Laura Restrepo - La Isla de la Pasión

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Ésta es la historia estremecedora y verídica de un grupo de náufragos sometidos durante nueve años a las más duras pruebas de supervivencia, entre ellas una extraña guerra a muerte en la cual nunca llegan a verle la cara a sus enemigos.
El tragicómico Ramón Arnaud, joven oficial del Ejército mexicano, acepta una misión en una isla desierta, no por casualidad llamada de la Pasión, y parte hacia allá con Alicia, su esposa adolescente, y once soldados con sus familias. Entre tanto, su país entra en el vértigo de una guerra civil, cae el gobierno que los ha enviado y nadie vuelve a acordarse de ellos ni de la isla, donde quedan librados a su muerte.
Setenta años después de ocurridos estos hechos reales pero olvidados, Laura Restrepo les rastreó la pista, entrevistando a los familiares de los sobrevivientes e investigando en los archivos de la Armada mexicana y de la norteamericana, en viejas cartas de amor, en los decires y recuerdos de los vecinos de varios pueblos de México. El resultado es esta aventura fantasmagórica, surrealista y en buena medida inútil, pero pese a todo conmovedoramente heroica.
Escrita durante los años de exilio político de la autora en México, La Isla de la Pasión que habla de lejanías y aislamiento pero también de la dulce posibilidad del regreso, aparece como una metáfora de todas las formas del exilio.

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Se dio cuenta entonces de que ellos no se iban a quedar quietos, esperando a que los empujara. Iban a correr, a escabullirse, a defenderse, y tendría que perseguirlos. Antes no se le había ocurrido, tal vez porque nunca había sido en serio. Los había imaginado agarrados de su mano y saltando con ella al vacío, inconscientes, adormecidos, cansados de vivir, resignados, entregándose a la muerte con docilidad. Pero los seres que tenía al frente, jugando y brincando, bullían de vida, eran la vida misma, y se aferrarían a ella con una energía todopoderosa, imposible de quebrar. «Perdóname, Dios mío, por pensar en una atrocidad tan absurda. Lo que tengo que hacer es matar al negro.» Se sintió fuerte y decidida. Tenía el sable de Ramón escondido. Lo haría. Tirsa y ella matarían al negro. ¿Podrían? ¿Les serviría de algo ese sable enorme y oxidado? No, no podrían. Lo más probable era que el negro las matara primero, y que los niños quedaran en sus manos. «No hay ninguna otra salida -pensó-. Hoy no hay regreso.»

La sorprendió el volumen de su propio dolor. Aunque en el fondo de su alma sabía, o quería saber, que esta vez tampoco saltarían, sufría como si fueran a hacerlo. Creía que ya había sentido todo el dolor que un ser humano puede resistir, que lo conocía al derecho y al revés, que era un territorio familiar y sin sorpresas. Pero el de ahora era cien veces, mil veces peor que todo el anterior. Se espantó al ver la intensidad de la angustia que su corazón podía aguantar sin reventarse.

Los niños encontraron el agujero que daba al interior de la roca, por el que años atrás habían descendido Ramón y sus hombres buscando el tesoro.

– ¡Mira mamá, cuánto murciélago!

– ¡Ven mamá, que son bien asquerosos los sapos!

– Mamá, ayúdame a agarrar uno, mamá.

Alicia comprendió, de pronto, que eran niños felices. Muchas veces los había visto hacer lo mismo, decir lo mismo, jugar igual, y no se había dado cuenta. Ahora lo veía claro: esos años que para ella habían sido tragedia, para ellos eran simplemente la vida. No tenían otra para comparar, no añoraban nada. Como las otras veces, se convenció de que debía bajarse caminando de la roca, volver a su casa, olvidarse de soluciones demenciales. ¿Cómo iba a matar ella a sus hijos, si ni el hambre ni Victoriano habían podido hacerlo todavía? Imposible. Absurdo. Atroz. No lo haría. Por ningún motivo lo haría. El dolor disminuyó y la dejó respirar de nuevo, le vino un repentino amor por la vida, y ver a los niños vivos, a pesar de todo vivos, la puso feliz.

Casi les dice, como en ocasiones anteriores, «Volvamos, niños, que se acabó el paseo». Pero se acordó de los tres años que llevaban abandonados, sin remedio ni esperanza. Pasarían así tres más, y tres nueve y tres doce y tres quince. Se le atragantaron las palabras en la garganta y no dijo nada. Mejor sería saltar de una buena vez.

Se decidía, se asomaba al abismo, miraba a los niños, se arrepentía, los abrazaba, se decidía, agonizaba en la duda, ya no le daba más el corazón. El sol aún no llegaba a la mitad del cielo, y sobre el mar se extendía una capa de neblina verde.

Detrás de la neblina, sobre el horizonte, Alicia advirtió un resplandor. Un relumbrar de puntos brillantes, móviles, que titilaban, se apagaban, ahora estaban, ahora no. Como cuando de niña, en Orizaba, se asomaba a su ventana y veía en el cielo, muy alto y muy lejos, los fuegos artificiales con que el pueblo vecino celebraba las fiestas de su santo patrón. Pero estos estallaban bajito, a ras del agua.

– Lo que me faltaba -dijo-. Un barco fantasma…

Sintió mareo y escalofríos en todo el cuerpo.

– Ay Ramón, no me hagas esto. No me mandes visiones a mí también, que bien cara nos costó la tuya.

Se frotó los ojos, se mordió los labios, y los puntos seguían ahí. Se compactaban, se volvían una masa sólida.

– Ay Ramón, no te burles, ahora no. Sácame ese fantasma de los ojos y mándame fuerzas para saltar, antes de que vuelva a acobardarme el dolor.

Los niños, perdidos en su mundo, alborotaban, se le prendían a las piernas, la jalaban. Como siempre, querían meterse entre la roca, querían cazar un sapo, querían saber si los murciélagos fumaban. Ella permanecía inanimada, sorda, muda y lela, sin despertarse de la alucinación. Aquella cosa gris avanzaba hacia la isla, atravesando las olas y dispersando la neblina.

– ¡Ramoncito! -llamó a su hijo-. Ven acá. Dime qué ves allá. Pero no mientas, no inventes. Sólo dime qué ves.

– Un barco, mamá.

Ahí estaba, frente a ellos, en el mar. Metálico y contundente, idéntico al que apareció reflejado en las pupilas de su marido, horas antes de su muerte.

– Hazle señas, hijo -se arriesgó a decir Alicia, con una voz débil y quebradiza, como de vidrio.

El niño agitó los brazos. Alicia no se atrevía, no quería caer en la trampa. Toda ella permanecía inmóvil, salvo su corazón, que galopaba. No haría señas. No gritaría pidiéndole auxilio a un espectro. Era sólo un sueño, y tenía que despertar. Ya que todo estaba perdido, al menos conservaría la razón. Recordó su propia ley: no existe sino lo que podemos tocar. Aquel barco era intangible, no existía. Ramoncito chillaba:

– ¡Aquí estamos! ¡Aquííííííí!

Las dos niñas vinieron a averiguar qué pasaba y enloquecieron cuando vieron el barco. Ramón se quitó el pedazo de tela que le servía de taparrabos y lo agitó. Las niñas lo imitaron. Se dejaron llevar por el delirio. Corrían en todas direcciones, pedían socorro, sacudían los trapos como posesos.

– ¡Auxilio! -Alicia se sorprendió al oír su propia voz.

Ese primer grito fue una puerta que se abrió en su garganta, permitiendo que saliera toda la esperanza contenida en años de tragársela entera y guardarla adentro. Ahora ella también corría, gritaba, se reía, rezaba, besaba a los niños.

– Este sí es de verdad, Ramón, ¡Este sí es de verdad! -repetía mirando hacia arriba, más para convencerse a sí misma que para informarle a su marido.

El barco estaba más cerca y pudo ver su insignia: era de bandera norteamericana. Una punzada de pánico la petrificó: ¿Y si no los veía, y se devolvía? No era mexicano y por tanto era probable que se limitara a pasar de largo. A menos que lograran detenerlo.

– ¡Gritemos fuerte, que nos oigan! -le ordenó a los niños, y ella misma puso su alma en cada grito.

En el furor de la algarabía, Alicia se arrancó la sábana santa, que llevaba envuelta alrededor del cuerpo. Desnuda como sus hijos, con Ángel a las espaldas, gloriosa y resplandeciente de ganas de vivir, batió en el aire la gran tela blanca.

– Sirve para algo, trapo -mandó- ¡Haz que nos vean!

Cañonero U.S.S. Yorktown, altamar, 1916.

A las seis y cuarto de la mañana del miércoles 18 de julio, en medio de una oscuridad que hacía pensar que la noche aún no terminaba, el capitán H. P. Perril se asomó al puente de mando. Lo aturdió una cortina lechosa y en un primer instante no supo si era la niebla que aparecía ante su cara, o las nebulosas dentro de su propia cabeza a medio despertar. Nadie había podido dormir bien a bordo del Yorktown por el exceso de movimiento y el calor sofocante. Varios de los hombres lo habían intentado acostándose al aire libre sobre la cubierta, pero unos chubascos indecisos y recurrentes los habían forzado a volver adentro. El propio capitán sólo había logrado atrapar un sueño desleído hacia la cuatro de la mañana, que se había vuelto profundo poco antes de que lo despertaran, como todos los días, a las seis.

Lentamente se fue conectando con el mundo: del suroeste soplaba un fuerte viento, y un mar desasosegado los sacudía sin perdón y sin ritmo. Le preguntó al timonel si podía ver algo y éste le contestó que sólo la niebla. La falta de visibilidad duró hasta las nueve y cincuenta de la mañana, cuando el vigía gritó que divisaba tierra.

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