Lucía Etxebarria - El contenido del silencio

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Gabriel, un joven ejecutivo cuya vida desahogada y apacible transcurre en Londres, lleva diez años sin saber nada de su hermana, hasta el día en que recibe una llamada que le informa de que muy probablemente ésta haya fallecido en un suicidio colectivo llevado a cabo en Tenerife. Su inmediato viaje a las islas para testificar como único pariente vivo de la desaparecida tendrá un efecto devastador y a la vez catártico, que le hará replantearse todo su pasado y su futuro en un itinerario no sólo físico sino también, y sobre todo, interior.
Helena, la amiga íntima de Cordelia, será su guía durante la inmersión en la vida de su hermana. Un inmersión común que precipitará a ambos a confrontar sus miedos, vacíos y huidas.

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– ¿Dónde, Rayco?

– Os recojo a las nueve en tu casa, si quieres. Luego vamos a tomar algo.

Tras el ventanal, Gabriel contemplaba melancólicamente la puesta de sol, un atardecer suave y dorado, sin viento, el final de un día climatológicamente espléndido, cada latido de luz rebrillando sobre el agua más débil y exquisito que el anterior. Una sinfonía de colores que iban desde el púrpura al amarillo, pasando por todos los tonos imaginables de rojos, rosas y naranjas, le demostraba que a la naturaleza no le importaba lo más mínimo la suerte de Cordelia. Punta Teno era quizá el lugar más bonito que había visto en su vida. Aquella última luz le daba a la casa un tono ocre, moreno, que le recordaba el color de la piel de Helena.

El timbre de su iPhone interrumpió sus ensoñaciones como el sonido de una trompeta discordante que derrumbara las frágiles murallas, alzadas con tanto esfuerzo, que Gabriel había interpuesto entre él y la realidad. En la pantalla leyó el nombre de Patricia y pulsó la opción de silenciar con el gesto asustado e irritado de alguien a quien despiertan en mitad de un sueño.

Sin uniforme, el jefe de policía local parecía todavía más gordo y bajo, como un escarabajo de una rara especie autóctona. Los recogió en un coche sin distintivos ni platas, y emprendieron camino, según le explicó Helena aGabriel, a un pueblo cercano. A él no se le escapaba, por la inflexion y el tono de las voces y por las sonrisas que ella esbozaba de cuando en cuando, que entre Helena y el policía existía una gran familiaridad, aunque debido a la velocidad a la que hablaban y al cerradísimo acento de él, no entendía muy bien de qué estaban hablando. Parecían amigos íntimos, quizá incluso algo más. Gabriel se preguntó si aquel tipo no sería el novio de la chica. Helena había decidido sentarse en el asiento trasero, y él, acomodado en el del acompañante, no podía evitar advertir que el policía le dirigía a cada minuto miradas de soslayo, inquisitivas, y sospechó que aquel hombre estaba celoso y que no debía de ver con buenos ojos que su ¿novia? y el hermano de la mejor amiga de ella durmieran en la misma casa. A Gabriel no le extrañó. Si él estuviera enamorado de una chica como Helena, tampoco estaría tranquilo si ella alojara a otro hombre bajo su techo. De todas formas, Helena no parecía hallarse precisamente en el estado de ánimo más propicio como para iniciar una aventura.

En la que parecía la plaza, unas cuantas mesas y sillas se disponían en la calle alrededor de un bar. Se sentaron a una de ellas, bajo la luz amarilla y difusa de una farola. De fondo les llegaba un rumor de música, una melodía cantada en español que a Gabriel le sonaba vagamente tropical.

– ¿Quieres una cerveza? -preguntó Helena-. Tienes que probar la Dorada, la de la isla, es muy buena, amarga y con cuerpo…

– Sí, estupendo…

– ¿Quieres cenar? Aquí hay de todo. Calamares, pescados, carne en adobo, bistecs, chocos, camarones, papas arrugadas con mojo, ensaladilla rusa, bocadillos con mayonesa y ensalada, lomo, pepito, pollo, pata de cerdo… -Helena intentaba traducir como podía los nombres de las exquisiteces locales.

– Pide tú lo que quieras. Probaré lo que pidáis.

Ella le dijo algo al policía y él desapareció en el interior del bar para volver al cabo de unos cinco minutos con tres botellas de cerveza que depositó sobre la mesa. Por lo visto no consideraba que los vasos fueran necesarios.

– Salud.

Los tres alzaron las botellas sin excesivo entusiasmo: Helena porque parecía triste, Gabriel porque no era dado a los gestos ampulosos; Rayco, probablemente, por seguir el ánimo general.

– Disculpa -dijo Rayco dirigiéndose a Gabriel-, pero mi inglés es muy malo. M'y english is very bad, very bad, sorry.

– It's okey, don't worry.

Cordelia, your sister, she was a very nice girl, good girl.

Yeah, I know. Pero hablo español: mi madre era canaria.

– ¿De verdad? No tenia ni idea. Cordelia nunca me lo dijo.

– Bueno, no conocimos mucho a mi madre. Murió cuando éramos niños, en un accidente de coche, con mi padre. Y mi madre no mantenía contactos en Canarias. De pequeños nunca pensamos mucho en aquello, y yo, de mayor, confieso que alguna vez sí pensé en buscar a mi familia, pero nunca encontré el tiempo. O las ganas. Supongo que Cordelia vino aquí precisamente buscando a la familia de mi madre.

Helena se quedó mirando a Gabriel de hito en hito con un extraño brillo en los ojos fijos que él no supo interpretar.

El policía compuso una expresión contrita, como para subrayar lo triste de la desaparición de la chica. Luego se dirigió a Helena en un español veloz y atropellado, con un fortísimo acento canario, componiendo un acelerado discurso del que Gabriel no podía traducir una sola palabra, excepto los nombres de Heidi y Ulrike, que salpicaban de cuando en cuando el monólogo. Rayco hablaba con una atiplada vocecilla de contralto que resultaba curiosa en aquel corpachón de buen comedor y que contrastaba con el timbre cansado, ronco y profundo de la voz de Helena. La intimidad entre ambos resultaba cada vez más evidente. Al hablar, la cabeza de Rayco se inclinaba hacia la de Helena de tal manera que en algún momento llegaron a tocarse, y Rayco subrayaba sus afirmaciones dando de vez en cuando pequeños golpes a la chica en el antebrazo, como si punteara su discurso. Por fin, Helena se volvió hacia Gabriel e intentó traducir lo que le había dicho.

– Me está contando que han venido agentes de todas partes. La Guardia Civil, la Policía Nacional, Scotland Yard, la Bundespolizei y la Interpol. A los españoles, que fueron los primeros en dar la voz de alarma, les tienen prácticamente apartados del caso, ya te lo he contado en comisaría, ¿no?, y están, como comprenderás, bastante molestos por todas esas injerencias. La policía ha interrogado prácticamente a todos los familiares de los que vivían en la casa.

Rayco continuó hablando en español durante unos cinco minutos. Cuando miraba a Helena, una llama tierna y burlona le iluminaba los ojos. Seguía rozando de vez en cuando el antebrazo de ella con su dedo índice y, a cada rato, le dirigía largas miradas a Gabriel, como si quisiera marcar como propio el territorio del cuerpo de aquella mujer. Luego se dirigió a él:

– Al parecer, Heidi obligaba a todos los miembros del grupo a llevar un diario.

– De eso ya me había hablado a mí Cordelia -confirmó Helena-. Ella escribía también en el suyo, pero no se trataba de un diario personal, sino de una retahíla de incoherencias, como ya te conté. Cada día debían enseriarle a Heidi sus anotaciones.

– Eso es típico de sectas, creo.

– Pues parece que uno de los miembros llevaba un doble diario -siguió explicando Rayco-, uno era el que enseñaba a Heidi y otro lo iba escribiendo en folios de papel que escamoteaba, porque incluso el papel estaba racionado. Este chico escribía en una letra minúscula para aprovechar al máximo el espacio, e iba anotando lo que sucedía en el día a día de la casa. Normalmente escondía los papeles en la sala de meditación, debajo de una baldosa suelta, pero cuando supo que el final había llegado, los dejó en un escondite relativamente accesible, en el colchón de su cama, con la esperanza de que quedara como testimonio para el futuro. Por lo visto se trata de un texto muy confuso. El chico no tiene nada clara la autoridad de Heidi y ni siquiera parece creer ya mucho en lo que ella cuenta y, sin embargo, decide inmolarse de todas formas, no intenta escapar. Es ridículo…

– No tanto -repuso Gabriel-. Se le llama Síndrome de Indefensión Aprendida. Es lo mismo que experimentan las mujeres maltratadas, una especie de resignación ante su destino. También se encuentra en miembros de sectas o en víctimas de torturas. Así se explica por qué los prisioneros de los campos de concentración se dejaban conducir mansamente a la cámara de gas como corderos al matadero, sin oponer una última resistencia, pese a que todos sabían que no iban a ducharse. Iban a morir de todas formas, así que ¿por qué no gritar en el último momento?, ¿por qué no salirse de la fila v dejar que los abatiera una bala, lo que siempre sería una muerte más digna? Por cansancio físico y mental. De ahí la insistencia en la secta en los ayunos purificadores, como ellos los califican y en las vigilias, que en realidad no tienen otro fin que debilitar al acólito para que sea más fácilmente manipulable.

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