Oyó sonar el teléfono arriba, en alguna de las habitaciones remotas. La casa de la Vía Augusta, aunque inhabitada, seguía pagando todos los impuestos y servicios: agua, luz, gas, teléfono, recogida de basuras, gabelas municipales que le acechaban por todas partes menos -todavía- por el cielo. Transcurrieron un par de minutos y luego llegó Carlos Bey.
– Chico, esto es la hostia.
– ¿Qué pasa?
– Al llegar, he llamado desde aquí al periódico por si me necesitaban, y he hecho mal. Nunca aprenderé. Resulta que me necesitan.
– Es verdad; nunca aprenderás a vivir, gusano.
– Una conferencia de prensa a la que tenía que ir, la han adelantado una hora.
– Cabrones los que la han adelantado y cabrones los que vayáis. Os lo tenéis bien merecido.
– En eso tienes razón. Maldita sea, el día que sepa despistarme ya me habré hecho viejo. Oye, un favor… ¿tú podrías acompañar a Marta al Clínico?
– ¿Qué sala?
– Traumatología. Ella te orientará.
– Claro que sí, no hay problema. ¿Ves, chaval? Yo ya nací despistándome. Años y años aquí, viviendo a cuerpo de rey, sin más trabajo que fingir tres cosas: que estudiaba en un colegio caro, que no robaba nada de la caja y que no tenía pensamientos impuros. Luego he seguido despistándome, ésa es la verdad, pero las cosas ya no son lo mismo.
– Tienes razón; no son lo mismo.
– Voy viviendo un poco a salto de mata, tú ya lo sabes. Y es que gasto mucho. Me gusta vivir bien, qué le vamos a hacer.
– Debieron de ser magníficos los años de esta casa… Oye, una pregunta que no te he hecho nunca. Si no quieres no me la contestes.
– Hazla, hombre. Cuanto más indiscreta es una pregunta más ganas tengo de contestarla.
– Te tiraste a Blanca Bassegoda? Dani sonrió. Por un momento pensó si no sería hermoso dejar al otro en la duda. Hay dudas que también son hermosas porque están llenas de sugerencias.
Al fin resolvió decir la verdad.
– Lo intenté -susurró.
– ¿Dónde?
– En las buhardillas, claro.
– ¿Y?…
– Nada. Blanca es una mujer que sabe lo que quiere, y por tanto sabe lo que arriesga. La gente no la acaba de conocer. Yo sí que la conozco. A veces yo sabía que iba cachonda como una gata y nunca se puso bien. Como máximo, dejarse tocar las piernas.
– Lo imaginaba. Perdona que te haya hecho esa pregunta.
– Nada, hombre. Es natural que uno recuerde aquí los tiempos de la casa. Y ahora permite que te haga una pregunta indiscreta yo a ti, en plan de igualdad. Si no quieres, no me la contestes.
– Tranquilo. Hazla.
– ¿Vas a dejarle mucho dinero a ésa?
– ¿Marta?
– Sí.
– Lo suficiente para que se cure y vuelva a recobrar la fe en la vida.
– Recobrar la fe en la vida puede salirte carísimo, leches. A mí me costaría un abono sin límite en el restaurante Reno, una vuelta al mundo en barco, un Porsche rojo como el del cabrón de Eduardo, un metisaca con todas las chicas, todas, del programa Un, dos, tres… La tira. Yo soy un hombre difícil de convencer de que la vida vale la pena. Si no me pagan todo eso, prefiero seguir creyendo que es una mierda. ¡Ah!… También pediría algún libro, por aquello de que hay que preparar una buena muerte y dejar algo digno en la mesilla cuando se te lleven. Los últimos cabrones que te vienen a ver, se fijan en eso.
Miró sonriendo a Bey y añadió:
– Dos preguntas indiscretas más.
– Bueno, hombre.
– Tú te tiras a esa tal Marta?
– Me parecería una indignidad.
– También tienes cojones tú. Mezclar la dignidad con la cama. Y encima eres tan imbécil que piensas que alguna te lo va a agradecer.
– Cada uno es como es.
– ¿Hay otras personas elegidas para el reparto?
– Por ahora sólo tengo fichas.
– ¿Sabes que me vas a joder parte de la herencia?
– No es culpa mía. Fue un último arrepentimiento de Bassegoda.
– Pues ya lo podía haber tenido diez minutos después de morirse, el muy cabrito.
– No debes hablar así de él. Te mantuvo hasta que murió.
– Pues no le costaba nada seguirme manteniendo después de muerto. Por cierto, ¿qué coño hiciste para que tuviera tanta confianza en ti?
– Él movía muchos intereses financieros, y le interesaba controlar el tratamiento que le daban los periódicos. Intentó sobornarme dos veces.
– ¿Y?…
– No lo consiguió. Le tiré un cheque a la cara.
– ¿Y por eso pensó que eres un hombre incorruptible a toda prueba? Pobre tío. Tenía que haber intentado sobornarte por tercera vez.
– Elemental. A la tercera hubiese cedido -dijo riendo Carlos Bey.
– Oye, una simple curiosidad… ¿Qué pasaría si a ti te ocurriera algo?
– ¿Ocurrirme qué?
– Pues eso: que la espicharas, hombre. Un balcón que se te cae encima. Un autobús que te atropella. Un negro que se te tira.
– Si lo preguntas desde el punto de vista de la herencia, la contestación es sencilla. El último mandato de Óscar Bassegoda quedaría sin efecto y no habría necesidad de repartir.
Dani Ponce lanzó una carcajada.
– Pues entonces ten cuidado, vida mía-dijo-. Acabaré contigo, pero dándote un buen final. Me pinto de negro y te hago mío hasta que mueras.
Señaló un reloj y añadió:
– Estate tranquilo con la chica. ¿Cuándo quieres que me la lleve?
– Cuando ella se canse, pero en todo caso no la tengas más de una hora. Ah… Y sobre todo cuidado con las escaleras y todo eso. Tiene tuberculosis ósea y la han operado hace poco. Que no se te caiga. Podría resultar fatal.
– A mí las mujeres se me caen todas, pero en la cama. No estuvo muy seguro de que Bey le hubiese oído, porque Bey ya estaba saliendo hacia el sitio donde había dejado a Marta Estradé para confirmarle que Ponce cuidaría de ella. Lo raro fue que no la encontró en el mismo sitio; o tal vez fue lo lógico, porque la gran casa se tragaba el dinero, los pensamientos, las personas, los silencios. Carlos Bey buscó en dos habitaciones.
– ¡Marta! No se atrevía a gritar, como si tuviese miedo de que su voz rompiese algo, algún cristal líquido, algún espejo fabricado con las soledades que había en el fondo de la casa. Su voz fue un susurro. En las persianas viejo estilo vibraron unos corpúsculos de luz.
– Marta… La otra habitación, la gran cama de madera tallada, fabricada por Valentí, donde había muerto Óscar Bassegoda. El último libro que había dejado sobre la mesilla, dándole la razón a Ponce: el teatro de Shakespeare traducido por José María de Sagarra, y que era seguro que jamás leyó. La puerta de uno de los armarios que oscila levemente, como si hiciese viento, pero no hay viento dentro de la casa. Sencillamente tiene que haber manos que se mueven, manos que hace muy poco que la han abierto.
– Marta, ¿estás ahí? Silencio. La gran casa que se lo traga todo, que se ha tragado también a aquella luchadora que un día perteneció a la calle.
Carlos Bey sintió que unas gotitas de sudor frío nacían en sus sienes, pero su cara permaneció inmutable. Solamente sus músculos estaban todos en tensión y no sabía por qué. Avanzó un poco para atravesar la habitación y llegar al otro lado de ésta.
Fue entonces, al cambiar de posición, cuando lo vio. Fue entonces cuando la luna del armario entreabierto le envió su mensaje, le transmitió la figura del hombre vestido de negro, algo encorvado, sombrero sobre los ojos, cara invisible, manos ágiles donde relampaguea la luz. Carlos Bey tuvo el tiempo justo, mínimo, un relampagueo también de la hebilla del cinturón y del fondo de sus ojos para ladearse y esquivar el cuchillo que le habían lanzado con una exactitud artística, con una precisión de geómetra, y que fue a clavarse en uno de los paneles de madera, justo en el sitio donde medio segundo antes había estado el cuerpo. Luego nada. Luego el grito de Carlos Bey, la puerta IMELDUL las cortinas.
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