Antonio Tabucchi - Sostiene Pereira
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Cuando abrió la puerta de su despacho, Pereira se sentía agotado y estaba empapado de sudor. Encendió el ventilador y se sentó a su escritorio. Depositó el pan y la tortilla sobre una hoja de la máquina de escribir y sacó la carta del bolsillo. En el sobre estaba escrito: Señor Pereira, Lisboa, Rua Rodrigo da Fonseca, 66, Lisboa. Era una caligrafía elegante en tinta azul. Pereira dejó la carta junto a la tortilla y encendió un cigarro. El cardiólogo le había prohibido fumar, pero ahora le apetecía dar un par de caladas, tal vez después lo apagaría. Pensó que abriría la carta más tarde, porque lo primero era organizar la página cultural para el día siguiente. Pensó en revisar el artículo que había escrito acerca de Pessoa para la sección «Efemérides», pero después decidió que ya estaba bien como estaba. Entonces se puso a leer el cuento de Maupassant que él mismo había traducido para ver si encontraba algo que corregir. No encontró nada. El cuento estaba perfecto y Pereira se congratuló. Eso hizo que se sintiera un poco mejor, sostiene. Después sacó del bolsillo de la chaqueta un retrato de Maupassant que había encontrado en una revista de la biblioteca municipal. Era un retrato a lápiz, obra de un pintor francés desconocido.
Maupassant tenía un aire de desesperación, con la barba descuidada y los ojos perdidos en el vacío, y Pereira pensó que era perfecto para acompañar el cuento. Además era un cuento de amor y de muerte, requería un retrato que tendiera a lo trágico. Era necesario insertar una cuña en medio del artículo, con los datos biográficos básicos de Maupassant. Pereira abrió el Larousse que tenía sobre el escritorio y se puso a copiar. Escribió: «Guy de Maupassant, 1850-1893. Como su hermano Hervé, heredó de su padre una enfermedad de origen venéreo que le condujo primero a la locura y después, todavía joven, a la muerte. Participó a los veinte años en la guerra franco-prusiana, trabajó en el ministerio de la marina. Escritor de talento y visión satírica, describe en sus relatos las debilidades y la bellaquería de cierta parte de la sociedad francesa. Escribió también novelas de gran éxito como Bel-Ami y el relato fantástico El Horla. Presa de ataques de locura, fue internado en la clínica del doctor Blanche, donde murió pobre y abandonado.»
Después cogió el pan y la tortilla y dio dos o tres mordiscos. El resto lo tiró a la papelera porque no tenía hambre, hacía demasiado calor, sostiene. En ese momento abrió la carta. Era un artículo escrito a máquina, en papel de seda, y el título decía: Ha muerto Filippo Tommaso Marinetti. A Pereira le dio un vuelco el corazón porque sin mirar la otra página comprendió que quien escribía era Monteiro Rossi y porque comprendió inmediatamente que aquel artículo no servía para nada, era un artículo inútil, él hubiera querido una necrológica sobre Bernanos o Mauriac, quienes probablemente creían en la resurrección de la carne, pero aquélla era una necrológica de Filippo Tommaso Marinetti, quien creía en la guerra, y Pereira se puso a leerlo. Efectivamente, el artículo era para tirarlo, pero Pereira no lo tiró, quién sabe por qué, lo conservó y por eso puede aportarlo como documentación. Comenzaba así: «Con Marinetti desaparece un violento, porque la violencia era su musa. Había comenzado en 1909 con la publicación de un Manifiesto futurista en un periódico de París, manifiesto en el que exaltaba los mitos de la guerra y la violencia. Enemigo de la democracia, belicoso y belicista, exaltó después la guerra en un extravagante poemilla titulado Zang Tumb Tumb, una descripción fónica de la guerra de África del colonialismo italiano. Y su fe colonialista le llevó a exaltar la empresa italiana en Libia. Escribió, entre otras cosas, un manifiesto repulsivo: Guerra única higiene del mundo. Sus fotografías nos muestran a un hombre en pose arrogante, de bigotes rizados y con una casaca de académico repleta de medallas. El fascismo italiano le concedió muchas, porque Marinetti fue uno de sus más fervientes defensores. Con él desaparece un oscuro personaje, un pendenciero…»
Pereira dejó de leer la parte escrita a máquina y pasó a la carta, porque el artículo venía acompañado de una carta escrita a mano. Decía: «Distinguido señor Pereira: he seguido las razones del corazón, pero no es culpa mía. Además, usted mismo me dijo que las razones del corazón son las más importantes. No sé si es una necrológica publicable y, por otro lado, puede que Marinetti siga en danza otros veinte años, quién sabe. De cualquier modo, si quiere mandarme algo, se lo agradecería. Yo por ahora no puedo pasar por la redacción, sería largo de explicar el porqué. Si desea mandarme una pequeña suma a su discreción puede introducirla en un sobre a mi nombre y expedirla al apartado de correos 202, Central de Correos, Lisboa. Yo daré señales de vida por teléfono. Los mejores saludos y deseos de su Monteiro Rossi.»
Pereira introdujo la necrológica y la carta en una carpeta del archivo y escribió en ésta: Necrológicas. Después se puso la chaqueta, numeró las páginas del cuento de Maupassant, recogió sus hojas de la mesa y salió para llevar el material a imprenta. Sudaba, se sentía incómodo y esperaba no encontrarse con la portera en la escalera, sostiene.
8
Aquel sábado por la mañana, a las doce en punto, sostiene Pereira, sonó el teléfono. Aquel día Pereira no se había llevado a la redacción su pan con tortilla, por un lado porque intentaba saltarse de vez en cuando una comida, como le había aconsejado el cardiólogo, por otro, porque, si no resistía el hambre, le quedaba el recurso de tomarse una omelette en el Café Orquídea.
Buenos días, señor Pereira, dijo la voz de Monteiro Rossi, soy Monteiro Rossi. Estaba esperando su llamada, dijo Pereira, ¿dónde se encuentra usted? Estoy fuera de la ciudad, dijo Monteiro Rossi. Perdone, insistió Pereira, está fuera de la ciudad, pero ¿dónde? Fuera de la ciudad, respondió Monteiro Rossi. Pereira sintió una ligera irritación, sostiene, por aquella manera de hablar tan cautelosa y formal. Hubiera deseado de Monteiro Rossi una mayor cordialidad y también una mayor gratitud, pero contuvo su irritación y dijo: Le he mandado algún dinero a su apartado de correos. Gracias, dijo Monteiro Rossi, pasaré a recogerlo. Y no añadió nada más. Entonces Pereira le preguntó: ¿Cuándo tiene intención de venir por la redacción?, quizá sería oportuno que hablásemos personalmente. No sé cuándo me será posible pasar por allí, replicó Monteiro Rossi, la verdad es que le estaba escribiendo precisamente una nota para que fijáramos una cita en un sitio cualquiera, pero, si es posible, que no sea en la redacción. Fue entonces cuando a Pereira le pareció entender que había algo que no andaba bien, sostiene, y bajando la voz, como si alguien, además de Monteiro Rossi, pudiera oírle, preguntó: ¿Tiene usted algún problema? Monteiro Rossi no contestó y Pereira pensó que no le había entendido. ¿Tiene usted algún problema?, repitió Pereira. En cierto sentido, sí, dijo la voz de Monteiro Rossi, pero lo mejor es que no hablemos de ello por teléfono, ahora mismo le escribo una nota para que fijemos una cita a mediados de semana, en efecto, tengo necesidad de usted, señor Pereira, de su ayuda, pero se lo diré personalmente, y ahora, si me disculpa, estoy llamando desde un lugar incómodo y tengo que colgar, tenga usted paciencia, señor Pereira, ya hablaremos en persona, hasta pronto.
El teléfono hizo clic y Pereira colgó a su vez. Se sentía inquieto, sostiene. Meditó sobre lo que debía hacer y tomó unas cuantas decisiones. En primer lugar, bajaría a tomar una limonada al Café Orquídea y después aprovecharía para comerse una omelette. Después, por la tarde, cogería un tren para Coimbra e iría a las termas de Buçaco. Claro está, se iba a encontrar con su director, era inevitable, y Pereira no tenía ningunas ganas de hablar con él, pero tendría una buena excusa para no permanecer en su compañía, porque en las termas estaba su amigo Silva, que pasaba allí las vacaciones y quien le había invitado repetidas veces. Silva era un antiguo compañero de clase de Coimbra, ahora enseñaba literatura en la universidad de aquella ciudad, era un hombre culto, sensato, tranquilo y soltero, sería un placer pasar dos o tres días con él. Y además bebería el agua benéfica de las termas, pasearía por el parque y tal vez pudiera tomar algunas inhalaciones, porque su respiración era penosa, especialmente cuando subía las escaleras tenía que respirar con la boca abierta.
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