Fue una espera larga, de más de diez horas. Los dolores venían intermitentes y sacudían a Alicia por ráfagas, fuertes como descargas de electricidad. Después se alejaban, como la marea, dejando su cuerpo en un laxo reposo y su mente perdida en un limbo donde se borraban las referencias al mundo concreto. Hasta que de nuevo el dolor la devolvía bruscamente a la realidad, tensaba todas las fibras de su cuerpo, la sacudía con ondas ardientes que se disparaban desde su centro más hondo hacia sus dos párpados y cada una de sus veinte uñas, para replegarse luego, recorriendo el camino inverso y disolviéndose otra vez en el sosiego y la distensión.
Entre contracción y contracción, Ramón renovaba el agua de la jarra, le acariciaba el pelo, la abanicaba para que se mantuviera fresca. A veces mataban los minutos con juegos de damas, o de cartas, que se interrumpían cuando aparecían las punzadas. Cuando éstas se aceleraron hasta hacerse una sola con interrupciones breves, y el dolor triplicó su intensidad, los dos supieron que el momento había llegado.
Alicia dio rienda suelta a un impulso más telúrico que humano que se desató en su interior y que copó todos sus sentidos. El dolor, aunque en su punto máximo, pasó a segundo plano, convirtiéndose en una sensación débil, sin importancia, ante la potencia del esfuerzo. También el miedo y la incertidumbre de las horas anteriores quedaron borrados ante una gloriosa voluntad de poder, ante una fe ciega en su propia fuerza, que brotaba monumental. Tras el último envión, tremendo y definitivo, Alicia Rovira se perdió en la misma borrachera que marea a un dios cuando acaba de ejercer su mejor don, el de crear la vida.
Ramón contemplaba entre maravillado y aterrado, con las tripas revueltas y el corazón en vilo, ese acto violentísimo y sangriento que es la procreación. Vio aparecer la cabeza, que se asomó hasta la altura de la frente, e inmediatamente volvió a hundirse. Al tercer intento salió completa, mojada y gelatinosa, y Ramón pudo tomarla entre sus dos manos. Vio la cara diminuta que se fruncía en una fea mueca de adulto, y sin tener que jalar, sintió cómo detrás de la cabeza se deslizaba hacia afuera el resto del cuerpo, rápido y resbaloso como una lagartija. Contó cinco deditos en cada mano, cinco en cada pie, y comprobó que las facciones del rostro, aunque retorcidas por el esfuerzo del llanto, estaban perfectas.
Era hombre, tal como había pronosticado Alicia.
– Es un varón -le anunció-. Es un hermoso varón.
Con habilidad y mano cierta, como si ya lo hubiera hecho muchas veces, y con ayuda de Juana, que se afanaba llevando y trayendo trapos y agua hervida, Ramón cortó y cosió, extrajo residuos y limpió restos. Antes de entregarle el niño a la doña para que lo revisara y lo lavara, se detuvo a contemplarlo unos instantes.
– Un marcianito -pensó-. Un marcianito asustado que acaba de llegar de un viaje agotador.
Luego se tendió a descansar en la cama al lado de Alicia, y la señora Juana les alcanzó al recién nacido. Ya limpio y envuelto en un ropón de lino blanco, menos estremecido y menos amoratado, tenía más apariencia de criatura de este mundo. Desde el fondo de su cansancio, Alicia lo miró con amor y con angustia, con demasiado amor y demasiada angustia, como miran a sus crías todas las mujeres, las osas, las tigras, las gatas recién paridas.
En una sola cosa me equivoqué -dijo-. No tiene la cabeza redonda, la tiene puntuda, como el gorro de un enano.
Pero tampoco en eso se había equivocado. Al rato de estar afuera y una vez repuesta de la lucha por atravesar el estrecho tracto, la cabeza del niño, de contextura todavía maleable, perdió la terminación en pico y quedó más redonda que un ovillo de lana.
Ramón descorrió una de las persianas. Por la ventana abierta vieron la bóveda del cielo, alta y limpia, de un azul magnífico. Alicia recordó su sueño. Una imagen instantánea en su cerebro volvió a mostrarle el paradisíaco mundo submarino de cuando dormía, y se alegró de estar despierta.
«En este momento, la vida también es grata y es perfecta», pensó.
Vio a Ramón y al niño, los dos dormidos. Sintió el leve ruido de su respiración tranquila y también ella se dejó arrastrar por la duermevela.
Horas, o minutos, después, gritos que venían del exterior los despertaron, sobresaltándolos. Afuera mucha gente lloraba, llamaba a voces, corría sin concierto. Abrieron los ojos y notaron que el rectángulo iluminado y estático de cielo azul que se veía por la ventana, se había oscurecido, se había puesto en movimiento, pasaba del rosa al violeta, y del violeta a un vino tinto voraz que se lo tragaba todo. Había llegado el anochecer. Los gritos se sentían cada vez más agudos, cada vez más cerca.
Ramón se apresuró hacia la puerta de la casa, bajó de un salto torpe, todavía sonámbulo, la escalerilla del porche, atravesó un círculo de gente que se abrió para dejarlo pasar, y en el centro vio, tendido en el suelo, bañado en coágulos de su propia sangre, los restos de un hombre. Era el cadáver de Jesús Neri, el marido de Juana la partera, un soldado viejo que llevaba en Clipperton más tiempo que los demás. Todos a la vez, todos a los gritos, le contaron a Arnaud lo sucedido. Las versiones no coincidían, se contradecían, cada quien tenía una visión de los hechos.
El viejo estaba metido hasta la cintura entre el mar, metido hasta el cuello en el mar. Estaba al lado del muelle, no, no tan cerca, estaba a diez metros del muelle. Descargaba de su chalupa unos barriles que había transportado por agua desde otro lugar de la isla. Cargaba en su chalupa unos barriles que iba a llevar desde allí a otro lugar. Esos cinco barriles que contenían querosene. Querosene no, agua dulce, el viejo quería llevar agua potable desde el muelle hasta su casa. De pronto lo vieron manotear como un loco. El primero que lo vio fue Victoriano; la que primero lo vio fue la mujer de Faustino; fueron unos niños que empezaron a gritar.
Entre el agua el viejo se hundía, reaparecía, se veían su cabeza, su espalda, sus brazos, ya no se veían. Lo está picando una mantarraya, gritó Victoriano; aguamalas habrán de ser, chilló la mujer de Faustino. Los niños gritaron. Cinco hombres, cuatro, seis -tres hombres y dos mujeres- se acercaron corriendo por el muelle. Lo vieron defendiéndose a mordiscos, a patadas, de las sombras negras que lo atacaban. Lo vieron indefenso, rendido, poniendo cara de perdón, de dolor, de súplica. A palazos los hombres espantaron la manada de tiburones. Eran tres tiburones; eran dos tiburones y una barracuda; era un sólo tiburón inmenso; eran seis: cinco negros y uno blanco. El agua ya estaba roja de sangre cuando los ahuyentaron. Pedro alcanzó a arponear a uno, Pedro casi alcanza a arponear a uno. Rescataron lo que quedaba de Jesús. Cuando lo sacaron ya estaba muerto. Cuando lo sacaron todavía estaba vivo. Tendido sobre el muelle jadeó un rato, le rezó a la Virgen de Guadalupe, llamó a su mujer, Juana. Tendido en el muelle no dijo nada, sólo se murió sin decir nada. Intentó incorporarse con lo que le quedaba de cuerpo, le vino una bocanada de sangre, se murió. Primero se murió y enseguida la sangre se le escapó por las heridas, por la nariz, por la boca. Luego lo colocaron sobre una manta, lo llevaron hasta la entrada de la casa grande, y llamaron al capitán Arnaud.
Ramón veía perplejo tanto destrozo, tanta miseria de ese hombre deshecho, tanta tristeza de ese cuerpo vuelto un guiñapo. No atinaba a hacer otra cosa que quedarse parado, mirando. Había desaparecido su eficiencia de aprendiz de médico, se había esfumado su autoridad de gobernador, había perdido la capacidad de reaccionar. Sólo podía permanecer allí parado, y mirar. Tenía demasiado fresco el impacto del parto y las dos imágenes se yuxtaponían, se mezclaban, lo aturdían. Al lado del cadáver, sentada en cuclillas, doña Juana lloraba quedito, parejo, sin aspavientos ni lágrimas, resignada a la muerte desde siempre.
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