– Y ¿eso qué es?
– Un campo de energía. Por ejemplo, todas las abejas de una colmena están unidas por un campo morfogenético, por un patrón o estructura energética que hace que funcionen como un todo.
– ¿Esa teoría es científica?
– Bueno, la formuló un biólogo, pero… Gabriel, no seas escéptico, simplemente escúchame. Si me interrumpes todo el rato no llegaremos nunca al final de la historia.
»Pues bien, en ese campo mórfico, si creemos que existe, se alberga toda la información de nuestra historia familiar, la conozcamos o no. Por eso heredamos las cualidades de nuestros ancestros, pero también heredamos sus conflictos no resueltos. Esa viene a ser la teoría de las constelaciones familiares.
– Pero no tiene ningún sentido creer que porque mi madre fuera huérfana nosotros estábamos condenados a serlo también…
– Para ti no tiene sentido, pero para Cordelia sí. Ella estaba obsesionada con la idea de que, de alguna manera, vosotros habíais pagado las culpas no resueltas de la madre, y que si ella no averiguaba lo que había pasado, estaría condenada a repetir la misma historia, como en un bucle.
– Eso suena de lo más absurdo.
– Pero ella lo creía así.
– Absurdo, absurdo… Y tan propio de Cordelia…
– Tú opina lo que quieras. En cualquier caso, fuimos a Candelaria, al ayuntamiento. Creíamos que tendríamos que verificar algún registro de empadronamiento o algo así. La verdad, no sabíamos por dónde empezar. Pero todo fue pan comido. En cuanto entró tu hermana por la puerta, al funcionario que estaba en la ventanilla se le iluminaron los ojos. Cordelia iba muy guapa ese día. Llevaba un vestido de seda color aguamarina, a tono con sus ojos. Incluso se había maquillado. Cuando, con la amabilidad y la habilidad social que la caracterizaban, explicó su historia y lo que estaba buscando, el funcionario pareció entenderlo todo, y resultó, ahora te vas a quedar blanco…, que el hombre había conocido a tu madre. Piensa que Candelaria tiene ahora unos veinte mil habitantes, pero en los años sesenta apenas tenía seis mil. En un pueblo pequeño, y más entonces, cuando no había tantos medios de comunicación, y mucha menos movilidad que ahora, todo el mundo se conoce. Y…, bueno, hay algo más que no sabías: tu madre tenía hermanos. Dos.
– ¿Mi madre? ¿Hermanos?
– Sí. El caso es que el funcionario sabía dónde vivían los tíos de Cordelia, tus tíos. Uno de ellos residía aún precisamente en la misma casa donde había nacido y crecido vuestra madre. La que había sido la casa más grande y más bonita de Candelaria. Al funcionario le faltó tiempo para coger el teléfono y enredarse en una serie de llamadas hasta que localizó a tu tío. Imagina la que se lió. Tus tíos no habían sabido nada de vuestra madre desde que ella se marchó, no sabían siquiera que tenían sobrinos… En fin, estaban más que dispuestos a hablar con nosotras y a enseñarnos la casa.
– Es demasiado fuerte… No puedo creerlo.
– Ya, a Cordelia también le sorprendió enterarse.
– No es una sorpresa. Es… es algo más fuerte. Una conmoción.
– No podíamos ir inmediatamente a la casa porque el lío estaba trabajando. Trabajaba en la oficina de la línea de autobuses, creo recordar… Bueno, ese dato no importa. El caso es que nos fuimos a comer a uno de los mejores restaurantes del pueblo, en la antigua calle de la Arena, para hacer tiempo, pero Cordelia apenas pudo probar bocado de tan excitada que estaba. Le temblaban las manos y todo, imagínate.
– Puedo imaginarlo perfectamente. Como comprenderás, me es fácil ponerme en su lugar.
– Sí, claro. Ya entiendo. Debe de serte difícil a ti también, ahora…
– No tan difícil como para no querer conocer el resto de la historia.
– Bueno, pues llegaron las seis de la tarde y nos dirigimos, como habíamos acordado, a la que había sido la casade tu madre, que estaba muy cerca de la basilica de Santa Candelaria. Era una casa enorme, de tres pisos, encalada, con las balconadas y las persianas de madera. Una casa de gente de dinero. Llamamos, nos abrió una señora que se quedó mirando a Cordelia como si hubiera visto un fantasma y después de una pausa de asombro, cuando recuperó, supongo, el habla, lo único que supo decir fue: «Eres idéntica a tu madre, idéntica.» Pero no abrazó a Cordelia ni mostró ningún tipo de alegría o de emoción positiva. Parecía más bien asustada… Nos condujo a un salón enorme, muy bien dispuesto, con muebles antiguos y caros, y nos presentó a su marido, que era el tío de Cordelia, y tu tío también, claro. Aparentaba unos sesenta años, así que le supuse el hermano mayor de vuestra madre. Una de las cosas que más ine impresionó es que se trataba de un hombre nada, pero que nada atractivo. No sé, veías a Cordelia, tan guapísima, tan perfecta, y te costaba creer que aquellos dos pudieran tener algo en común. Pensé que podía ser todo una equivocación, y que, efectivamente, tu madre no tuviera hermanos, porque no existía a primera vista el más mínimo parecido entre Cordelia y aquel señor. Además, él no parecía feliz, se le veía muy tenso. Y, no sé…, yo pensaba que si uno acaba de descubrir que tiene una sobrina, y tan guapa, debería estar contento, o al menos excitado. Pero no, él… parecía que se hubiese tragado un palo. Le pidió a Cordelia si, por favor, podía mostrarle alguna prueba de que ella era, efectivamente, la hija de Aneyma. Tu hermana sacó de su bolso la partida de nacimiento de tu madre y su pasaporte, después su propio pasaporte, el de ella, y una antigua foto en la que estaba Cordelia de niña en los brazos de tu madre, y se la pasó a aquel señor, a vuestro tío. El fue mirando y remirando cada uno de los documentos como si se tratara de un joyero que tasara una piedra antigua para verificar si realmente valía tanto como le decían o le estaban engañando. Finalmente le devolvió los documentos con expresión contrita. Le preguntó entonces a Cordelia qué vida había llevado tu madre en el Reino Unido, y tu hermana le hizo un resumen más o menos sucinto. El no hacía muchas preguntas, resultaba raro aquel aparente desinterés. Yo veía la decepción en los ojos de Cordelia, aquélla no era la familia que había esperado. Al final, lógicamente, ella preguntó cuál era la razón de que la familia se hubiera distanciado, si a él se le ocurría por qué su madre le había ocultado siempre que tenía hermanos, y el señor respondió algo así como «A mí me vas a preguntar, yo qué sé», muy desagradable y tenso él. Y siguió diciendo que Aneyma siempre había sido así, rara, a su aire, y que Canarias le venía pequeño, y que ella buscaba otra cosa, y que no entendía por qué no había querido contactar más con la familia ni mucho menos por qué había ocultado que la tenía, si ellos siempre la habían tratado bien, pero ella no había sabido apreciarlo… Todo, de verdad, sonaba muy extraño. Intuíamos que allí había un problema, pero yo no acertaba a imaginar cuál debía de ser. Cordelia preguntó por el otro hermano y el señor le dijo que vivía en Barcelona, que le podía dar su número y su dirección si quería. Tu hermana preguntó entonces si tenían fotos de su madre, fotos de familia. El señor le enseñó una foto antigua, enmarcada, que estaba criando polvo en lo alto de una estantería y en la que hasta entonces no habíamos reparado. Una foto antigua, tomada en los años sesenta, supongo, de esas que se sacaban entonces en estudio de fotógrafo, de una familia, todos en pose muy envarada, mirando a cámara. El padre, de pie; sentada a su derecha, en una silla, su mujer, con un niño pequeño en brazos. A su izquierda, una niña rubia, guapa, que le cogía la mano. Yal lado de la madre, otro niño, moreno, renegrido, de ceño hosco. Cordelia señaló a cada uno de los retratados: «Esta es mi madre, éste debes de ser tú…» El señor asentía con la cabeza. «Este es el hermano más pequeño, el que vive en Barcelona, éste es mi abuelo y ésta es mi abuela.» Y el señor, vuestro tío, que le dice: «Ese es tu abuelo, pero ésa no es tu abuela. La madre de Aneyma murió en el parto. Mi padre se casó después con mi madre. Aneyma era mi hermanastra, teníamos madres diferentes.» Y entonces entendí por qué aquellos dos no se parecían en nada. Cordelia quiso saber si había más fotos. El le preguntó a su mujer, que había estado a su lado todo el rato, calladísima, y ella dijo que sí, y se fue a buscarlas. Toda la situación era muy tensa. Nosotras no sabíamos qué más preguntar. Yo estaba haciendo cuentas mentalmente. Si él era menor que Aneyma, no podía tener más de cincuenta y dos años, pero parecía mucho mayor, como si la vida le hubiera tratado muy mal. Por eso le había tomado al principio por el hermano mayor de vuestra madre, no se me ocurrió que podía ser más joven. Y es que tenía el rostro surcado de arrugas. Cordelia tampoco hablaba, sólo contemplaba embobada la fotografía.
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