Mal que bien, mal que mal, hizo una carrera militar. Fue soldado de primera clase, sargento segundo, sargento primero y subteniente de infantería de auxiliares. Después marchó a Yucatán, a la guerra contra los indios mayas, insurreccionados contra la dominación blanca. Allí descubrió que sus días de pobreza con sus padres y sus noches en las barracas pringosas de los soldados no eran, como había creído, el último escalón de la miseria, sino apenas el penúltimo. Fue en el Primer Batallón, de campaña en las selvas de Yucatán, donde Secundino Ángel y sus compañeros de tropa conocieron el sótano oscuro de la condición humana.
Se enterraron en un laberinto de pantanos sin salida, derrotados de antemano por el desconcierto, por el paludismo, la lepra de monte, el calor y las serpientes, mientras sus enemigos conocían la selva como la palma de la mano y acechaban emboscados, inmunes a miasmas y ponzoñas.
Se movían con pesadez paquidérmica de ejército regular, mientras el adversario los acosaba con tácticas de guerrilla. Veían la guerra como una misión maldita, como una obligación detestable, mientras los mayas estaban en lo suyo, en su guerra santa, y peleaban con la convicción de las fieras acorraladas, que saben que si no matan, se mueren.
A veces las tripas de los soldados se reventaban al tomar el agua de un pozo envenenado por los indios. A veces caían en trampas de espinas que habían sido conservadas dentro del cadáver en descomposición de un zorro, y que al clavarse en la carne producían llagas incurables. Otras veces sus cuerpos eran destrozados por granadas prehistóricas, hechas en cuero crudo de toro y amarradas con cuerdas de henequén. Pero también podía suceder que los barrieran las ráfagas fosforescentes de modernos fusiles LeeEnfields, proporcionados a los rebeldes por los ingleses de Belice.
Ellos, los soldados del ejército mexicano, estaban metidos en el último círculo del infierno, sujetos a las órdenes burocráticas de algún general ausente, mientras sus enemigos, los herederos de los mayas, guerreaban por designio divino y recibían las instrucciones de combate de una santa cruz parlante que custodiaban en un santuario-fortaleza. No había manera de ganarles.
Por alguna acción que los informes militares no precisan, o tal vez simplemente por haber aguantado en Yucatán, el subteniente Cardona recibió del gobernador del estado una medalla al valor y al mérito. Fue el único premio que obtuvo en su vida.
Los castigos, en cambio, le llovieron. De regreso de Yucatán, en el Primer Batallón con sede en Puebla, lo atacaron la rebeldía y la indisciplina y el paso por el calabozo se volvió parte de su rutina. Así consta en su expediente, recargado de advertencias y sanciones: estuvo 15 días en la prisión militar Santiago Tlatelolco por faltar dos días seguidos al servicio; quedó arrestado en la sala de banderas por concurrir a la parada sin pistola; luego otros 15 días por irrespetuoso. Después pasó preso 15 días por insultar a un oficial y «forzarlo a la riña». Por ese incidente recibió una amonestación que equivalía al paso previo a la expulsión del ejército. Cardona no se dio por aludido.
Se volvió alcohólico. Se ponía unas borracheras apocalípticas y hacía todo lo que no se atrevía estando sobrio. Golpeaba al amigo, abrazaba al enemigo, irrespetaba al superior, violaba a la mujer del inferior, destrozaba su guitarra, vomitaba su guerrera, se cagaba en su destino.
Que no vinieran a exigirle ahora que no tomara, si de niño lo habían alimentado con aguardiente. Cuando a su madre la atacaban unas convulsiones que la dejaban rígida, el curandero la embriagaba para espantarle el mal. Cuando su padre vendía en el mercado los sombreros de paja que fabricaba, se iba a una cantina de San Cristóbal y se llenaba de aguardiente. Ensopado en babas, olvidado de su cuerpo, se elevaba en un viaje aurista y astral hacia mundos lejanos y mejores. Lo encontraban cuatro o cinco días después con expresión beatífica dentro de su raído traje de santo, desplomado en el nicho de una zanja del camino.
El mismo Secundino, de pequeño, supo lo que era la felicidad agridulce de la borrachera, cuando en las fiestas le pasaban la jicara de aguardiente y le adornaban la cabeza con un gorro de piel de mono.
– Ponte alegre, mi niño -le decían-. Hoy que es fiesta, ponte alegre y baila y salta como un monito.
A los 28 años de edad lo echaron del ejército. Adulto pero no maduro, ni indio ni blanco, ni peón de campo ni bicho urbano, ajeno a los civiles y expulsado por los militares, Cardona se quedó sin un lugar en este mundo.
Al año siguiente pasó una solicitud al ministerio de Guerra y Marina pidiendo el reingreso, bajo observación de conducta. La respuesta fue contundente: «No es apto.» Por abusivo con sus inferiores, por igualado con sus superiores, porque «procediendo de la clase de la tropa, se habituó al roce con ella, del cual no prescinde». Por si no quedara claro, el oficial firmante añadió al final de la página: «Dígase al interesado que no insista.»
Pero Cardona insistió. Durante tres años había probado suerte en diversos oficios, como empleado del señor Enrique Perret, dueño de una tipografía ubicada en Espíritu Santo número 3 de Ciudad de México; como dependiente del señor Steffan, dueño de una papelería en Coliseo Viejo número 14, de la misma ciudad; como cobrador de la compañía Roger Heymans; como maestro de obras del señor Enrique Schultz. A todos sus patrones les pidió cartas de recomendación, y las anexó a una nueva petición de reingreso. Le volvieron a decir que no.
Entre las mañas de Cardona estaban las de esperar con serenidad de santo, insistir con tenacidad de mendigo y saltarse instancias para llegar directamente a la jerarquía superior. Durante todo un año se dedicó a recoger cartas que hablaran bien de él, pero esta vez lo hizo por lo alto. Consiguió la del mayor de Caballería Guillermo Pontones; la del mayor de Infantería Félix C. Manjarrez; la del inspector de Policía E. Castillo Corzo, quien dijo conocerlo como persona honorable. Y una última carta, que debió ser la decisiva, firmada por el general Enrique Mondragón, que aseguraba que «este señor ha mejorado mucho su conducta y merece por tanto ser empleado nuevamente en el ejército».
Finalmente la secretaría de Guerra y Marina, por agotamiento de la paciencia, o por presiones de arriba, desautorizó sus resoluciones anteriores y autorizó la readmisión de Cardona en el ejército, en el 27 Batallón que se encontraba en la campaña de Sonora. Lo enviaron a guerrear contra los indios yaquis y después lo destinaron a las minas de Cananea. Sus viejos vicios reaparecieron y volvieron a sumarse los días de arresto: 9 en la sala de banderas por faltas de atención al superior, 9 más por entrar a una cantina con uniforme, 15 días por faltas en el servicio, otros 12 por lo mismo, 10 días sin que se especifique el motivo, 10 por faltar a la fajina de la leña y no presentarse a las listas de seis, de retreta y de diana, un mes en la prisión militar de Tokin por faltas graves contra la mujer de un corneta, otro mes más porque estando arrestado, pidió permiso para ir a orinar y burló el arresto, 8 días por no presentarse a diana, 8 días por no concurrir a instrucción, 8 días por faltas en el servicio, otros 8 por lo mismo, 30 días por lesiones inferidas a un soldado, un mes por maltrato a la mujer de otro soldado, un mes por escándalo en la vía pública.
Sus superiores desistieron de los arrestos porque no surtían efecto en él y optaron por enviarlo a misiones de alto riesgo, como la campaña contra los rebeldes del estado de Guerrero. Luego lo ascendieron a teniente por su conducta audaz en varios tiroteos, pero como seguía tomando, lo relegaron a destacamentos indeseables. Primero fue a parar a un arrejunte de lisiados, perdidos y lúmpenes que llamaban el Batallón de «Sueltos», y después fue literalmente almacenado, como material de cuarta, en el Depósito de Jefes y Oficiales.
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