Laura Restrepo - La Isla de la Pasión

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Ésta es la historia estremecedora y verídica de un grupo de náufragos sometidos durante nueve años a las más duras pruebas de supervivencia, entre ellas una extraña guerra a muerte en la cual nunca llegan a verle la cara a sus enemigos.
El tragicómico Ramón Arnaud, joven oficial del Ejército mexicano, acepta una misión en una isla desierta, no por casualidad llamada de la Pasión, y parte hacia allá con Alicia, su esposa adolescente, y once soldados con sus familias. Entre tanto, su país entra en el vértigo de una guerra civil, cae el gobierno que los ha enviado y nadie vuelve a acordarse de ellos ni de la isla, donde quedan librados a su muerte.
Setenta años después de ocurridos estos hechos reales pero olvidados, Laura Restrepo les rastreó la pista, entrevistando a los familiares de los sobrevivientes e investigando en los archivos de la Armada mexicana y de la norteamericana, en viejas cartas de amor, en los decires y recuerdos de los vecinos de varios pueblos de México. El resultado es esta aventura fantasmagórica, surrealista y en buena medida inútil, pero pese a todo conmovedoramente heroica.
Escrita durante los años de exilio político de la autora en México, La Isla de la Pasión que habla de lejanías y aislamiento pero también de la dulce posibilidad del regreso, aparece como una metáfora de todas las formas del exilio.

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Hay algo seguro: su nombre, la Cinco-Puertos, era un homenaje a la antiquísima cofradía de filibusteros a la cual pertenecía su capitán: la Unión de los Cinco Puertos (Hastings, Romney, Hythe, Douvres y Sandwich, viejos bastiones de la costa sudeste de Inglaterra). Resucitados los piratas, ahora en América y a expensas de los galeones españoles, la Unión de los Cinco Puertos también volvía a la vida, y junto con ella otras -como la de Los Hermanos de la Costa o la de Los Mendigos del Mar- para agrupar y proteger a los corsarios de la Isla de la Tortuga.

El capitán John Clipperton llegó al atolón que hoy lleva su nombre, un día que surcaba aguas desconocidas, apartadas de las rutas habituales de los navíos. Se cuenta que andaba buscando una roca, o un banco de arena a flor de agua, para abandonar a la muerte a un traidor, a un violador del juramento de obediencia. Maroon, había gritado la tripulación de la Cinco-Puertos exigiendo castigo para el culpable, y maroon se haría, para ejecutar la justicia del mar.

Clipperton, el cruel, famoso por el rigor de sus sanciones, divisó la silueta de ese islote que nunca antes había explorado y dio la orden de acercarse y de preparar al condenado. Cuentan que con piedad de negrero y humor de puñalero, le dijo al miserable unas palabras sarcásticas de consuelo y que le entregó -según le correspondía por la ley del maroon - una botella de agua dulce, una pistola y una sola bala.

Pero al cruzar los arrecifes y contemplar de cerca la costa, Clipperton encontró mucho más de lo que buscaba. Descubrió el lugar perfecto, no para matar al traidor, sino para refugiarse él mismo. Era la guarida que necesitaba.

Dicen los tratados de piratería que el filibustero no siente apego por su barco. Lo despoja de las tallas de madera, de los muebles suntuosos, de todo lo que le aumente peso y le reste velocidad, porque sólo busca un vehículo ágil y dócil que le permita asaltar a sus presas. El filibustero está dispuesto a desprenderse de su embarcación, sin sentimentalismo, y a sustituirla cada vez que logra capturar una mejor.

No sucede lo mismo con su madriguera. En tierras habitadas y regentadas el pirata no es más que un prófugo, un criminal que pierde la libertad y la vida. Por eso cuando encuentra una tierra de nadie, donde pueda reinar como amo y señor, lo mismo que en el océano, la cuida y la conserva, entrañablemente. Es una arteria vital la que lo liga a su escondrijo.

Henri Keppel, certero cazador de piratas, sabía de qué hablaba cuando dijo que los transgresores del mar, lo mismo que las arañas, abundan donde hay recodos y grietas. Y la isla que encontró John Clipperton, llena de recodos y de grietas, era un rincón apropiado para guarecer arañas y piratas.

Tan pronto lo vio, John Clipperton lo decidió: ese lugar sería su escondite. Oculto y hostil, estaba rodeado por afilados corales que se clavarían como colmillos en otras naves que trataran de acercarse, mientras que él y sus hombres podrían camuflarse entre sus ensenadas.

Allí, donde nadie lo encontraría, donde nadie lo buscaría siquiera, instauró su reino en la sombra y la llamó así: isla de Clipperton. No porque eso fuera un nombre, sino porque definía un acto de posesión. Su isla, la de John Clipperton, filibustero y amotinado, merodeador solitario, hombre de muchas agallas, pocos amores y ninguna fe. Tal vez nunca supo que el lugar ya se llamaba Isla de la Pasión, y si lo supo, debió sonarle a sensiblería de ibéricos y desdeñó el dato.

Otra característica hacía del atolón el lugar exacto: su ubicación. Es hecho documentado que desde hacía años, John Clipperton centraba sus esfuerzos en un blanco apetecible: la Nao de China, también conocida como Flota de la Plata. Sus galeones, cargados con trescientas toneladas de mercancías preciosas que llevaban desde Manila hasta Acapulco, y otras trescientas al regreso, desde Acapulco hasta Manila, atravesaban el Pacífico por la ruta descubierta por fray Andrés de Urdaneta, y pasaban, sin saberlo, a pocas millas de la Isla de la Pasión.

De venida, la Nao de China traía damascos, tejidos y muselinas, medias y mantones, vajillas de porcelana de la dinastía Ching, té, canela, clavo, pimienta, nuez moscada, azafrán, lacas y biombos. De ida -cuando las corrientes marinas la acercaban aún más a la isla- llevaba lingotes y ornamentos de oro y plata. Además de café, cacao, vainilla, azúcar, grana, tabaco, añil, henequén, bayetas y sombreros de palma. A veces transportaba también pasajeros secuestrables -funcionarios, frailes, damas de alcurnia, militares- cuyo rescate se podía negociar desde la Isla de la Tortuga.

Atacar la Nao de China era una aventura temeraria. Para protegerse del acecho de los corsarios, su comitiva estaba compuesta por cuatro barcos -dos galeones y dos pataches- que tenían el doble carácter de mercantes y de guerra. Iban armados hasta los dientes con cañones de cobre, un artillero para cada pieza y un arsenal para la tripulación. Abordarlos era una tarea para suicidas. O para expertos, como el capitán John Clipperton.

Emboscado en su avanzada, mascando tabaco americano y escupiendo salivajos amargos, Clipperton los esperaba, al acecho, durante días y noches. Cuando su olfato le indicaba el momento justo -dicen que oliscaba en el aire la presencia de metales preciosos a varias leguas de distancia-, se precipitaba al abordaje cortándole la ruta al convoy.

Su isla siempre lo albergó al regreso del asalto, y a sus playas negras volvió unas veces abrumado y herido, con la nave destrozada y la tripulación mermada, y otras veces dando alaridos de victoria, con la Cinco-Puertos lenta y remolona por el peso del botín. Una vez con el tesoro en tierra, la orgía del reparto se hacía entre ríos de alcohol. Meticulosamente equitativo con sus hombres, distribuía las piezas de oro en cantidades iguales para todos, incluyéndose a sí mismo, y sólo se reservaba, como privilegio de capitán, la mejor pieza de orfebrería. Solía escoger pesados cálices barrocos, recamados de piedras preciosas. Más que por su valor, lo hacía para darse gusto cometiendo el sacrilegio de beber en ellos agua de coco mezclada con ron antillano.

Sobre sus ropas roídas por el mar y sus pellejos tiesos de salmuera, los lobos de Clipperton se ponían las camisas de seda y las casacas labradas que arrancaban a sus víctimas. Se recargaban de pelucas, de joyas, de perfumes y de encajes, y adornados así, como altares en domingo de Pascua, daban inicio a la celebración.

A veces, raras veces , traían mujeres del continente, que raptaban en los burdeles, en las cárceles o en los orfelinatos. Eran putas piojosas y bestiales que los lidiaban sin ternura, pero que al final de los retozos -cuando las reblandecía la morriña de la madrugada- despedían un tibio vaho materno que arrullaba y consolaba.

Pero lo usual eran festines de hombres solos. Jugaban a la pistola, tapando con burletes las ventanas y resquicios de una habitación para dejarla a oscuras. Un hombre se sentaba en medio, en el suelo, y colocaba dos pistolas delante. Los demás se atropellaban a tientas por las tinieblas y como podían se agazapaban en los rincones. Alguien daba la señal y el hombre del medio cogía las pistolas, las cruzaba, las disparaba. Hasta el otro día no se enteraban de quiénes habían muerto.

Cocían abundante bastimento y se embutían de carne de puerco, de ave, de tortuga. Bebían hasta reventar y en las brumas de la borrachera, infantiles y salvajes, se arrojaban la comida por la cabeza, se bañaban unos a otros en vino, se reían, se tiraban de las orejas, se pellizcaban, se pinchaban con las dagas, vomitaban, lloraban, caían por tierra sobre un charco de sus propios orines y allí se dormían. Al otro día, la isla de Clipperton los veía despertar maltrechos y hediondos, con la garganta estragada por la sed, y deambular por sus playas, sumidos en la duradera tristeza que seguía a sus brutales arrebatos de alegría.

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