– Mientras no sea a mi viejo barrio, a cualquier parte.
– ¿Por qué no a tu viejo barrio?
– Me da angustia. Hay lugares en los que no quiero entrar con este bastón. No, de ninguna manera.
– Bueno, pues entonces vamos al Piaf. Es un café con velas en las mesas. No sé si lo habrán abierto a esta hora.
Sí que lo han abierto, y la velita flotando entre los dos fue para Marta el símbolo de la vida que se me está escapando y para Ponce el símbolo de la mujer que se me está escapando, maldita sea, ésta es de las que sólo miran al aire. Como sigamos mucho tiempo así, va a quedar embarazada de una mosca.
– ¿Tienes amigos?
– Dos fundamentalmente.
– Carlos Bey, supongo.
– Sí – A él le conozco hace mucho tiempo. Y el otro es Domingo Albert, el médico que me está cuidando.
– ¿Novio?
– No, nunca. ¿Cómo lo voy a tener?
– Pues hubiera sido lo más natural, ¿no? ¿A qué te has dedicado?
– A la política con minúscula. Pero no es sólo eso, ¿sabes? No quería ligarme a un solo hombre. La vida es muy ancha. Eso es lo que pensaba entonces: que la vida es muy ancha. Y ya ves: para mí no llega ahora a la distancia de un bastón.
– Entonces nunca te ligarás a mí -dijo Ponce.
– No lo he pretendido. ¿Es que hay alguna razón especial para eso?
– Claro que la hay. Yo soy uno de tus enemigos. ¿Lo sabías?
Marta sonrió, confundida.
– ¿Enemigo? -balbució.
– Sí. Y aunque la cosa es relativamente complicada, la entenderás muy bien. El viejo Óscar Bassegoda, el dueño de la casa donde hemos estado y de muchas casas más, dividió al morir su enorme fortuna en cuatro partes, aunque no iguales. Una para su hija Blanca; otra para mí, que era su sobrino predilecto y me había criado en la casa como un hijo; una tercera, muy pequeña, para Eduardo, el marido de Blanca. Y una última, nada desdeñable, para obras de caridad pero en casos muy concretos. El que tiene que examinar esos casos y repartir el dinero según su leal saber y entender es Carlos Bey.
– De lo que tiene que hacer Carlos Bey ya estaba enterada. Y es muy amargo para una aspirante a revolucionaria, como yo, aceptar la posibilidad de un dinero que viene de un capitalista asqueroso. La de vueltas absurdas que da la vida.
Como si no la hubiese oído, Ponce continuó:
– En apariencia la cosa tampoco es tan complicada, pero ya sabes lo que pasa. Cuatro son cuatro. Quiero decir cuatro mundos, cuatro ideologías, sobre todo cuando hay de por medio un matrimonio mal avenido. Porque Blanca y su marido están a matar.
– Carlos me había explicado algo de eso. Pero es un hombre muy discreto y que parece mentira que se dedique a periodista. Siempre se calla lo más importante.
– Como te decía, cuatro son cuatro, qué le vamos a hacer. No tardaron en empezar las discordias, en especial por parte de Eduardo Contreras, el marido de Blanca, un cabrón que tira de espaldas. Eduardo dice que yo no tengo derecho a nada, puesto que no soy hijo, y cuando le argumentas que la ley catalana permite repartir la herencia con mucha libertad, con mucha más libertad que el Código Civil, él responde que el testamento es nulo porque yo influí con mala fe sobre mi tío Óscar. En este punto de que a mí no me corresponde nada, o casi nada, encuentra el apoyo de Blanca. Y no es que ella y yo seamos enemigos. Es que en esto cada uno va a lo suyo.
– Blanca apoya en esto a su marido porque así la parte de ella puede ser mayor, ¿no?
– Exacto. Para qué nos vamos a engañar. Aquí todos estamos acostumbrados a vivir muy bien, y nadie quiere perder un duro. Pero la cizaña de Eduardo no termina aquí. También sostiene que la parte que a él le corresponde debe ser mayor. Y en esto Blanca no le apoya, naturalmente que no, porque se vería perjudicada.
– Pero si ese tal Eduardo tampoco es hijo, ¿qué puñeta pide?
– Bueno, él argumenta que ayudó en los negocios al viejo Bassegoda y que éste murió debiéndole años de salario y años de participación en los beneficios. Por lo tanto reclama una auténtica fortuna. ¿Y es verdad que le ayudó?
– ¡Qué coño le va a ayudar! Primero porque el viejo Bassegoda no necesitaba a nadie para ejercer con toda delicadeza el oficio de multiplicar la pasta. Segundo, porque el tal Eduardo es un gandul, un sinvergüenza y un puto. ¿Ayudar él a Bassegoda? Ayudarle a ahogarse, vamos. Pero, en fin, las cosas parecen una cosa aunque sean otra, y razón «legal» no le falta a Eduardo Contreras. Con lo cual ya tienes otro lío, pero no es el último.
– ¿Hay más?
– Jolín, claro que hay más: los tres contra Carlos Bey.
– ¿Por qué?
– ¿Y lo preguntas? Pues porque con la parte esa de las caridades perdemos todos. ¿Tú sabes lo que dejó el viejo Bassegoda? ¡Un fortunón! Y todos sus bienes responden del pago de esa suma, de modo que no se puede disponer de nada sin que los herederos, o sea los tres, aflojemos esa pasta. ¡Imagina la de oportunidades que se van al carajo! Ahora mismo ha habido una posible venta de terrenos en la Costa Brava, con una ganancia enorme de por medio, y se ha quedado en el aire porque no podemos disponer de los bienes del viejo. Lo que nosotros entendemos, te lo voy a decir claro, es que esa cifra para obras benéficas es una barbaridad, es lo que los abogados llaman «una liberalidad excesiva», y entendemos también que Carlos Bey no tiene derecho a repartir ni una cuarta parte de eso. Y así están las cosas. Con disputas, con los bienes en administración judicial y yo sin tocar un cochino duro. ¿Qué te parece? Soy un tío, ¿no?
– Demasiados problemas. A veces no vale la pena ser rico -dijo Marta con voz opaca.
– Si que vale la pena. Lo que ocurre es que el oficio del dinero es eso: un oficio. Tiene complejidades y da preocupaciones. La gente cree que es sencillo, y se equivoca: no lo puede ejercer cualquiera. Ahora ya se empiezan a crear escuelas del dinero: cursos Master y toda esa coña. Pero oye lo que te digo: el dinero es instinto, lo tienes o no lo tienes. Y luego es técnica: la dominas o no la dominas. El que piense que por tener el dinero ya lo tiene todo, va dado, nena. Debe aprender a sufrir por él.
Hecha esta importantísima declaración de principios, bebió un sorbo del whisky que había pedido y añadió:
– Por eso te digo que acepto los sacrificios que impone el dinero. Pero lo que ocurre es que ya tengo ganas de terminar. Esto se está prolongando demasiado.
– Qué diferente es mi mundo del tuyo, Dani. Te llaman Dani, ¿verdad?
– Los amigos sí. Y tú lo eres.
– Gracias.
– ¿Dónde vives?
– En la Plaza de las Navas.
– ¿Y en qué sitio para eso?
– ¿Lo ves? Soy una mujer desconocida que vive en un sitio desconocido. Y hasta te diré más: vivía allí. Ahora ni siquiera eso.
Su mirada perdida se concentró en el oscilar de la llamita de la vela mientras susurraba:
– Y pensar que un día soñé que toda la ciudad iba a ser mía.
– ¿Eres ambiciosa?
– No, pero amo esta ciudad. Amo la vida, lo amo todo. No sé si puedes entenderme.
– Completamente quizá no.
– Trato de decir que la ciudad era un poco mía. Así de sencillo y así de complicado. Hay millones de personas que tienen sólo un piso. O un libro, o una ventana, o un gato. O un clítoris, o un miembro que se hincha. Estos seres del clítoris y del miembro hinchable son los más tristes del mundo, aunque ellos no lo sepan. Bueno, no saberlo es también una forma de felicidad. Pero yo tenía Barcelona entera, tenía sus calles, su historia, sus ruidos, su gente. Perdona que hable así. Yo tenía también su noche. Los cafés de madrugada, la trastienda del bar, la compañía de un amigo iluminado que quería él solo fundar un partido ecologista. Algunos conseguían enrolar como socio a su perro. Tú no te habrás fijado y mucha gente no se habrá fijado, pero nuestra juventud está llena de vida quizá porque necesita desesperadamente afirmar que existe. O porque sólo tiene presente. -Cerró un momento los ojos-. No necesita cuidar un pasado que no le ha sido transmitido ni sacrificarse por un mañana que no llegará y que ni siquiera se molestan en prometerles. Claro que había momentos, te lo juro, en que nos mirábamos a los ojos y notábamos la angustia de no tener un pasado y no vislumbrar un futuro. Nos preguntamos cuál era nuestra justificación. Y nadie tenía respuesta. Por eso, al mirar en torno, no nos encontrábamos más que a nosotros mismos. Pero aun así era hermoso, ¿sabes?, porque estaban las calles, porque estaba el aire. Porque tras las ventanas de nuestros barrios seguíamos guardando las banderas. Y porque unos cuantos iluminados políticos querían fabricar no la esperanza del país, que no existía, que no existe, sino nuestra propia esperanza.
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