La última tormenta había caído la noche del Año Nuevo. Después se aplacó la histeria de las aguas y se neutralizó la tensión eléctrica del aire, y el cielo, que durante el invierno los había asfixiado como un techo de cartón, volvió a ser etéreo y a cobrar altura.
Con la llegada del barco y bajo las vibraciones de los soles de enero, Clipperton resucitó y sus habitantes reaparecieron como si despertaran de una siesta húmeda y pesada. Otra vez se vio un desenfreno de actividad por todos los rincones de la isla.
Gustavo Schultz hizo trabajar el doble a sus empleados y trabajó el triple él mismo. Reparó todos los desperfectos que las lluvias habían causado en la vía decauville, repletó los depósitos vacíos con toneladas de guano y pasó en limpio sus libros de contabilidad. En dos semanas tenía todo funcionando otra vez como un relojito suizo. Era como si no hubiera registrado la orden de la compañía de empezar a desmontar las instalaciones, o como si hubiera interpretado justamente lo contrario, que Clipperton era el lugar estratégico para sus planes futuros. Nadie le preguntó por qué hacía lo que hacía, seguros de antemano de que no le entenderían la respuesta. Alicia, sin embargo, creyó intuirla:
– A su manera, a Schultz le pasa lo mismo que a todos nosotros -le comentó a Ramón-. Simplemente no quiere reconocer que lo que ha hecho aquí no sirve para nada.
La obsesión por encontrar el tesoro de Clipperton tomó posesión del alma y del cuerpo de Arnaud, y él, a su vez, contagió del delirio a Cardona y a los demás hombres de la guarnición. Determinaron empezar la búsqueda por la laguna, para lo cual improvisaron un traje de buzo y remendaron como pudieron una escafandra arruinada que les había dejado el capitán de El Demócrata. Atravesando la espesura milenaria del agua, descendieron hasta un mundo oscuro y escurridizo, donde experimentaron la sensación de enterrarse vivos. Siempre habían creído que no existían peces en la laguna: nunca nadie había pescado ninguno. Sin embargo, en lo más hondo pudieron verlos. Eran tímidas criaturas antediluvianas, grandes como focas y acorazadas con gruesas escamas, que acechaban desde las grutas o se parapetaban detrás de nubes de limo volcánico. Los hombres se convencieron de que estos monstruos, únicos habitantes y conocedores de las profundidades, podían llevarlos hasta el lugar donde se ocultaba el tesoro, y más de una vez se quedaron atascados en los túneles de roca subacuática tratando de rastrearlos.
Tuvieron que desistir del propósito al cabo de un par de meses. No habían encontrado nada distinto a vieja basura desleída, y aunque se empecinaban en seguir buscando, no pudieron hacerlo porque la densa concentración salina y azufrosa les había quemado los ojos y corroído la piel. Ni la escafandra, ni el traje improvisado de buzo, habían resultado protección suficiente contra esas aguas hediondas, que tenían el poder de podrir todo lo que entraba en contacto con ellas.
Abandonaron la laguna pero continuaron la exploración en la gran roca del sur. La escalaron por los costados aferrándose a sus bordes filosos, y buscaron en todas sus cuevas y resquicios. Descubrieron que era hueca el día que encontraron, cerca de la cima, un agujero que al principio confundieron con una madriguera y que resultó ser la entrada a su gran concavidad vacía. Se descolgaron con sogas en su interior, seguros de haber dado por fin con el escondite de las riquezas del pirata Clipperton.
Por el orificio de arriba penetraba un chorro cónico de luz solar, atravesado en todos sentidos por el vuelo ciego de miles de murciélagos. En la oscuridad del resto del recinto se condensaba un olor agrio y untuoso, a almizcle de animal encerrado, secretado por las glándulas de los murciélagos, o de los escuerzos que se apiñaban unos sobre otros, gordos y amorfos, en el fondo. En ese reconcentrado reino de pequeños animales negros el silencio era tan definitivo que zumbaba en los oídos. Hasta allí no llegaba el soplo del viento ni el ruido del mar.
Mientras la fiebre del oro tenía a los hombres buscando joyas y monedas antiguas hasta en la panza de los sapos, las mujeres se ocupaban de limpiar la resaca dejada por las tormentas, agitando plumeros, escobas, trapeadores, escobetas, lejía y jabones. Pese a su preñez, Alicia se puso a la cabeza de las brigadas de limpieza y se mostró más activa que nunca.
No sentía náuseas, no sufría de sueño ni depresiones y sus caprichos de embarazada se atenían a las limitaciones de la isla: a todas horas sentía la apremiante necesidad de tomar agua de coco y le gustaba quedarse sola largos ratos en el rincón menos arisco de la playa, sentada al borde del agua, sintiendo cómo las olas, después de hacerse espuma contra las rocas, venían mansamente a acariciarle la panza.
Doña Juana, la comadrona, le había hecho la prueba de la aguja, la del centímetro y la de la taza de café, y, según todas, le nacería una niña. Lo mismo decía Ramón, basándose en datos que traían sus libros de medicina sobre el tamaño y la inclinación de la barriga.
Contra toda evidencia, Alicia estaba segura de que no. Como si pudiera ver en su propio interior, sabía que la criatura que le crecía dentro era un niño. Sabía aún más: el color exacto del pelo y de los ojos y la forma completamente redonda de la cabeza. Estaba segura de que se llamaría Ramón, que sería un muchachito corto de estatura y dulce de carácter y que, por obra de extraños vasos comunicantes, sus alegrías y sus tristezas fluctuarían milimétricamente acordes con las de ella, desde ya y aun durante varios años después de su nacimiento.
Según los cálculos de Ramón, el barco tendría que volver en mayo, lo cual les daría el tiempo necesario para viajar a Orizaba. Así el parto -que sería en junio- y el primer mes de crianza, estarían debidamente atendidos por los médicos y por la familia.
– Este niño va a nacer en Clipperton -le aseguraba Alicia.
– Te he dicho mil veces que no digas eso -contestaba él-. El coronel Avalos me ha garantizado, bajo su palabra de honor, que esta vez no habrá demora. Él sabe que el parto está pendiente y no va a fallarnos.
– Entonces no entiendo qué es lo que va a pasar -insistía ella-, pero yo sé que este niño va a nacer en Clipperton.
La presencia cada vez más tangible de su propio hijo hizo que, por primera vez, Alicia se percatara de la existencia de otros niños en la isla. Antes los había visto sin verlos y ahora estaban allí, como si de repente hubieran salido del mar, de distintas edades y colores, correteando entre los cangrejos y los pájaros bobos. Fue cuando tomó la decisión de poner a funcionar la escuela y de dedicarle la mayor parte de su tiempo. En la playa, al lado de la casa de Brander, levantaron un pequeño tambo sin paredes y con techo de hojas de palmera, y allí sentaron a los niños -nueve en total- alrededor de una mesa larga. La mayor tenía doce años y era Jesusa Lacursa, la hija de Daría Pinzón. Dentro de poco el menor habría de ser un niño menudito y dulce de carácter, siempre prendido a las faldas de su madre, llamado Ramón Arnaud, hijo.
Por esa época las mujeres empezaron a dejar de lado las envidias y los chismes y a tejer entre ellas un estrecho círculo de solidaridad, una logia femenina que ya nunca habría de romperse y que, años después, les permitiría sobrevivir durante los tiempos aciagos en que pasarían por el infierno.
No fueron las tareas domésticas lo que más las unió, ni la escuela, ni el taller de costuras y bordados. Fue el cuidado colectivo de su pelo, que llegó a convertirse en un ritual semanal. Todas, sin excepción -Alicia, Tirsa, doña Juana la partera y las soldaderas- tenían unas cabelleras espléndidas, que les llegaban a la cintura, y que nunca, desde la infancia, habían sido cortadas. Salvo los despuntes de rigor del día de San Juan, cuando la influencia de la luna atraía la sabia del pelo hacia las raíces y se podían emparejar los extremos sin quitarle vida a la melena.
Читать дальше