– ¿Y hay que ponerle además una foto?
– Sí. Yo la he dibujado con foto. Son las normas.
– Pero es que no ha llegado foto.
– Pues sacas de archivo una que vaya bien.
– ¿Una foto de archivo en portada? ¿A eso se le llama actualidad?
– Las normas. Toda noticia de cabecera debe ir ilustrada de alguna forma. Está escrito.
Momentos después llegaba otro redactor que tenía en portada una noticia de cien líneas, pero al que sólo le habían dado treinta.
– No me cabe -exclamaba aquel hombre recién llegado del Valle de Josafat.
– Pues la cortas.
– ¡Pero si en treinta líneas no puedo decir nada! ¡La noticia la tengo que aniquilar! ¡Oye! ¡Que es que me obligáis a dejarla de cualquier manera!
– ¿Y yo que quieres que te diga? La portada está dibujada así. Un hueco de cien líneas, otro de treinta, otro de cuarenta y una columna para un «flash» de diez. Se llenan los huecos y ya está. Da lo más importante y basta. Hay que aprender a resumir, hombre, hay que aprender a resumir, que el lector lo agradece.
Mientras tanto el de las cien líneas inflaba. Quizá el redactor recién venido del Valle de Josafat pensaba que, con la vieja institución del «pase», a cada noticia se le hubiera podido dar la extensión justa: las noticias cortas naciendo y muriendo en portada; las más largas naciendo en portada y muriendo en la página siguiente. Pero, si lo pensaba, de poco le servía. Nadie le iba a oír. Por lo tanto, a base de frustraciones, iba adquiriendo un patrimonio que le salvaría de volver al Valle de donde había venido: la indiferencia. Si eran otros los que habían inventado el sistema, pues allá ellos. Resumía la noticia en treinta líneas y se quedaba tan tranquilo, sabiendo que con los años llegaría a ser un periodista domesticado y perfecto. Debidamente computerizado, como es lógico.
Pero en aquella hora decisiva de la vida convertida en líneas, estaban ocurriendo otras cosas no menos esenciales. Por ejemplo lo del Florindo Chico. El Florindo Chico se había hartado de proclamar durante años que un sedicente compañero suyo, particularmente trepa, era un Rasputín. Rasputín va, Rasputín viene. Por ejemplo, entraba en la redacción una noche lluviosa.
– ¿Habéis visto al Rasputín? -preguntaba.
– No, hoy no ha venido.
– Se habrá enganchado la lengua en la puerta del director, os lo digo yo.
– Pues a lo mejor, para desengancharlo, se la tienen que cortar.
– Ondia… ¿Y entonces con qué va a hacer el trabajo? Otro día, una tarde maravillosa en que las mujeres estaban más buenas que nunca, entraba en la redacción el Florindo Chico.
– ¿Sabéis la última? -gritaba.
– ¿Qué?
– ¡El Rasputín ha contratado un profesor de gimnasia y está haciendo un curso acelerado para aprender a lamerse el culo él mismo!
– ¿Pero por qué?
– ¡Ha oído rumores de que le van a nombrar director! Pero aquella tarde de las noticias de cien líneas redactadas en treinta, al Florindo! Chico le aguardaba una sorpresa. Aún no se había sentado cuando el Amores se deslizó sigilosamente hasta su mesa.
– Oye, tú.
– ¿Qué?
– ¿Ya sabes la última?
– ¿Se ha muerto el Rasputín?
– No.
– ¿Pues qué? Si no es eso, no me interesa.
– Lo han hecho subdirector. El Florindo Chico palideció. Si alguna vez un hombre vivo fue copia exacta de un cadáver, ese hombre provisionalmente vivo era el Florindo Chico. Balbució:
– Oye, tú hablas en coña.
– ¿Por qué voy a hablar en coña? ¿Lo he hecho alguna vez? Además, algún resultado tenían que darle las mamadas, ¿no?
– Pero es que…
– Te diré algo más. Es el que va a encargarse de remodelar la redacción. Reajustes de plantilla, despidos y todo eso.
El Florindo Chico tuvo que tragar aire mientras sentía una desesperada necesidad de ir al water, su lugar de reflexión, para trazarse un plan de defensa estratégica, pero logró aguantarse mientras balbucía:
– Bueno, entonces yo…
– Es lo que quería decirte, chico. Eres el primero de la lista. Por eso te he querido avisar.
– Oye, Amores… Coño, que no. Tú di lo que quieras, pero yo no me lo creo. Es que eso no puede ser. Nada menos que el Rasputín, hostia.
– Está bien, hombre, peor para ti si no lo crees. Yo no quería más que hacerte un favor. Pero si piensas que te engaño, vete al despacho del subdirector ejecutivo. No se si además del ojo del culo tienes dos ojos en la cara, pero si los tienes te convencerás. Hala, ve, hombre. Abre la puerta y pregunta.
El Florindo Chico fue y abrió la puerta, pero no tuvo necesidad de preguntar. El Rasputín estaba allí, tras la mesa, sentado en su trono y rodeado de pruebas de las páginas del periódico.
– ¿Qué te pasa a ti? -le preguntó secamente al Florindo, cuando éste asomó la cabeza.
– Bueno… Yo… Qué sorpresa… hombre… ¡joder, lo que es la vida! Supongo que no molesto.
– Eso está por ver.
– ¿No puedo hablar contigo?
– Si sólo es un momento, puedes. Siéntate. Florindo se sentó. La sensación de que necesitaba meditar fuese como fuese, pero sentado en una taza higiénica, se le hacía insoportable. Aunque con un hilo de voz que aún era normal logró balbucir:
– Me han dicho que acaban de hacerte subdirector ejecutivo, con poderes para remodelar, o séase para reconvertir, la redacción.
– De arriba abajo. Y ya hay una lista, aunque basada en motivos exclusivamente técnicos, claro.
El Florindo tragó saliva.
– oye… En fin… Yo quería decirte… Por aquí circula algún malentendido.
– ¿Qué malentendido?
– Hay algunos cabrones que tienen la cara de decir que yo voy por ahí llamándote Rasputín. De lo que es capaz la gente.
Hubo un silencio gélido en el despacho, un silencio cargado de relojes que un día habían sonado y de voces que se habían ido.
Al fin el otro musitó:
– ¿Y no es cierto?
– Imagínate… -Ahora que hablas de eso, te informo de que yo lo he oído decir.
– ¿Oído decir? ¡Pero si es absurdo! ¡Es tan absurdo como llamarme a mí Florindo Chico! joder, oye, no vas a creerte todo lo que te digan por ahí… ¿Llamarte a ti Rasputín? ¿Yo? ¿De qué?
– Mira, no perdamos el tiempo con una cosa ya pasada y que no nos lleva a ninguna parte. Las nuevas listas de la redacción ya están hechas. Con los traslados correspondientes, claro.
– ¡Pues yo no te he llamado nunca Rasputín! ¡Lo juro! ¡Nunca!
La voz perfectamente opaca preguntó desde el otro lado de la mesa:
– ¿Algo más?
– Hombre… Y fue entonces cuando el Florindo Chico se derrumbó. Se vio colocado en el archivo, o algo peor: se vio convenientemente colocado en la calle, porque el despido en España es libre, aunque no sea gratuito. ¿Y qué iba a hacer él? ¿De qué le servirían, puestos en plan cabra, un par de millones de pesetas? ¡Si se van volando!
– ¡Yo no te he llamado nunca Rasputín! -gimió-. ¡Todo son habladurías! ¡Pero oye una cosa! ¡Te lo pido por favor! ¡No te vengues, Rasputín! ¡No hagas nada contra mí! ¡No me eches, Rasputín! ¡Rasputín, escúchame!…
Todo lo que sucedió a continuación lo recordaría el Florindo Chico como algo acaecido en un planeta lejano, como una pesadilla borrosa e inconcreta, como el armario de una mujer infiel. Hasta un pijo como el Amores entró riendo en el despacho. El falso subdirector Rasputín se levantó del asiento. El auténtico subdirector empezó a lanzar gritos con los brazos en alto, antes de ocupar su puesto tras la mesa. Incluso el encargado de los teletipos entró. La gente tenía en el despacho orgasmos sucesivos. El Florindo apenas pudo balbucir:
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