– Cuando llegue Tirsa -habló sola- voy a decirle que mañana mismo nos cortamos el pelo. La melena ya no nos sirve para nada y en cambio se está chupando el calcio y el hierro de los bebés.
Abrió su joyero. Adentro estaban el anillo y los zarcillos de diamantes, un prendedor de zafiros, varias argollas y cadenas de oro y unas ramitas de coral negro que los niños sacaron del mar para regalarle. En el fondo encontró lo que buscaba: el collar de perlas grises que Ramón le trajo del Japón. Se lo puso y lo acarició largo rato, como si quisiera grabarse, en la yema de los dedos, hasta las mínimas irregularidades de cada perla.
Dobló todo y lo acomodó de nuevo en el baúl, menos las sábanas y manteles. Los necesitaba para taparse por la noche, secarse después del baño, vestir a los niños y cortar pañales para los que venían en camino. Se quitó la batola tosca, de vela de barco, que tenía puesta, y se envolvió la sábana santa en el cuerpo, como túnica. Cerró bien el baúl y lo arrastró hasta el balcón, descansando de trecho en trecho. Cuando logró colocarlo en el borde, le pegó un empujón. El baúl cayó metro y medio y se clavó en la arena. Ella bajó luego y estuvo el resto de la mañana cavándole un hoyo alrededor.
Ramoncito vino a ayudarla.
– ¿Qué haces, mamá?
– Entierro este baúl.
– ¿Para qué?
– Para que no se dañe lo que hay dentro.
– ¿Y qué hay dentro?
– La ropa y el dinero que voy a necesitar el día que nos rescaten.
– ¿Nos van a rescatar?
– Tal vez.
– Yo no me quiero ir. ¿Tú sí?
– Yo sí.
– ¿Por qué, es mejor en otro lado?
– Mucho mejor. Tal vez.
– ¿Y para qué necesitas ropa el día que nos rescaten?
– Para no dar lástima.
– ¿A mí también me guardaste ropa?
– No, a ti no. La que tenías te queda pequeña.
– ¿Entonces yo voy a dar lástima?
– No. Te voy a comprar un vestido nuevo apenas desembarquemos. Y zapatos.
– No me gustan los zapatos.
– Allá te van a gustar.
– No me gusta allá. No me quiero ir.
Las demás mujeres andaban por el acantilado. Todos los días se descolgaban por los escalones de la roca escarpada, sacándole el quite a las olas, para arrancar calamares, ostras y langostinos. Tirsa, la más hábil para ese oficio, ya no podía hacerlo y se limitaba a dirigirlas desde arriba. Alicia oyó sus voces.
– Se acercan -le dijo a Ramón- acabemos de enterrar esto rápido. Vuelven temprano, debieron encontrar mucha pesca.
Venían en estampida, desbocadas como potros, y no traían nada de comer. Se pararon alrededor de Alicia, sin decir nada. Las vio sofocadas, desencajadas, con ojos de espanto.
– ¿Qué fue, por Dios? ¿Alguna se cayó?
– No, señora.
– ¿Qué pasó? ¿Por qué no me dicen qué pasa?
– Porque nos reprende si le decimos, señora.
– ¡Los niños! ¿Algo malo con los niños?
– No, con los niños nada. Es que en el acantilado vimos… vimos a Lucifer.
– ¿Vamos a empezar otra vez con eso? -ladró Alicia, sin disimular la furia.
Llegó Tirsa, que venía rezagada.
– Es cierto, Alicia -dijo-. Esta vez lo vi yo también.
– ¿Viste al demonio? ¿Tú también? -había más ironía que sorpresa en la voz de Alicia.
– Sí -dijo Tirsa-. Yo también. No sé si era el demonio, pero era alguien bien horrible.
Todas se soltaron a hablar a la vez: era alto, grandote, muy negro, con los pelos parados y rojos, era peludo por todo el cuerpo, era peludo sólo por la espalda, los ojos echaban fuego, no, los ojos eran humanos pero la boca era de bestia. Caminaba en cuatro patas, pero la cara era de hombre, no caminaba en cuatro, sólo en tres, sea lo que sea en dos patas, como la gente, no caminaba. Tenía la piel oscura, reseca, tenía piel con escamas, como las iguanas. Olía fétido, antes de que apareciera en lo alto del acantilado sintieron su hedor, como a muerto. Iba desnudo y sus partes eran las del demonio, o por lo menos muy grandes, en cualquier caso macho sí era, de eso no cabía duda.
– Demonio seguro que no es -sentenció Alicia-. Así que es hombre, o es bestia. O no es nada, como tantos espectros que han rondado por aquí.
– Es bestia -dijeron unas.
– Es hombre -dijeron las otras.
– ¿No será un náufrago, que llegó? -preguntó Alicia.
– Pues si es náufrago -contestó Tirsa- debe llevar años viviendo en el fondo del mar.
Decidieron que un grupo, armado de palos y con Tirsa a la cabeza, daría una vuelta a la isla. Recorrerían los lugares por los que no se asomaban desde que habían limitado a lo indispensable su radio de acción.
– Mejor no vayamos hoy, que ya es tarde y nos agarra la noche -pidió Benita.
– Sí -dijo Tirsa-. Mejor mañana, con luz.
– Mejor nunca -dijo Alicia-. No lo busquemos, esperemos a que aparezca. No hay prisa, hasta ahora no nos ha hecho mal.
Durmieron intranquilas, aunque esa noche nada apareció. Al amanecer, Alicia las llamó a la playa. Cuando llegaron, encontraron que Tirsa tenía dos cuchillos de cocina y los afilaba con una piedra.
– ¿Vamos a cazar a ese demonio que vimos? -preguntaron.
– No. No vamos a cazar ningún demonio. Nos vamos a cortar el pelo -anunció Alicia- porque nos estorba para trabajar. Además ya no tenemos cómo cuidarlo, y andamos con unas greñas que meten miedo. Esto ya lo hemos discutido muchas veces entre todas, está decidido hace tiempo y es la hora de hacerlo. ¿Cuál es la primera voluntaria?
Pasó Rosalía, después Benita y Francisca. Alicia y Tirsa agarraban los largos mechones, los trasquilaban apenas por debajo de las orejas y los tiraban en un solo montón, que parecía un animal dormido y lanudo. Luego Alicia se lo cortó a Tirsa, y Tirsa a Alicia. Alguna trajo el trozo de espejo, se miraron con las melenas cortas y se rieron.
– ¿A ver cómo quedaste? -le dijo Francisca a Benita-. A que así no consigues novio.
– Y a quién querías que consiguiera, ¿al monstruo del acantilado?
– Yo estoy esperando a que este niño crezca para casarme con él -dijo Rosalía, alzando a Ramoncito y dándole besos ruidosos en la cara-. Y de aquí a que crezca, voy a tener el pelo largo otra vez.
– Ya estamos todas pelonas -dijo Alicia-. Alta, faltas tú.
– Yo no, señora, yo no me lo corto.
– Vamos, que no comes suficiente para ti y para tu pelo.
– No, señora, no puedo… porque al alemán le gusta.
– Sea pues. Esta muchachita está loca de amor.
Las niñas llegaron corriendo con la muñeca de porcelana, andrajosa y aporreada.
– ¡Alta! ¡Altita! Hazle una peluca de verdad -le pidieron-, que ella está aburrida de andar pelona.
– Pelona, manca, tuerta… Esta pobre no tiene arreglo -dijo Alta, y escogió el mejor mechón para hacer la peluca.
En la tarde Benita se apartó del grupo para ir a salar pescado. Regresó jadeando, con la cara encendida.
– Señora -le dijo a Alicia- apareció el monstruo. Es… Es Victoriano Álvarez.
– ¿Qué dices? -Victoriano Álvarez murió hace meses.
– No, señora, no murió.
– Pero qué estás diciendo, si lo mató el escorbuto.
– No lo mató. Lo desfiguró, pero no lo mató.
– Sería otra aparición. ¿Lo tocaste?
– Me tocó él a mí, y bien que me tocó.
Benita contó que estaba cortando el pescado en lonjas y quitándole las espinas cuando sintió un olor feo que se le atascaba en las narices. Pensó que la laguna estaba arrebatada, o que tal vez quedaba algún cadáver sin enterrar. El monstruo se le acercó, sin hacer ruido, por la espalda. Cuando ella se dio cuenta, pegó un respingo y un grito y él le dijo que no se asustara, que era Victoriano.
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