Rió, pero su risa era seca y cansada. Había momentos en que parecía la risa de una vieja.
– Ahora no tengo ni eso -añadió-. ¿Te lo he explicado? Una cama, una ventana y una nube. A veces ni la nube. Hay tardes en que el cielo está siempre igual, tardes en que el cielo azul y quieto, de país sahariano, me obsesiona.
Guardó un momento de silencio. Otra vez sus ojos se habían clavado en la llamita que parecía ir a extinguirse.
– Antes me llamaban por la noche -susurró a continuación-. Amigas, amigos… Siempre había una reunión, un proyecto, una conversación para demostrar que aún no habíamos pasado al reino de la nada, el único reino que de verdad nos ha sido prometido. Incluso estuve a punto de perderme en el sexo: al fin y al cabo era una afirmación de que seguía viva. Pero ni eso hice. Y ya nadie me llama por las noches, nadie viene a verme: ni el perro del ecologista, ni las sombras del mercado del Borne y de los bares tirados del barrio viejo. Hasta me parece un milagro estar hablando aquí, contigo, con un hombre que me escucha y que se ha olvidado de mis piernas. Bueno, debe de ser porque las tengo muy escondidas debajo de la mesa.
Daniel Ponce había cerrado también los ojos, hundido en el silencio del Piaf. No, no me he olvidado de tus piernas, ansiosa mujer solitaria, ansiosa putilla, ansiosa felatriz que me ha hablado de que despreciaba el sexo porque ahora ya no lo piensa seguir despreciando. Porque tú has llegado al último rincón de tu soledad, y lo malo es que empiezas a saberlo. Antes tuviste un ideal político en el que la ciudad iba a seguirte; luego tuviste al menos la ciudad, aunque no te siguiera. Ahora no tienes más que una ventana y una nube, tú misma lo has dicho. Pero me has ocultado algo: en esta última frontera de la soledad sabes que tienes un clítoris, como los muchachos descubren al menos un pene en su primera angustia de su primer aislamiento. Y muchos adivinan que la vida no les va a dar más, lo adivinan ya entonces, a los quince años, como la primera voz del futuro, mientras que tú lo has adivinado ahora, como la última voz del pasado. Pero el resultado es el mismo, pequeña putilla. No sé quién va a hacer un favor a quién esta tarde, en esta hora un poco mágica en que ya se cierran las agendas y en que los hombres de negocios miran el reloj por última vez. Porque yo tengo también solamente una ventana y una nube, y eres tú, maldita, la que ha hecho que me diera cuenta.
Se puso en pie y susurró:
– Ven. Marta Estradé se dejó llevar. ¿Por qué no? Al fin y al cabo aquello volvía a ser la vida, mientras que los hombres como Carlos Bey no le traían más que los recuerdos. Fueron a La Casita Blanca, meublé de burguesías extinguidas, bastón va, bastón viene, cuidado, señorita, no se haga daño al entrar, y ella que siente la quemazón en el fondo de los ojos, me están tratando como a una pieza del museo de cera. Y eso que no sabe lo que los amables camareros van a comentar más tarde: hay que ver lo del bastón, aquí viene gente cada día más desesperada, lo mismo hacen un trato, o tienen un despiste, y es ella la que se lo clava.
EL INTELIGENTE redactor buscaba un título por todas las esquinas del vacío, y al final lo encontró. Puso lo siguiente: «El Parlament valenciano instala su sede en un palacio del siglo XV completamente computerizado.»
El que recibía las noticias en su pantallita, para ver si las medidas coincidían antes de enviar el texto a imprenta, pensó:
«¡Toma castaña!» No sabía lo que significa «computerizado», ni tampoco sabía si los viejos palacios se «computerizan», pero la verdad era que no le importaba. Se daba por deducido que al lector le importaría aún menos; tampoco estaba entre sus competencias averiguar si la palabreja resultaba inevitable por ser lo más importante de la noticia. Para él lo único esencial era que el título cuadraba según las normas del logaritmo que estaba parpadeando allí, en la pantallita, a impulsos de la magia electrónica: «hd3tb24cs22%». Lo demás eran ganas de perder el tiempo y de buscar un periodismo que lindara con la metafísica. De modo que confirmó los datos técnicos, oprimió una tecla y envió el texto a imprenta, que por supuesto ya no era una imprenta, sino un conjunto de hombres que pegaban tiritas en un papel y cuyas batas blancas daban al recinto un aspecto de silenciosa barbería urbana.
Un par de horas después uno de aquellos hombres saldría del recinto y le diría al controlador de la pantallita:
– El texto clave «Naparl» no me cabe. Es eso del Parlamento valenciano.
– Pues la máquina me ha dado doscientos sesenta y nueve milímetros.
– Hace doscientos noventa y tres.
– No puede ser.
– Te lo devuelvo a la máquina y lo compruebas.
– Imposible ahora.
– ¿Por qué?
– La computadora está muy cargada. Han anunciado que van a bajar sistemas.
Eso significaba que las pantallitas no podían funcionar.
– Bueno, pues tú verás lo que hacemos ahora. Tengo la página parada.
– Corta por el final, pero deja la firma.
– Ah, bueno. Si alguna vez el redactor pensó que para eso no hacían falta tantos artilugios técnicos, no lo dijo. Porque nadie le había exigido saber escribir, aspecto de su profesión absolutamente secundario, y le habían colocado ante los logaritmos parpadeantes. Vivía de ellos, eran su mañana.
Unas mesas más allá, una mujer con calculadora portátil maquinaba la portada del día siguiente.
En tiempos remotos, cuando aún había locos que pensaban en la información más que en otra cosa, existió en el periódico lo que se llamaba «el pase». Las noticias esenciales empezaban en la portada y terminaban en la página siguiente, a la que se accedía doblando la hoja. Pero hubo un director al que se le ocurrió que había que simplificarle la tarea al lector, y que por lo tanto las noticias tenían que empezar y terminar en la portada, fuese cual fuese su extensión y su importancia. En casos muy raros las hacia pasar a las páginas interiores, en las distintas secciones (España, Internacional, etc.), con lo cual nunca se supo muy bien lo que el lector ganaba, puesto que a cualquiera le costaba mucho más encontrar la continuación de la noticia en la página 40 que en la página siguiente a la que leía. Pero, en fin, era el progreso.
Lo peor era lo de todos los días, lo normal, cuando las noticias nacían y morían en portada efectivamente. Por lo general no se dejaba entrar en esa primera página más de cuatro o cinco noticias, para que el lector no se hallase ante una dispersión; lo cual era lógico sí se olvidaba el principio de que hay tantos mundos como lectores. Andreu Roselló, por ejemplo, en el viejo Correo Catalán, lo había seguido al situar en la portada el mayor número posible de títulos o «flashes» de noticias, que servían para llamar la atención hacia las páginas del interior. Aquí, sin embargo, no. Tenían que ser unas pocas noticias, una de las cuales, por su importancia, ocupaba el lugar preeminente, y a la cual se daba, por razones de efecto visual, un espacio considerable. Pero hay noticias importantes que son cortas, y si bien existen recursos gráficos para destacarlas, aquí esos recursos eran despreciados sistemáticamente. La noticia se publicaba de acuerdo con unas normas muy clásicas y muy estrictas, con la única diferencia de que se le otorgaba más espacio. Muchas veces eran cien líneas, pero la noticia, correctamente expuesta, sólo tenía treinta.
El redactor encargado de aquella sección iba hacia alguno de los nuevos periodistas y decía:
– No me deis tanto espacio.
– Hay que dártelo. Son las normas.
– Pero es que la noticia es más corta…
– Pues la inflas.
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