Antonio Tabucchi - Sostiene Pereira
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Pereira se dirigió a su mesa y se sentó frente a su compañero. Silva le preguntó si quería un vaso de vino blanco y él negó con un gesto de la cabeza. Llamó al camarero y pidió una limonada. El vino no me sienta bien, explicó, me lo ha dicho el cardiólogo. Silva pidió una trucha con almendras y Pereira un filete de carne a la Strogonoff, con un huevo escalfado encima. Empezaron a comer en silencio, luego, al cabo de un rato, Pereira preguntó a Silva qué pensaba de todo esto. ¿Qué es todo esto?, preguntó Silva. Pues todo esto, dijo Pereira, lo que está sucediendo en Europa. Oh, no te preocupes, replicó Silva, aquí no estamos en Europa, estamos en Portugal. Pereira sostiene que insistió: Sí, añadió, pero tú lees los periódicos y escuchas la radio, sabes bien lo que está pasando en Alemania y en Italia, son unos fanáticos, quieren ahogar el mundo a sangre y fuego. No te preocupes, respondió Silva, están lejos. De acuerdo, continuó Pereira, pero España no está tan lejos, está a dos pasos, y tú ya sabes lo que está pasando en España, es una carnicería, y sin embargo había un gobierno constitucional, todo por culpa de un general mojigato. España también está lejos, dijo Silva, aquí estamos en Portugal. Será así, dijo Pereira, pero aquí tampoco van bien las cosas, la policía campa por sus respetos, mata a la gente, hay registros, censuras, éste es un estado autoritario, la gente no cuenta para nada, la opinión pública no cuenta para nada. Silva le miró y dejó el tenedor. Escúchame con atención, Pereira, dijo Silva, ¿tú crees aún en la opinión pública?, pues bien, la opinión pública es un truco que han inventado los anglosajones, los ingleses y los americanos, son ellos los que nos están llenando de mierda, perdona la expresión, con esa idea de la opinión pública, nosotros no hemos tenido nunca su sistema político, no tenemos sus tradiciones, no sabemos qué son los trade unions, nosotros somos gente del Sur, Pereira, y obedecemos a quien grita más, a quien manda. Nosotros no somos gente del Sur, objetó Pereira, tenemos sangre celta. Pero vivimos en el Sur, dijo Silva, el clima no favorece nuestras ideas políticas, laissez faire, laissez passer, es así como estamos hechos, y además escucha, te voy a decir una cosa, yo enseño literatura y de literatura entiendo bastante, estoy haciendo una edición crítica de nuestros trovadores, las canciones de amigo, no sé si te acuerdas de cuando la universidad, pues bien, los jóvenes partían para la guerra y las mujeres se quedaban en casa llorando, y los trovadores recogían sus lamentos, mandaba el rey, ¿comprendes?, mandaba el jefe, y nosotros siempre hemos tenido necesidad de un jefe, todavía hoy necesitamos un jefe. Pero yo soy un periodista, replicó Pereira. ¿Y qué?, dijo Silva. Que tengo que ser libre, dijo Pereira, e informar a la gente de manera correcta. No consigo ver el nexo, dijo Silva, tú no escribes artículos de política, te encargas de la página cultural. Pereira dejó a su vez el tenedor y colocó los codos sobre la mesa. Eres tú quien tiene que escucharme con atención, replicó, imagínate que mañana muere Marinetti, sabes a quién me refiero, ¿no? Vagamente, dijo Silva. Pues bien, dijo Pereira, Marinetti es una alimaña, empezó cantando a la guerra, ha hecho apología de las carnicerías, es un terrorista, ha festejado la marcha sobre Roma, Marinetti es una alimaña y es necesario que yo lo diga. Vete a Inglaterra, dijo Silva, allá podrás decirlo cuantas veces quieras, tendrás un montón de lectores. Pereira se terminó el último bocado de su filete. Me voy a la cama, dijo, Inglaterra está demasiado lejos. ¿No tomas postre?, dijo Silva, a mí me apetece un trozo de tarta. Los dulces me sientan mal, dijo Pereira, me lo ha dicho el cardiólogo, y además estoy cansado del viaje, gracias por haber ido a recogerme a la estación, buenas noches y hasta mañana.
Pereira se levantó y se marchó sin decir una palabra más. Se sentía muy cansado, sostiene.
10
Al día siguiente Pereira se despertó a las seis. Sostiene que tomó un simple café, y tuvo que insistir para que se lo trajeran porque el servicio de habitaciones no empezaba hasta las siete, y dio un paseo por el parque. También las termas abrían a las siete, y a las siete en punto Pereira estaba delante de la verja. Silva no estaba, el director no estaba, no había prácticamente nadie y Pereira se sintió aliviado, sostiene. Lo primero que hizo fue beber dos vasos de agua que sabía a huevos podridos y sintió una vaga náusea y retortijones de tripas. Hubiera querido una buena limonada fresca, porque a pesar de la hora matutina hacía ya cierto calor, pero pensó que no podía mezclar aguas termales y limonada. Entonces se dirigió a las instalaciones termales, donde le hicieron desnudarse y vestirse con un albornoz blanco. ¿Desea baños de barro o inhalaciones?, le preguntó la empleada. Las dos cosas, respondió Pereira. Le hicieron pasar a una habitación donde había una bañera de mármol llena de un líquido marrón. Pereira se quitó el albornoz y se sumergió en ella. El fango estaba tibio y daba una sensación de bienestar. Al rato, entró un empleado y le preguntó dónde debía darle el masaje. Pereira respondió que no quería masajes, sólo quería un baño y deseaba que le dejaran en paz. Salió de la bañera, se dio una ducha fresca, se puso de nuevo su albornoz y pasó a las habitaciones contiguas, donde estaban los surtidores de vapor para las inhalaciones. Delante de cada surtidor había varias personas sentadas, con los codos apoyados sobre el mármol, que respiraban las emanaciones de aire caliente. Pereira encontró un sitio libre y lo ocupó. Respiró a fondo durante algunos minutos y se sumergió en sus pensamientos. Le vino a la cabeza Monteiro Rossi y, quién sabe por qué, también el retrato de su esposa. Hacía casi dos días que no hablaba con el retrato de su esposa, y Pereira se arrepintió de no habérselo llevado consigo, sostiene. Entonces se levantó, se dirigió a los vestuarios, se vistió, se hizo el nudo de su corbata negra, salió de las instalaciones termales y volvió al hotel. En el salón restaurante vio a su amigo Silva tomando un copioso desayuno con bollos y café con leche. El director, afortunadamente, no estaba. Pereira se acercó a Silva, le saludó, le comentó que había tomado los baños y le dijo: Hacia las doce hay un tren para Lisboa, si pudieras acompañarme a la estación te lo agradecería, si no puedes, cogeré el taxi del hotel. Pero cómo, ¿te vas ya?, preguntó Silva, y yo que esperaba poder pasar un par de días en tu compañía. Discúlpame, mintió Pereira, pero tengo que estar en Lisboa esta noche, mañana tengo que escribir un artículo importante y, además, ¿sabes?, no me hace mucha gracia haber dejado la redacción a la portera del inmueble, es mejor que me vaya. Como quieras, respondió Silva, te llevo.
Durante el trayecto no intercambiaron ni una palabra. Sostiene Pereira que Silva parecía estar molesto con él, pero que él no hizo nada para dulcificar la situación. En fin, pensó, qué le vamos a hacer. Llegaron a la estación hacia las once y cuarto, y el tren estaba ya en el andén. Pereira subió y dijo adiós con la mano desde la ventanilla. Silva le despidió con un amplio gesto del brazo y se marchó. Pereira se sentó en un compartimiento donde había una señora que estaba leyendo un libro.
Era una bella señora, rubia, elegante, con una pierna de madera. Pereira se había sentado en el lado del pasillo, dado que ella estaba junto a la ventanilla, para no molestarla, y advirtió que estaba leyendo un libro de Thomas Mann en alemán. Eso despertó su curiosidad, pero por el momento no dijo nada, dijo solamente: Buenos días, señora. El tren empezó a moverse a las once y media, y pocos minutos más tarde pasó un camarero para hacer las reservas del vagón restaurante. Pereira reservó mesa, sostiene, porque sentía el estómago en desorden y necesitaba comer algo. El trayecto no era largo, es cierto, pero iban a llegar tarde a Lisboa y no tenía ganas de ponerse a buscar un restaurante con aquel calor.
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