De los botines capturados no queda sino el recuerdo. Todo el oro que John Clipperton y sus corsarios llevaron al escondite de la isla, así como entró, volvió a salir. Nadie enterró allí tesoros, porque ahorrar dinero y acrecentar hacienda no es preocupación de hombres que cada día se sorprenden de amanecer vivos.
No hubo entre ellos quien tuviera ni la paciencia ni la voluntad de acumularlos, y menos que nadie John Clipperton, ostentoso, adicto al juego y botarate, quien se preciaba de haber derrochado, blanca a blanca y sin remordimientos, una inmensa fortuna.
De eso daban fe los habitantes de La Tortuga, que lo vieron llegar cierta mañana, en la Cinco-Puertos, cargado de lingotes, rehenes y sacos de mercancías; lo vieron negociarlo todo ese mismo día por sumas fabulosas; lo vieron a la noche pavonearse por tabernas y casas de lenocinio, donde gastó a troche y moche, presumió de tahur y alardeó ruidosamente de convites y limosnas. Y al amanecer lo vieron tirado en una esquina, durmiendo satisfecho la vinolencia, mientras un mendigo malamente mutilado le limpiaba de la bolsa las últimas monedas, los últimos vestigios del botín.
La Navidad transcurrió silenciosa en Clipperton. En la noche de Año Nuevo el cielo se abrió en cataratas sobre la isla y la gente, que andaba taciturna, se acostó a dormir temprano y se cubrió la cabeza con las cobijas para no deslumbrarse con los fogonazos de los relámpagos. En la casa de los Arnaud se reunieron los invitados de los viernes y se dieron un banquete con las conservas y los licores enviados por Brander. Pero los brindis de las doce de la noche salieron lacónicos y los abrazos fueron lacrimosos: el barco que no llegaba y el sentimiento de abandono les aplastaban los ánimos.
La verdadera fiesta la celebraron el dos de enero, día en que por fin llegó El Demócrata con abastecimientos, personal de relevo, sacos de tierra para la huerta, cartas de las familias y noticias de México. Los cuarenta y cuatro adultos y niños que constituían en ese momento la población de Clipperton, más el capitán, los diecinueve marineros y los seis pasajeros de El Demócrata, comieron, bailaron y bebieron toda la noche, reunidos en un galpón de depósito de guano que se encontraba vacío.
Ramón, ávido de conocer las noticias sobre México, se sentó aparte con Diógenes Mayorga, el capitán del barco, quien se derramó en explicaciones burocráticas sobre los motivos de su demora en llegar a la isla, y luego puso una alargada cara de circunstancias:
– Las cosas en el país se están poniendo feas -dijo.
Contó que don Porfirio -a los ochenta años de vida y treinta de poder- se preparaba para su sexta reelección, y que de repente le habían comenzado a salir enemigos hasta de debajo de las piedras. Se hacían llamar los «antireeleccionistas» y el nombre de su caudillo era Madero. Francisco Madero.
– El tal Madero es un chaparrito con barba de pera, heredero de una de las cinco fortunas más grandes del país. Los porfiristas le dicen «El Loco» porque se dedica al espiritismo y a la ciencia astral. Se cree médium y habla con los espíritus. Yo lo que digo es que será loco, pero que es muy peligroso, porque tiene a la raza alborotada con la consigna de que ya basta de don Porfirio y de su tiranía.
– ¿Habla con los espíritus? -preguntó Ramón incrédulo, abriendo muy redondos los ojos.
– Eso se dice, gobernador. Que se comunica a diario con un hermanito suyo, de nombre Raúl, un angelito que se quemó vivo a los cuatro años con el querosene de una lámpara. Gentes bien informadas cuentan que el espíritu de Raulito tomó posesión de su hermano Francisco y que le dicta lo que debe hacer. Que a pesar de ser el alma de un inocente, es muy entendida en política. Debe ser que como murió con tanto padecimiento, se hizo visionario en la otra vida. Dicen que Madero obedece al pie de la letra lo que quiera mandar el difuntito. ¿Y qué cree que le ordena? Pues que sea abstemio, que no fume, que reparta su fortuna entre los pobres, que cure a los enfermos, que observe la abstinencia carnal… Y Francisco Madero cumple con todo ese mandato.
– Más que un revoltoso parece un santo, ese Madero -comentó Arnaud-. ¿Y qué daño puede hacer un hombre así?
– Pues hasta ahí no le haría mal a nadie. Lo grave es que el espíritu del difuntito resultó revolucionario: dizque le ordenó a su hermano que se dedicara a hacer campaña contra la reelección de don Porfirio. Madero, que no se atreve a desobedecer al niño, porque le teme a sus poderes sobrenaturales, cumplió la orden y escribió un libro incendiario, que se ha vendido como pan caliente.
Arnaud oía sin chistar y el capitán de El Demócrata continuaba, sin parar ni para tomar aire, montando unas palabras sobre las otras. Le dijo que el libro de Madero, según le constaba porque él personalmente lo había leído, llamaba a sabotear la reelección del año siguiente. Que hablaba de la fundación de un partido contra el presidente.
– Le aseguro, gobernador, que ese maldito partido ya tiene muchos adeptos. Todos los descontentos, los resentidos y los malagradecidos lo siguen. Francisco Madero se ha vuelto el caudillo de los que creen que ya estuvo bueno con treinta años de poder, y que a sus ochenta don Porfirio está mejor para envolverse en la mortaja que para ceñirse la banda presidencial.
Inquieto por las asombrosas novedades, pero sin poder creerlas del todo, Ramón se retiró de la fiesta, que recién comenzaba, y caminó por la oscuridad hacia su despacho.
En el trayecto se topó con algunos de sus hombres, que se acurrucaban a la luz de un candil para leer las cartas enviadas por sus familiares.
– ¿Qué novedades hay por su casa, soldado?
– Puras cosas malas, mi capitán. Mi madre que está enferma se quedó sola, porque a mis hermanos les dio por insurreccionarse y se unieron a la bola…
– ¿Y por la suya, cabo?
– Pues parecido, mi capitán. Dice mi tío que los peones de la hacienda donde trabaja se quieren ir con los rebeldes. Dice que a lo mejor se va él también.
Arnaud se encerró solo en su despacho y prendió la lámpara de querosene. Quería leer los diarios y las revistas que su superior, el coronel Avalos, había seleccionado para él y le había enviado en El Demócrata. Devoró página a página todos los ejemplares de El Imparcial, buscando trazas del descontento, indicios de la conmoción nacional, rastros de los «antireeleccionistas», o de Madero, o de su hermanito. No encontró ni una sola palabra. Ni siquiera se los mencionaba por ningún lado. Las noticias sólo hablaban de la inauguración de otro puente o de otro tramo del ferrocarril, de las recepciones en honor de algún embajador extranjero, de la condecoración impuesta a don Porfirio por el emperador del Japón.
Arnaud tuvo que revisar las fechas para cerciorarse de que no le habían enviado los diarios de uno o dos años atrás. No; eran números recientes, apenas de los dos meses anteriores. Y sin embargo le parecía recordar todo lo que decían como si ya lo hubiera leído, muchas veces, exactamente igual. Lo único novedoso que encontró, y que recortó para su archivo, fue un artículo extenso sobre la influencia del frío en el carácter de los rusos, otro sobre los hormigueros en forma de montículo y un último sobre la ciencia botánica en Manchuria.
A grandes pasos volvió al galpón de la fiesta, se mezcló entre la gente, tocó la mandolina con más ímpetu que nunca y bailó tan desacompasado como siempre. Cuando Alicia se le acercó a preguntarle por qué estaba tan eufórico, él la sorprendió con su respuesta, que fue más bien una arenga:
– Es que en México no pasa nada. Todo está bien. Como siempre, todo está perfectamente bien. Si el capitán Mayorga dice otra cosa, es porque el que delira y está loco es él. Al viejo Porfirio no lo tumban de su trono ni con dinamita. Y mientras a él no le quiten el puesto, a mí no me quitan el mío. El viejo zorro estará muy viejo pero sigue siendo muy zorro, y todavía se los traga enteros a todos. Aguanta seis reelecciones, y diez, y doce. ¡Qué Francisco Madero ni qué niño muerto!
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