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Laura Restrepo: La Isla de la Pasión

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Laura Restrepo La Isla de la Pasión

La Isla de la Pasión: краткое содержание, описание и аннотация

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Ésta es la historia estremecedora y verídica de un grupo de náufragos sometidos durante nueve años a las más duras pruebas de supervivencia, entre ellas una extraña guerra a muerte en la cual nunca llegan a verle la cara a sus enemigos. El tragicómico Ramón Arnaud, joven oficial del Ejército mexicano, acepta una misión en una isla desierta, no por casualidad llamada de la Pasión, y parte hacia allá con Alicia, su esposa adolescente, y once soldados con sus familias. Entre tanto, su país entra en el vértigo de una guerra civil, cae el gobierno que los ha enviado y nadie vuelve a acordarse de ellos ni de la isla, donde quedan librados a su muerte. Setenta años después de ocurridos estos hechos reales pero olvidados, Laura Restrepo les rastreó la pista, entrevistando a los familiares de los sobrevivientes e investigando en los archivos de la Armada mexicana y de la norteamericana, en viejas cartas de amor, en los decires y recuerdos de los vecinos de varios pueblos de México. El resultado es esta aventura fantasmagórica, surrealista y en buena medida inútil, pero pese a todo conmovedoramente heroica. Escrita durante los años de exilio político de la autora en México, La Isla de la Pasión que habla de lejanías y aislamiento pero también de la dulce posibilidad del regreso, aparece como una metáfora de todas las formas del exilio.

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– ¿Victoriano Álvarez? ¿Estás muerto? -había preguntado Benita, a media voz apenas.

– Estuve casi muerto, pero resucité yo sólo.

Ella observó al ser de ultratumba que tenía delante y reconoció un parecido remoto con el guardafaros, con el negro entero y macizo de otros tiempos. Las piernas se le habían curvado y plagado de forúnculos y para sostenerse en pie necesitaba apoyarse en un palo. Tenía la piel manchada como una hiena, la pelambre de la cabeza se le disparaba roja, como una llamarada, y a lo largo del espinazo le crecían mechas tiesas y entorchadas, como sacacorchos. Tenía los ojos saltones de los batracios y las encías hipertrofiadas, sin dientes.

– ¿Por qué estás tan feo, Victoriano? -preguntó Benita.

– Así me dejaron la enfermedad y el hambre.

Dijo que estuvo muchos días muerto en su hamaca, en la guarida del faro. Que durante la ausencia de su alma los cangrejos invadieron la cabaña. Cuando despertó, pudo comérselos con sólo estirar la mano y eso lo salvó, porque la debilidad no le permitía moverse. Para calmar la sed, se arrastro por el suelo y se tiró boca arriba bajo la lluvia. Como pasaba el tiempo y no había señales de otros humanos, creyó que todos habían muerto y que era el único sobreviviente. Recuperó algo de fuerza y cazó y comió pájaro bobo, crudo, apestoso a yodo, baboso. Como no podía pararse se quedaba ahí, quieto como una piedra, y esperaba horas a que un pájaro se acercara para pegarle el manotón. Mucho después pudo ponerse de pie. Con la ayuda de una vara daba un paso, dos pasos, se caía. Reptaba de vuelta a la hamaca y se quedaba acostado hasta recuperar el aliento para volver a intentar. Pasaron días y noches y logró meterse al mar y pescar, a lanzadas de fusil con bayoneta calada. Empezó a tener indicios de que no estaba solo, a sospechar que alguien más vivía, y cada vez llegó un poco más lejos, para buscar. Dijo que el dolor de las piernas lo atormentaba y que caminar era un calvario. Hacía dos semanas las había descubierto a ellas, a las mujeres, y las espió, de sol a sol, sin que lo vieran. Supo que los demás hombres estaban muertos: supo que el último varón, en la isla de Clipperton, era él.

– ¿Por qué no pediste ayuda? -le preguntó Benita.

– Cuando la pedí, quisieron matarme.

Victoriano le contó de la golpiza con que le molieron los huesos el día del entierro de los Irra.

– Los que te golpearon ya están muertos -dijo la mujer-. Ven conmigo a la casa, que la señora Alicia y las demás te van a recibir bien.

El negro aceptó, y por el camino sacó un cuchillo y la chuzó con la punta en la garganta.

– Primero quiero mujer, así que tiéndete -contó Benita que le ordenó Victoriano.

– ¡María Santísima! ¿Y tú qué hiciste? -le preguntó Alicia consternada.

– Pues tenderme, señora, qué otra cosa -respondió Benita, sin entrar en explicaciones-. Ahora está aquí, a la vuelta, esperando a que usted le autorice a entrar.

Alicia mandó que lo llamaran. Primero les llegó su tufo de perdonado por la muerte, y cuando cruzó la puerta, se encontraron frente a frente con el propio monstruo del acantilado. Era cierto: el escorbuto, el reumatismo y el raquitismo habían convertido a Victoriano Álvarez en un esperpento. De todas maneras se alegraron de verlo y al rato se acostumbraron a su nuevo aspecto. Aunque estuviera en estado tan lamentable, era bueno tener un hombre a su lado.

– Estás mal, pero estás vivo, Victoriano -le dijo Alicia.

– Pero no gracias a ustedes.

– Nosotras tampoco estamos vivas gracias a ti. Pero no es hora de recriminaciones. Podemos ayudarte y tú puedes ayudarnos. Si te comportas. Lo que hiciste con Benita fue un abuso, una maldad. Si quieres convivir con nosotras, eso no debe repetirse nunca jamás.

– Necesitaba mujer, después de tanta soledad.

– La próxima vez le preguntas si quiere estar contigo.

– ¿Y si no quiere?

– Pues te aguantas las ganas, como hacemos nosotras.

Le trajeron comida y él volvió a contar la historia de su lucha por sobrevivir.

– Al fin quedamos nosotras y tú -le dijo Alicia-. No es raro, las mujeres y los negros somos las dos razas más resistentes del planeta.

– Y ustedes se volvieron negras.

– Pues sí, mira no más, si estamos renegras, como tú. El sol nos puso a todos iguales.

– El sol y las penas, señora, que son las que más curten.

– Si las penas negrean, Victoriano, debemos tener el alma como un carbón.

Cuando se despidió para volver al faro, le dieron una de las sábanas, una cuchara y otras cosas que pidió prestadas. Lo vieron poco en los días que siguieron. Sabían que a veces pasaba cerca, porque detectaban su olor a tumba y porque aprendieron a reconocer el crepitar de sus huesos y el ruido de sus pasos encogidos. Alicia y Tirsa sospechaban que el propósito de sus viajes era encontrarse, a escondidas, con Benita. De tanto en tanto aparecía por la casa, trayendo mariscos o pescado. Ellas le daban de comer y él se sentaba por ahí, sin decir nada, a rumiar la comida con su boca chimuela. Cuando conseguían, le daban algún remedio para sus males. Aceite extraído del hígado de un bacalao, que bien frotado calentaba el cuerpo y aliviaba el reumatismo. O pasta de concha de nácar para las cicatrices viejas, que le escocían, según se quejaba.

Una noche se hizo tarde y Benita no llegó a la casa. Anduvieron por los alrededores llamándola y no respondió. Se imaginaron que estaría en la guarida del faro y fueron a buscarla. Las recibió Victoriano, atravesado en la puerta para impedirles la entrada.

– Venimos por Benita.

– Ella está conmigo, y de aquí no se la llevan.

– Benita ¿quieres quedarte? -gritó Alicia.

– Sí, señora, yo me quedo -salió de adentro la voz.

No volvieron a toparse con ninguno de los dos en varias semanas, hasta una mañana en que sacaban camarón del acantilado. Fue Rosalía la que encontró el cadáver de Benita. Tenía la cabeza abierta, y marcas en todo el cuerpo.

– ¡Se desbarrancó y se descalabró, la pobre!

– ¿Qué tiene en el cuerpo? ¿Tanta marca roja?

– Son besos de Judas…

– La chuparon los pulpos…

– No -dijo Tirsa, lenta y sombría-. La golpeó Victoriano y la mató. Y va a venir a llevarse otra.

Esa misma noche lo sintieron acercarse, invisible por entre la oscuridad. Cuando el aire se puso rancio y se oyó crujir de tibias y fémures, Alicia y Tirsa le salieron al encuentro, echando por delante sus panzas de embarazadas.

– Eres un asesino, y a la casa no entras.

– Entro donde quiero, porque ahora yo soy el gobernador.

Se descorrió la cortina de nubes que tapaba a la luna, cayó del cielo una luz lechosa y pudieron verle la facha pendenciera de pirata lépero, de guerrillero zarrapastroso: llevaba tres puñales en la cintura, el fusil en bandolera y un garrote empuñado.

– ¿Por qué la mataste?

– La maté por igualada y por ociosa. Váyanlo sabiendo: ahora yo soy el gobernador, yo mando, todas las mujeres son mías y hacen lo que yo quiero. A ustedes dos me las llevo después de que hayan parido.

– Vas a pagar tus crímenes, Victoriano -amenazó Alicia.

– Ay, señora, quién me los va a cobrar, ¿usted?

– La justicia, cuando vengan por nosotros.

– No van a venir, y si vienen, antes las mato a todas, para que no haya quien cuente. Si no quieren una paliza ya mismo, se me quitan del medio porque voy a entrar.

Las empujó con un trancazo de su brazo zurdo, se metió a la casa, agarró a Altagracia, la zamarreó, la tumbó y la arrastró del pelo. De su largo pelo endrino, tan azul y reluciente.

– A esta me la llevo conmigo -dijo- para que me cocine y me quiera.

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