Por primera vez desde que había vuelto a pisar el continente, Arnaud vio de frente la realidad. Se tropezó de narices contra el dilema: El ejército estaba dividido, y soldados con el mismo uniforme se mataban los unos a los otros. ¿Con qué bando debía estar? ¿Tenía la obligación de defender al gobierno o el deber de apoyar a los golpistas? No supo responderse a sí mismo pero comprendió que tampoco le importaba. Era demasiado tarde para hacer cualquiera de las dos cosas.
Durante diez días y diez noches rodó hacia donde lo empujaron las estampidas de la masa. Deambuló pegándose a las paredes para salvar su pellejo, ayudando a los heridos que se le colgaban del hombro como si fueran borrachos, tratando de sacar algo en limpio de las versiones y contraversiones que corrían de boca en boca. Y sobre todo intentando desesperadamente volver al hotel, para saber de la suerte de lo suyos.
Por fin lo logró. Irrumpió en las habitaciones de su familia con la mirada extraviada, la ropa renegrida y en jirones, los pelos disparados como los de un loco. Su mujer y su suegro lo abrazaron muy fuerte, muy largo. Él empezó a caminar de una esquina a otra de la recámara a zancadas, como una fiera enjaulada, mientras vomitaba palabras. Sin orden ni concierto, a los gritos, les fue contando lo que había visto, lo que había oído:
– El presidente de Estados Unidos mandó decir que ya estaba bueno de revoluciones, y que si México no ponía un gobierno mejor, sus barcos de guerra nos iban a invadir, con cuatro mil marines. Al hermano del presidente Madero le sacaron los dos ojos, el bueno y el postizo, con la punta de un sable. A los hombres leales a Madero los fusilaron. Al presidente lo apresaron, lo obligaron a dimitir y después lo asesinaron. El embajador norteamericano, Henry Lane Wilson, fue la mano oculta detrás de todo lo que pasó. Dicen que sólo le faltó apretar personalmente el gatillo de la pistola que mató a Madero. Ahora el que tiene el poder es el general Huerta, que es amigo de los gringos…
– No sé -respondió Ramón, seguro de lo que decía-. No pienso nada. Pienso que ésta no es mi guerra.
– Entonces vamonos ya -le pidió ella, con un tono suplicante que él nunca antes le había oído-. Por favor, volvamos a casa. Clipperton es un paraíso comparado con el resto de México.
Ramón no contestó enseguida. Se sacó del bolsillo de la camisa la reciente orden que había obtenido del Ministerio de Guerra y Marina, y con la punta del papel rozó la nariz de su mujer.
– Hay que esperar, encanto -le dijo-. Esta hojita la firmó el gobierno anterior. Ahora falta ver si el de Huerta la ratifica…
El océano que rodea a Clipperton es denso y oscuro. Lo conmueven profundas corrientes marinas y está recargado de plancton y otras sustancias que lo enmarañan y lo enturbian. Cuando Ramón y Alicia Arnaud lograron sortear las dificultades y retornar de México, ya empezado el año de 1914, fue tanta la alegría por estar de nuevo en su isla, que se dedicaron a explorar los rincones que aún no conocían. Descubrieron entonces que bordeando la barrera de arrecifes, bajo la superficie opaca y hostil del agua, pululaba un universo luminoso y múltiple. A barlovento resultaba imposible explorarlo: las enormes olas que reventaban contra los arrecifes hubieran arrastrado al humano que se atreviera. Pero se podía a sotavento, donde el mar se alejaba con la voluntad ya quebrantada por el choque contra el cuerpo rocoso de la isla.
Con la ayuda de la vieja escafandra, Ramón y Alicia espiaron los secretos de esas murallas monumentales, formadas por millones de minúsculos pólipos coralinos que se apiñaban unos contra otros dándole respiración, voluntad y movimiento al arrecife. Nunca acababan de sorprenderse de los caprichos y los barroquismos de la construcción, que se extendía en forma de ramas de árbol, de setos, de sombrillas, coliflores, cuernos de alce, cuernos de ciervo, espinas, arandelas, encajes y flecos.
Fuera del agua, sobre la tierra, el sol requemaba y blanqueaba lo que tocaba. Salvo los cangrejos, cuyos caparazones eran de un rojo brillante, lo demás era mate, incoloro. Todo era pardo: la roca, la arena, el mar, los alcatraces. Todo se incorporaba en una monotonía desteñida, en un camuflaje de tonalidades café con vetas pálidas. Como en una fotografía velada por exceso de luz, los elementos y los animales se refundían los unos entre los otros y era imposible distinguir sus contornos no delineados.
Bajo la superficie, en cambio, el color del universo era otro. Contra el fondo oscuro centelleaban puntos y explosiones en violetas fosforescentes, azules de metileno, verdes neón, malvas traslúcidos y dorados tornasolados. Las texturas rígidas y resecas del exterior se ablandaban y se esponjaban haciéndose orgánicas, babosas. Por las grietas y galerías de la roca se asomaban huéspedes alucinantes: manojos de deditos infantiles color rosa, hígados hinchados con cabelleras electrizadas, tubérculos transparentes de ojos luminosos, criaturas con brazos elásticos que agarraban delicadamente la comida para llevársela a la boca.
Alicia y Ramón se dejaban llevar por el ritmo sin tiempo del mundo submarino. Porfirio Díaz, Francisco Madero, doña Carlota, ellos mismos, la historia y la cotidianidad, se evaporaban como fantasmas fugaces ante la realidad eterna de los calamares que ejecutaban danzas lentas de amor y de muerte; de las piedras que al alba se despertaban hambrientas y devoraban a sus víctimas, ya fueran sardinas o trasatlánticos hundidos; de los paseos adormilados del solitario mero, el dulce gigante de las profundidades.
Los plácidos días de los Arnaud se hubieran seguido deslizando sin más vaivén que el de la pleamar y la bajamar, si la madrugada del 28 de febrero no los hubiera despertado con un calor apelmazado y sofocante, como una toalla húmeda sobre la nariz y la boca.
Hacia las cinco de la mañana, Ramón se libró de una patada de las sábanas que lo cubrían y empezó a revolverse inquieto entre su cama.
– Lo malo del mar es que hace demasiado ruido. A todas horas, día y noche, hace ruido. Ya me olvidé de cómo era el silencio. Añoro el silencio -murmuró entre gallos y media noche. Se dio vuelta para uno y otro lado, acomodó su almohada y trató de dormir un poco más. No pudo-. Debo haber amanecido irascible -continuó-. Hasta el sonido de las olas, siempre tan grato, hoy me está sacando de quicio.
– El que está irascible no eres tú, es el mar. Está haciendo más ruido que nunca -le dijo Alicia, y se levantó de la cama para observar por la ventana. En el cielo, un amanecer enfermizo se abría paso sin ninguna convicción. Bajo la luz apocada, el lecho del océano se extendía en una quietud absoluta. El agua inmóvil se veía gris, gruesa y arrugada, como la piel de un elefante.
– Lo más extraño es que está quieto -comentó Alicia, perpleja, cuando vio el mar-. Ruge como una fiera, pero está quieto como un muerto.
Desde hacía algún tiempo habían adquirido la costumbre de hacer el amor a esas horas, casi sin proponérselo, dejándose llevar por las energías que se despiertan solas después de una noche de reposo. Esa mañana lo intentaron, sin resultados. Había algo en el aire que volvía sus cuerpos de trapo, paralizando sus impulsos antes de que nacieran.
– No puedo -dijo Ramón, sentándose en la cama para aspirar una bocanada de aire-. Me ahogo.
– Yo tampoco puedo -dijo ella-. Yo también me ahogo.
Un clima sucio, pegajoso, hizo que antes de terminar de vestirse, ya tuvieran las ropas húmedas de sudor. Ramón salió al corredor para mirar el barómetro. Encontró que marcaba demasiado bajo y pensó que se habría descompuesto. Se fijó en la hora. Ya eran las seis y veinte de la mañana y sin embargo la escasa luz del cielo no había aumentado desde las cinco, como si la densidad de la atmósfera le impidiera descender hasta la tierra.
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