Se alejó, meciéndose dolorosamente sobre sus piernas temblonas y cargando a Altagracia en el hombro. Ella se dejó llevar como si fuera un costal de harina, cerrando los ojos, los oídos y el entendimiento para no ver, ni oír, ni sentir. Su pelo caía hasta el suelo y lo barría, dejando una estela por entre piedrecitas y caracoles.
Horas más tarde se adelantaba el parto de Alicia. Le nació un niño sietemesino, etéreo y frágil como un suspiro y con una cara tan angelical que creyeron que no tardaría en volver al cielo. Para que no se quedara a mitad de camino, penando en el purgatorio, lo bautizaron inmediatamente con agua en la cabeza y sal en la boca, y le pusieron el nombre del padre de Ramón, Ángel Miguel. Alicia no pudo alimentarlo.
– La angustia no te deja bajar la leche -le dijo Tirsa.
Lo mantuvieron vivo a cucharaditas de agua de coco con clara de huevo de pájaro, hasta que vino el parto de Tirsa. Tuvo una niña que se llamó Guadalupe Cardona, grande y resistente, y Tirsa les dio el pecho a los dos. Ni una ni otro quedaban satisfechos y la vida se les iba en llorar, Lupe con alaridos llenos, vigorosos, y el niño con gorjeos de pajarito enfermo. Pero ni una ni otro quisieron morirse y ambos se aferraron a la vida, a plena conciencia.
Alicia y Tirsa sabían que les había llegado la hora de enfrentar a Victoriano. Armas tenían -algunas pistolas y viejas carabinas de dotación- pero municiones no. Se habían agotado hacía años.
– Es como tener madre, pero muerta -comentó Tirsa.
A pesar de la debilidad, el negro seguía siendo un hombre poderoso y un tirador certero, la adversidad lo había vuelto malo, cruel y fiero, y enfrentársele era para ellas como desafiar una montaña.
– Sea como sea, tenemos que matarlo. Es nuestra obligación -opinaba Tirsa, y de ahí no la sacaba nadie.
– Nuestra única obligación es permanecer vivas, por nuestros hijos -le respondía Alicia, y de ahí tampoco la sacaba nadie.
El desacuerdo y el miedo las paralizaban, y aunque las agobiaba la certeza de que para Altagracia cada minuto podía ser el último, se pasaban las noches discutiendo qué hacer y no hacían nada. Finalmente se transaron por una fórmula intermedia. Intentarían matarlo, pero sin exponerse a que las matara.
– Veneno -dijo Alicia, y corrió a rebuscar entre los frascos que quedaban de la farmacia de Ramón. La mayoría estaban rotos, vacíos o secos, pero la botella azul que buscaba estaba intacta. Nunca había sido siquiera destapada. Se conservaba hasta la etiqueta con el nombre «Agua Zafia (Arándula Vertiginosa)», un letrero en rojo que rezaba «Puede ser letal» y las indicaciones de empleo, de puño y letra de Arnaud: «Una gota disuelta en medio vaso de agua y tomada después de la comida cura la acidez, dos, a las once, estimulan el apetito, cinco constituyen un afrodisíaco notable, diez gotas tomadas diariamente son un gran tónico cardíaco y alargan la vida, treinta gotas, tomadas de un tirón, la ponen en peligro, dos cucharadas de agua zafia matan a cualquiera.» [6]
Necesitaban la complicidad de Altagracia y buscaron la manera de comunicarse con ella sin que Victoriano se percatara. Descubrieron que podían hacerlo temprano en la mañana, a la hora en que el negro dormía más profundamente. A Altagracia la encontraron encerrada dentro de sí misma; resguardada, amurallada e intocable en la fortaleza de sus sueños.
– ¿Te lastima mucho? -le preguntaron en voz baja, para no despertar al hombre.
– Lastima mi cuerpo, no más -respondió-, porque mi cabeza siempre piensa en quien me quiere, y se va, con él, muy lejos de aquí.
– A ti te salva el recuerdo del alemán -le dijo Alicia- y a nosotras nos vas a salvar tú.
Le entregaron un caldo de pescado, espeso y cargado, con dos cucharadas grandes de agua zafia diluidas adentro. Le explicaron que tenía que hacérselo tomar para que se muriera. Que no lo fuera a probar ella, ni un solo sorbo. Que le dijera que lo había preparado especialmente para él.
– No me va a creer -protestó Altagracia- porque no le cocino ni cuando me zurra para que lo haga.
La convencieron, la abrazaron, le echaron la bendición y se devolvieron. Durante dos días estuvieron sin noticias, ni de Altagracia ni de Victoriano, y se atormentaban barajando posibilidades:
– Sólo debió tragarse la dosis de afrodisíaco y ahora viene y nos viola a todas.
– O la dosis de alargar la vida y ya no lo truena ni un rayo.
– O el veneno le abrió el apetito y quiere más caldo…
Al tercer día apareció, iracundo como una fiera y más demacrado y horrendo que de costumbre, porque, según gruñó, se tomó el caldo y vomitó setenta y dos horas seguidas. Les pegó a todas, las zarandeó del pelo, les quitó las carabinas, las pistolas, las herramientas y hasta los cuchillos de cocina, para que no pudieran usarlos en contra suya.
– Así que querían matarme, hijas de puta. Las voy a matar yo a ustedes y me quedo con sus hijas, que están más tiernas, y les enseño desde pequeñas a quererme y a no traicionarme por la espalda.
Un día Alicia se levantó decidida. No tenía descanso desde que Victoriano había amenazado a las niñas. Tenía que cumplir con su deber, aunque su deber fuera cometer un acto atroz. De madrugada, les dio el desayuno a sus hijos. Envolvió a Ángel en un rebozo y se lo colgó a la espalda, como le habían enseñado las otras, agarró a Ramón de la mano y llamó a Alicia y a Olga.
– ¿A dónde vamos, mamá?
– A la roca del sur.
Los niños se entusiasmaron, acordándose del tiempo en que su papá los llevaba de excursión. Ahora su mamá lo hacía con frecuencia, pero no era igual. Llegaban hasta la cumbre de la roca, y ella se paraba al borde del abismo, sin decir una palabra. No les mostraba las estrellas, como él, ni les hablaba de la dirección en que soplan los vientos. Nada más se estaba quieta, perdida en sus pensamientos, mientras ellos jugaban. Hasta que decía, de repente, «Volvamos, niños, que se acabó el paseo», y no valía rogarle que se quedaran un rato más, ni pedirle que bajaran por el agujero hasta el fondo de la roca. Pero no importaba: también iban contentos.
Las niñas corrieron delante y Alicia tuvo que trotar para alcanzarlas. Cuando se acercaron al lugar, con el sol ya alto, les ordenó, como siempre, hacer silencio para no despertar a Victoriano, y caminar agachados para que no los viera si se despertaba. Ellos obedecieron divertidos, nerviosos, con los ojos brillantes, tapándose la risa con la mano.
Alicia escalaba con el chiquito a cuestas, pero pesaba tan poco que no lo sentía. Su hijo mayor la guiaba, le indicaba dónde apoyar el pie. Ella temblaba, porque estaba decidida a hacer lo que otras veces no se había atrevido. Ahora era distinto, porque el tiempo se agotaba. Era ya o nunca; después sería demasiado tarde.
Las niñas trepaban descalzas por el risco, agarrándose de los resquicios de la roca, morenas y desnudas, ágiles y eléctricas, como los monos.
Cuando alcanzaron la cima, Alicia miró hacia abajo y se le encogió el corazón. «Esto es una locura horrible» -pensó-. Otras veces se había parado allí mismo, había repasado la escena en su cabeza, la había ensayado mentalmente para no fallar a la hora de la hora. Noche tras noche se preparaba para este momento. Pero ahora que era definitivo y no había vuelta atrás era distinto a todo lo previsto, aun en los vuelos más oscuros de su imaginación. La roca era más hostil, más inclemente. La altura, que le había parecido tolerable, se abría como una boca negra, sobrecogedora y abismal. Durarían siglos en caer al fondo, se golpearían en el trayecto, se destrozarían el cuerpo antes de llegar al agua. No morirían enseguida, como calculaba, sino que descenderían despacio por entre la bruma, y los niños tendrían tiempo para pensar, para darse cuenta de lo que pasaba, para sentir pánico, para llamarla a gritos, para pedirle ayuda, para no perdonarla por toda la eternidad. «Nada, esta vez también nos devolvemos por donde vinimos», dijo Alicia, pero se acordó de Victoriano. De su amenaza de matarla a ellas y violar a las niñas. Si tocaba a las criaturas, si las maltrataba, ¿se lo perdonaría a sí misma? ¿Se lo perdonaría Ramón? «Me tiro con mis hijos, no queda otra.»
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