Laura Restrepo - La Isla de la Pasión

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Ésta es la historia estremecedora y verídica de un grupo de náufragos sometidos durante nueve años a las más duras pruebas de supervivencia, entre ellas una extraña guerra a muerte en la cual nunca llegan a verle la cara a sus enemigos.
El tragicómico Ramón Arnaud, joven oficial del Ejército mexicano, acepta una misión en una isla desierta, no por casualidad llamada de la Pasión, y parte hacia allá con Alicia, su esposa adolescente, y once soldados con sus familias. Entre tanto, su país entra en el vértigo de una guerra civil, cae el gobierno que los ha enviado y nadie vuelve a acordarse de ellos ni de la isla, donde quedan librados a su muerte.
Setenta años después de ocurridos estos hechos reales pero olvidados, Laura Restrepo les rastreó la pista, entrevistando a los familiares de los sobrevivientes e investigando en los archivos de la Armada mexicana y de la norteamericana, en viejas cartas de amor, en los decires y recuerdos de los vecinos de varios pueblos de México. El resultado es esta aventura fantasmagórica, surrealista y en buena medida inútil, pero pese a todo conmovedoramente heroica.
Escrita durante los años de exilio político de la autora en México, La Isla de la Pasión que habla de lejanías y aislamiento pero también de la dulce posibilidad del regreso, aparece como una metáfora de todas las formas del exilio.

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De ese depósito lo rescataron para enviarlo a la isla de Clipperton. Estando allí fue ascendido a capitán segundo. Pero Secundino Ángel Cardona nunca llegó a enterarse de esta noticia.

Ciudad de México, 1911.

En diciembre de 1911 llegaba otra vez a Clipperton El Demócrata. Hacía siete meses lo esperaban, en condiciones durísimas, pero de alguna manera durante los últimos dos años los habitantes de la isla se habían hecho a la idea de que la periodicidad real para el arribo de los barcos no era cada tres meses, sino aproximadamente cada seis.

Durante ese período había nacido la segunda hija de Ramón y Alicia. Como al primogénito le habían puesto el nombre del padre, a ésta le pusieron el nombre de la madre y la vieron crecer saludable y alegre, como si más allá de Clipperton no existiera más tierra ni cielo, como si no hubiera mejor comida que un filete de tiburón ni juguete más divertido que las caracolas y los cangrejos.

Si Ramoncito era un niño apegado a sus padres y abrumado por las preocupaciones de los adultos, Alicia, la chiquita, resultó el polo opuesto. Desde que aprendió a usar sus piernas, a los once meses, salió corriendo y organizó su mundo propio entre los corales, entre la arena, entre los charcos de barro. Era una proeza dormirla en una cama o mantenerla quieta bajo techo.

Con el paso de los años -de muchos años- esta niñita se convertiría en Alicia Arnaud viuda de Loyo, la anciana encantadora que vierte la leche en jarras y evoca recuerdos felices, sentada a la mesa de su cocina en la Pensión Loyo, de Orizaba.

El día que llegó El Demócrata le entregaron a Ramón una carta de su madre, doña Carlota. Estaba fechada en Orizaba, en diciembre de 1910, así que traía un año entero de retraso. Antes de hacer cualquier otra cosa, Ramón se encerró a leerla.

Era inusualmente pormenorizada y larga, y rebosaba optimismo y buen humor. La señora le contaba a su hijo sobre las fiestas del centenario de la independencia, que se habían celebrado en la capital en el mes de septiembre de 1910. Ella había sido invitada a asistir, a través de amistades que conservaba en el gobierno. El centenario había coincidido con el cumpleaños del general Porfirio Díaz, y el anciano presidente, que llegaba a los ochenta, había resuelto echar la casa por la ventana para la doble celebración. Las fiestas serían las más espléndidas que su pobre país hubiera visto jamás. Durante un mes entero correría el pan y abundaría el circo.

¿Que había quienes pretendían correrlo con sublevaciones y revueltas? Él se encargaría de demostrar que aún tenía las riendas, y bien sujetas. ¿Que decían que estaba viejo y cascado, que por todo lloraba como un niño de pecho, que se había vuelto sordo como una tapia y caprichoso como una embarazada? ¿Que nadie se lo aguantaba por cascarrabias y que había perdido la memoria al punto de no acordarse ni de su segundo apellido? Ya les demostraría Porfirio Díaz que conservaba sus huevos, íntegros y bien puestos. Ya se enterarían todos los falsarios y aprendices de usurpadores quién era el auténtico «Patriota sin paralelo», el «Príncipe de la Paz», el «Estadista del Mundo», el «Creador de la Riqueza», el «Padre de su Pueblo». Ya se enterarían.

Doña Carlota quedó deslumbrada cuando lo vio, asomado al balcón del zócalo, reluciente su pecho como un árbol de navidad, o como un cielo estrellado, con los cientos de medallas que cargaba prendidas al uniforme.

«Es de ver y no creer -le comentaba a su hijo en la carta-. El viejo entre más viejo, más apuesto y hasta más blanco se vuelve. Yo lo recuerdo en su juventud, cuando parecía lo que es, un indio mixteco. Ahora parece todo un gentleman. El poder y el dinero blanquean a la gente.»

Doña Carlota había lucido sus altas plumas negras en la cabeza para asistir a la gran procesión alegórica, durante la cual todos los personajes, pasados y recientes, de la historia de México, habían recorrido el Paseo de la Reforma. Abría el desfile un Moctezuma semidesnudo pero más emplumado aún que la viuda de Arnaud, y lo cerraba una versión rejuvenecida y estilizada del propio don Porfirio.

Detrás del desfile había partido el cortejo de visitantes invitados, primero los del extranjero, después los de provincia. Entre estos iba, oronda y rotunda, la matrona Carlota de Orizaba. Boquiabierta contempló la ciudad capital, recamada de arcos florales, luces artificiales, banderas, brocados y colgaduras. Sólo caras hermosas y trajes finos veía por todos lados, y se percató de que los guardias ahuyentaban de la zona asfaltada a sus habitantes naturales: los léperos, los sifilíticos, las prostitutas y los mutilados.

El gran baile de gala, al cual también tuvo oportunidad de asistir, resultó más fantástico y fastuoso de lo que su imaginación se hubiera atrevido nunca a soñar. Allí estuvo parada -buena moza, cándida y maravillada como una Cenicienta rolliza y envejecida- en medio del palacio principesco, de los ciento cincuenta músicos de la orquesta, de los quinientos lacayos que escanciaron veinte furgones enteros de champaña francesa, de las treinta mil luces que adornaban el cielo raso, de las incontables docenas de rosas que atiborraban los salones.

«Es una pena que no estés aquí, disfrutando de toda la grandeza de estos momentos -le escribió a Ramón-. Este es el lugar para un joven oficial como tú. Aquí encontrarías un futuro brillante, al servicio del general Díaz. Aunque digan que me entrometo, te repito que me envenena la sangre pensar que estás enterrando inútilmente tu vida en esa isla.»

Con ese comentario doña Carlota dio en la tecla, como siempre que se trataba de poner a funcionar la compleja maquinaria de culpas, remordimientos y resentimientos que Ramón tenía montada dentro de su cabeza. Pero esta vez fue sólo por unos minutos.

Arnaud dobló cuidadosamente la carta, la besó y se la guardó en un bolsillo. Acto seguido, salió al muelle a recibir al capitán de El Demócrata, Diógenes Mayorga, a quien la última vez había visto nervioso y desencajado por las noticias que traía de México. Esta vez Mayorga lucía sereno, seguro de sí mismo. Exhalaba un aire parecido a la petulancia o a la superioridad. Sin ninguna prisa empezó a rendirle a Arnaud el informe de las novedades, y al mismo tiempo se hurgaba minuciosamente los dientes. Abría mucho la boca e interrumpía sus frases por la mitad, para observar -con curiosidad, casi con orgullo- las pequeñas partículas que salían engarzadas en la punta del palillo.

– Ustedes deben ser los únicos mexicanos que no se han enterado -dijo-. Ya cayó Porfirio Díaz.

– ¿Cómo? -gritó Arnaud, y sus ojos redondos se desorbitaron.

– Como lo oye. Cayó el viejo Porfirio. Huyó en un barco a París y allá debe estar, cuidándose la próstata.

– No es posible, no entiendo, cómo me va a decir eso -la voz de Arnaud se atropellaba, destemplada-. Usted está mal de noticias, mire esta carta, aquí dice que el general Díaz está más fuerte que nunca, que demostró todo su poder en la celebración de su cumpleaños, que fue un acontecimiento…

– Ah, sí -lo interrumpió Mayorga-. La fiesta esa. Fue el último pataleo del ahorcado.

– ¿Y quién pudo haber derrocado al general Díaz?

– Cómo que quién. Pues Francisco Indalecio Madero.

– ¿Madero? ¿El chaparrito de la barba de pera? ¿El loco que invocaba espíritus?

– Pues ni tan chaparrito ni tan loco -dijo Mayorga, hundiendo la punta del palillo entre el colmillo y la muela del lado-. Ahora es el presidente constitucional de México. ¿No le conté la vez pasada que había una guerra? Pues la ganó Madero. Todos estamos con él.

– No entiendo nada. ¿Cómo puede estar usted con él? ¿Acaso no derrotó a Porfirio Díaz y al ejército nuestro? Por lo menos eso es lo que usted mismo dice. ¿Ve cómo se contradice? Al fin ese tal presidente Madero qué es, ¿amigo o enemigo?

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