca fuera de lugar, pero el sentido del humor isleño es así, muy franco, muy abierto…

Gabriel sintió que el corazón se le ensanchaba, como si de pronto una mano invisible hubiera levantado un peso que llevaba aplastándole el pecho desde el principio de la noche.

– Bueno, a veces no soy muy perspicaz para esas cosas…

– Sí, en eso te pareces a tu hermana. Ella tampoco se daba nunca cuenta de las pasiones que despertaba. -El hermoso rostro de Helena se contrajo en una expresión de sufrimiento. Sus ojos brillaban de tal manera que Gabriel pensó que iba a echarse a llorar, pero luego se repuso-. Es muy tarde, me voy a dormir. Mañana por la mañana debería pasarme por el herbolario. Han sido muy amables, me han dicho que me tomase el tiempo que quisiera, pero creo que debería ir a trabajar. Además, me vendrá bien. Si quietes, puedes ir a la piava por la mañana, y luego hablamos por la tarde. No sé si tiene sentido que te quedes mucho tiempo más, no sé si el cuerpo de Cordelia acabará por aparecer, no sé los trámites que hay que hacer en estos casos…

– Tienes razón, lo hablaremos mañana.

– Buenas noches.

Helena se acercó a él y le dio un beso en la mejilla leve como una caricia. Gabriel sintió que entre los dos se abría lodo un mundo de matices turbios e inexpresados, algo tan frágil como un cristal finísimo que los separara, una muralla invisible que un solo gesto, una sola palabra, podría derribar.

– Buenas noches.

Quiso decir algo más, pero las palabras se le helaron en los labios. Impotente y mudo, la contempló desaparecer por el pasillo.

La angustia flotaba en el aire, en el silencio. Gabriel, habitualmente frío y contenido, no podía evitar que una inquietud sorda y cerval le encogiera el estómago. El silencio hervía de movimientos, estaba lleno de sonidos extraños, el murmullo monótono del mar, lejanos ladridos de perros, grillos, el chirrido de alguna cigarra, algo que podría ser el insistente croar de un sapo, agitación de alas, de élitros, de patas de ratón arañando suavemente la madera, el quejido de unos postigos lejanos abriéndose y cerrándose de nuevo en la oscuridad, la noche desgranando una sucesión de notas chirriantes y quejumbrosas… Desde la habitación de Helena le llegaba un rumor débil y sordo, su respiración trabajosa, sus movimientos en la cama. El olor salino del mar y el de la tierra del jardín se mezclaban con otras fragancias de flores nocturnas, y esos aromas secretos, cálidos, parecían vivos, como si hablaran. Quizá se mezclaran también con la esencia de Helena, el perfume floral de su piel, y el almizcleño de su sexo, de su sudor. Helena tampoco dormía, estaba seguro. Pensó en avanzar hacia el pasillo y entrar en su cuarto. No esperaba que ella le dejara meterse en su cama, pero sí que le permitiera entrar. Conversarían, hablarían otra vez sobre Cordelia.

Un extraordinario tumulto de ideas se agitaba en su interior. Se trataba de una sensación casi física, como una resaca. Gabriel pensaba en Cordelia con una mezcla de pena y remordimientos. Luego en Helena. Apenas la conocía como para sentirse tan unido a ella, con una intensidad y una vehemencia tan extraordinarias, pero lo cierto es que Helena era el único hilo que aún podía mantenerle unido a su hermana. Ella había tocado ima cuerda secreta que anteriormente sólo había pulsado Cordelia, y que ahora sentía vibrante y palpitante en él. En la oscuridad, recreaba el pasado y desenterraba momentos que creía perdidos para siempre en los sótanos de la memoria, exhumaba tesoros largamente olvidados, recuperaba determinadas imágenes de Cordelia: sentada a una mesa, dibujando princesas y dragones; de Cordelia a los doce años, tímida, con trenzas; de Cordelia a los catorce, repentinamente guapa; del pelo rubio de Cordelia y de su minifalda roja y azul; revivía la entonación de su voz de segunda soprano, la menor inflexión de su acento escocés, el timbre de campanillas de su risa, los amplios gestos de sus manos lunares de dedos larguísimos y nudosos, su olor mareante a ámbar (ignoraba el nombre del perfume que ella usaba en la adolescencia, pero lo habría reconocido entre otros mil si una mujer lo hubiera usado cerca de él), momentos recuperados en lo que tenían de imperecedero, puesto que, desde que él tenía el poder de conjurarlos y revivirlos, no se habían perdido. El pasado no se podía borrar.

Fue una noche de sueños extraños, de alegorías informes, en los que se deslizaban fantasmas aún más terribles que la misma realidad de la desaparición de Cordelia y de los cadáveres en el agua. Unos dedos blancos trepaban por las cortinas y las hacían temblar. Bajo tenebrosas formas fantásticas, sombras mudas se agazapaban disimuladas en los rincones de la habitación. Velos y velos de fina gasa oscura se fueron levantando y, poco a poco, la luz entró en la habitación: la cama, el armario, la mesa, la silla recuperaron sus formas y sus colores mientras la aurora rehacía el mundo en su antiguo molde. Fuera de las sombras irreales de la noche, resurgía la vida real, Punta Teno, la casa de Helena, y a Gabriel le invadió un salvaje deseo de que los párpados se abrieran sobre un mundo nuevo que hubiera sido creado en las tinieblas, sobre una casa en la que Cordelia estaría despertando en la habitación contigua; un mundo en el que el pasado ocuparía poco o ningún lugar, un mundo en el que los dos hermanos no se habrían distanciado jamás, en el que ni Ada ni Patricia habrían existido nunca, en el que Helena dormiría con él cada noche. Cabriel volvió a dormirse evocando esa idea y, cuando de nuevo abrió los ojos, la habitación estaba bañada de luz amarilla. Comprobó la hora en la pantalla de su iPhone. Las diez y media.

En la cocina, una nota de Helena: «I'll be back at 14.30. We can go for lunch then. If you wanna call me, my number is…»

¿Lunch? ¿A las dos y media? Gabriel nunca se acostumbraría a aquellos horarios. Envió un mensaje a Patricia desde el iPhone. No le apetecía mucho hablar con ella, sabía que no haría sino preguntar cuándo iba a regresar, y él no se sentía en condiciones de responder. De hecho, una voz agudísima le decía, desde el fondo de algún desván perdido del subconsciente, que no quería volver a Inglaterra.

Helena había dejado una bandeja con zumo de naranja, tostadas, fruta y café, y un juego de llaves. Gabriel desayunó en silencio armándose de valor para la empresa que tenía pensado acometer, una expedición en la que iba a necesitar de todo su coraje pese a que el objetivo se hallara a pocos metros de distancia. Había pensado en inspeccionar el cuarto de Cordelia.

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