Laura Restrepo - La Isla de la Pasión

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Ésta es la historia estremecedora y verídica de un grupo de náufragos sometidos durante nueve años a las más duras pruebas de supervivencia, entre ellas una extraña guerra a muerte en la cual nunca llegan a verle la cara a sus enemigos.
El tragicómico Ramón Arnaud, joven oficial del Ejército mexicano, acepta una misión en una isla desierta, no por casualidad llamada de la Pasión, y parte hacia allá con Alicia, su esposa adolescente, y once soldados con sus familias. Entre tanto, su país entra en el vértigo de una guerra civil, cae el gobierno que los ha enviado y nadie vuelve a acordarse de ellos ni de la isla, donde quedan librados a su muerte.
Setenta años después de ocurridos estos hechos reales pero olvidados, Laura Restrepo les rastreó la pista, entrevistando a los familiares de los sobrevivientes e investigando en los archivos de la Armada mexicana y de la norteamericana, en viejas cartas de amor, en los decires y recuerdos de los vecinos de varios pueblos de México. El resultado es esta aventura fantasmagórica, surrealista y en buena medida inútil, pero pese a todo conmovedoramente heroica.
Escrita durante los años de exilio político de la autora en México, La Isla de la Pasión que habla de lejanías y aislamiento pero también de la dulce posibilidad del regreso, aparece como una metáfora de todas las formas del exilio.

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Cada miércoles a la madrugada se reunían en los lavaderos y se enjuagaban el pelo con agua de lluvia serenada en ollas de barro. Contra el sol que lo aclaraba, se echaban chile y hierbas aromáticas para renegrearlo, y contra el mar que lo resecaba, se untaban un emplasto de huevos de pájaro bobo. Para fortalecerlo, se hacían masajes con Tricófero de Barry o con aceite de víbora, y para aromatizarlo, lo rociaban con unas gotas de vainilla. Lo enjuagaban de nuevo, se envolvían un rebozo en la cabeza, sacaban las sillas al sol y se sentaban a dejarlo secar. Luego se lo cepillaban con escobetilla, las unas a las otras, durante horas, y después, con peines de madera o de hueso, se lo tiraban con fuerza hacia atrás, hasta quedar con los ojos oblicuos como las orientales, y se lo peinaban en trenzas de tres o de cuatro gajos que ataban con listones de colores. El día de San Juan se lo despuntaban, cuidando de recoger en una bolsita las puntas del cabello cortado, para guardarlo debajo de la almohada [2].

Durante las largas sesiones de cuidado del cabello había tiempo de sobra para conversar. Se platicaba de partos y de abortos, de amores y de engaños, se relataban sagas familiares, se recordaban batallas de otros tiempos, historias de otros batallones.

Hacia el mes de abril, cuando empezaron a aparecer docenas de aletas negras en las aguas próximas a los arrecifes, el tema de los tiburones se hizo recurrente y obsesivo y desplazó a los demás. Las mujeres se rapaban la palabra para contarse historias de anteriores habitantes de la isla que habían muerto destrozados por tiburones. Como los nueve pescadores que salieron de madrugada en un planchón, de los cuales lo único que regresó fue una enorme mancha de sangre en el agua, que se arrastró hasta la arena de la playa, donde quedó indeleble. O como el gringo empleado de la compañía de guano que era afeminado, y que un día en que se tostaba la piel cerca de la orilla, perdió las nalgas de un mordisco.

– Así lo castigó mi Dios, quitándole la parte por donde pecaba -decía, santiguándose, la señora Juana.

Mientras hablaban, veían a la distancia los destellos metálicos que despedían los lomos de los tiburones, oían el ruido de sus aletas cortando el agua como navajas de afeitar, creían detectar en el aire el aliento fétido que salía de sus gargantas. Por las noches soñaban pesadillas de colmillos y mutilaciones, de marimantas que raptaban niños, de escualos que obligaban a las mujeres a maridarse con ellos, o que salían del mar con forma humana para hacer crueldades.

Era los miércoles por la mañana, cuando estaban juntas y se cepillaban el pelo, que las mujeres conjuraban el miedo contándose estas historias, que hasta ese momento sólo eran recuerdos dudosos y sueños horribles, pero irreales.

Clipperton, 1909.

Alicia se desplazaba por el agua tibia, que se descorría a su paso en cortinas de un azul muy transparente. El contacto con el agua era lento y era grato. Se sentía bien en ese mundo cálido, azul y transparente de paredes líquidas. A muchos metros sobre su cabeza veía la superficie lisa y refulgente como una lámina de plata. El sol, que golpeaba desde arriba el lomo del agua, lo platinaba, lo metalizaba, lo hacía parecer, visto desde abajo, por el revés, como un espejo atravesado por rayos de luz y de calor.

Hasta sus oídos llegaba el sonido sedante de un continuo borbollar. Como un hervor de marmita en la estufa, Alicia sentía el cosquilleo de burbujas que subían por su garganta, efervescentes en sus oídos, acariciando sus tímpanos. El pulso del mar, rítmico y manso, la mecía y la acompañaba como el latido del corazón de un animal enorme, un animal invisible y protector, una fiera poderosa y mansa. Alicia se desplazaba por el fondo y veía, muy arriba, a la distancia, la superficie brillante. Pero sabía que no necesitaba alcanzarla, que no debía salir a flote. Caminaba bajo el agua sin urgencia, sin acosos, sin ahogos. Su respiración era serena y era profunda, sus pulmones se llenaban del aliento cálido del gran animal. Su corazón latía al unísono con el de la bestia. Todo estaba bien, todo transparente. Todo sereno y seguro.

Todo estaba bien, salvo una inquietud, una sospecha. Alicia intuía que desde alguna parte la acechaban sombras dañinas. Sombras oscuras y frías como piedras, como piedras pesadas y vivas que rehuían los rayos solares y que la rondaban en círculo. Merodeaban, esperaban agazapadas, aguardaban su oportunidad, dañadas, dañinas.

Pero ella sabía también que ahora no podrían acercársele. Que no llegarían hasta ella mientras permaneciera sumergida, mientras no asomara la cabeza al otro lado de la lámina luminosa. No la tocarían si estaba protegida por la vigilia del animal, por los focos submarinos de luz tibia, por la complicidad del agua poderosa y mansa.

Se hubiera quedado para siempre en la placidez sin tiempo y sin fatiga de ese gran lecho acuático, pero pese a su voluntad se fue despertando, suavemente. Se vio a sí misma entre su cama, más que acostada, sentada bajo su enorme panza y recostada contra los almohadones que le facilitaban la respiración. Tardó varios segundos en comprender que la sensación tibia y húmeda de su piel era el agua de su propia fuente, que se había roto poco antes, anunciando la proximidad del parto. Minutos después empezó a sentir los dolores.

Hasta unas semanas antes, Ramón todavía confiaba en la llegada del barco que los llevaría a México a tiempo. Mientras anduvo en el frenesí de la búsqueda del tesoro, estuvo demasiado ocupado para obsesionarse con la demora.

Pero todos los esfuerzos por encontrar las míticas riquezas del pirata Clipperton habían sido estériles. Después del chasco que se llevaron buscando en la laguna, fallaron también en la gran roca del sur. La recorrieron centímetro a centímetro, por dentro y por fuera, y al cabo de dos semanas sólo habían encontrado fósiles y líquenes, caracoles antiguos, hongos gigantes, piedras de lava. Los hombres maldijeron, se hicieron un amuleto con algún fósil, con alguna concha de nácar y fueron abandonando el propósito, uno a uno.

Primero desertaron los que siempre habían sido escépticos frente al cuento del tesoro y habían colaborado sólo por disciplina. Después los que habían tenido dudas. Días más tarde los entusiastas que sí habían confiado, en seguida los que fueran fanáticos convencidos, y por último Arnaud, para quien el asunto se había convertido en un problema de honor. Todos quedaron exhaustos, con un sabor a fracaso en la boca y con las manos plagadas de verrugas y los ojos hirviendo de orzuelos, de tanto impregnarse de orines de murciélago y leche de sapo.

Cuando llegó el mes de junio el panorama era crítico: habían perdido el tiempo buscando el tesoro, Alicia entraba al noveno mes de embarazo y el barco completaba el quinto de tardanza. Ramón vio con rencor que la vieja historia de la ansiedad, de la taquicardia, de las noches en vela haciendo y descartando hipótesis, de rogar al cielo y de maldecir al coronel Avalos, se repetía una vez más, idéntica, inútil, y desistió de caer nuevamente en ese juego. Si llegaba el barco, santo y bueno; si no, se arreglarían sin él. Al menos mientras pudieran. Mientras no se murieran. Se aplicó sanguijuelas para que le chuparan la bilis envenenada y la mala sangre, cambió los tratados de piratería por los libros de medicina y se dedicó a prepararse para atender personalmente el nacimiento de su hijo. Doña Juana, la mujer de Jesús Neri, el más viejo de sus soldados, era experimentada como curandera y como partera, y podría ayudarlo.

La madrugada en que Alicia se despertó empapada por el líquido amniótico, Ramón sacó del armario los objetos que tenía preparados y desinfectados y los ordenó pulcramente sobre la mesa de luz, al pie de la cama. Eran trapos blancos hervidos durante horas, jabón antiséptico, alcohol, tijeras y pinzas, listones limpios para amarrar el cordón umbilical, dos palanganas grandes, agujas e hilo de tripa, para coser en caso de desgarramiento. Palpando y escuchando por el fetoscopio, Ramón Arnaud determinó que la criatura se encontraba bien y que su posición era la adecuada. Hizo que Alicia se acostara sobre sábanas limpias, le acomodó los almohadones, le acercó una gran jarra de agua fresca, abrió todas las ventanas para que entrara el aire, bajó las persianas de madera para dejar la habitación en penumbra y se sentó al lado de su mujer, a esperar el nacimiento de su hijo. Doña Juana también aguardaba el momento en que la llamaran para entrar a ayudar.

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