Antonio Tabucchi - Sostiene Pereira
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La señora con la pierna de madera hizo también una reserva para el vagón restaurante. Pereira notó que hablaba bien portugués, con un leve acento extranjero. Eso aumentó su curiosidad, sostiene, y le dio valor para atreverse a invitarla. Señora, dijo, discúlpeme, no quisiera parecerle entrometido, pero dado que somos compañeros de viaje y que ambos hemos hecho una reserva para el restaurante, quisiera proponerle que comiéramos en la misma mesa, podremos conversar un rato y quizá nos sintamos menos solos, es tan melancólico comer solo, especialmente en el tren, permítame que me presente, mi nombre es Pereira, soy director de la página cultural del Lisboa, un periódico vespertino de la capital. La señora con la pierna de madera dibujó una amplia sonrisa y le tendió la mano. Mucho gusto, dijo, me llamo Ingeborg Delgado, soy alemana, pero de origen portugués, he vuelto a Portugal para reencontrar mis raíces.
El camarero pasó tocando la campanilla avisando para la comida. Pereira se levantó y cedió el paso a la señora Delgado. No tuvo valor para ofrecerle su brazo, sostiene, porque pensó que ese gesto podía herir a una señora que tenía una pierna de madera. Pero la señora Delgado se movía con gran agilidad a pesar de su miembro artificial y le precedió por el pasillo. El vagón restaurante estaba cerca de su compartimiento, de modo que no tuvieron que caminar demasiado. Se sentaron a una mesita de la parte izquierda del tren. Pereira se metió la servilleta en el cuello de la camisa y sintió que debía pedir disculpas por su comportamiento. Discúlpeme, dijo, pero cuando como me mancho siempre la camisa, mi asistenta dice que soy peor que los niños, espero no parecerle un provinciano. Detrás de la ventanilla se deslizaba el dulce paisaje del centro de Portugal: colinas verdes de pinos y aldeas blancas. De vez en cuando se veían viñedos y algún campesino que, como un punto negro, adornaba el paisaje. ¿Le gusta a usted Portugal?, preguntó Pereira. Me gusta, contestó la señora Delgado, pero no creo que me quede mucho, he visitado a mis parientes de Coimbra, he reencontrado mis raíces, pero éste no es el país más adecuado para mí y para el pueblo al que pertenezco, estoy esperando el visado de la embajada americana, dentro de poco, por lo menos eso espero, partiré para los Estados Unidos. Pereira creyó entender y preguntó: ¿Es usted judía? Soy judía, confirmó la señora Delgado, y la Europa de estos tiempos no es el lugar más adecuado para la gente de mi pueblo, especialmente Alemania, pero tampoco aquí es que nos tengan demasiada simpatía, me he dado cuenta por los periódicos, quizá el periódico en el que usted trabaja sea una excepción, aunque es tan católico, demasiado católico para quien no es católico. Este país es católico, sostiene haber dicho Pereira, y yo también soy católico, lo admito, aunque a mi manera, por desgracia hemos tenido la Inquisición y eso no es ningún motivo de orgullo, pero yo, por ejemplo, no creo en la resurrección de la carne, no sé si eso puede significar algo. No sé qué significa, respondió la señora Delgado, pero en cualquier caso creo que no me atañe. He notado que estaba leyendo un libro de Thomas Mann, dijo Pereira, es un escritor que aprecio mucho. A él tampoco le hace feliz lo que está sucediendo en Alemania, dijo la señora Delgado, yo no diría que esté contento, no. Quizá yo tampoco esté contento con lo que está sucediendo en Portugal, admitió Pereira. La señora Delgado bebió un sorbo de agua mineral y dijo: Pues, entonces, haga algo. ¿Algo como qué?, contestó Pereira. Bueno, dijo la señora Delgado, usted es un intelectual, diga lo que está pasando en Europa, exprese su libre pensamiento, en suma, haga usted algo. Sostiene Pereira que hubiera querido decir muchas cosas. Hubiera querido responder que por encima de él estaba su director, el cual era un personaje del régimen, y que además estaba el régimen con su policía y su censura, y que en Portugal estaban todos amordazados, en resumidas cuentas, que no se podían expresar libremente las propias opiniones, y que él pasaba sus jornadas en un miserable cuartucho de Rua Rodrigo da Fonseca, en compañía de un ventilador asmático y vigilado por una portera que probablemente era una confidente de la policía. Pero no dijo nada de todo ello, Pereira, dijo solamente: Haré lo que pueda, señora Delgado, pero no es fácil hacer lo que se puede en un país como éste para una persona como yo, sabe, yo no soy Thomas Mann, soy sólo el oscuro director de la página cultural de un modesto periódico de la tarde, escribo efemérides de escritores ilustres y traduzco cuentos franceses del siglo pasado, no se puede hacer más. Lo comprendo, replicó la señora Delgado, pero tal vez pueda hacerse todo, basta con tener voluntad para ello. Pereira miró por la ventanilla y suspiró. Estaban en los alrededores de Vila Franca, se veía ya la larga serpiente del Tajo. Qué hermoso, aquel pequeño Portugal, besado por el mar y por el clima, pero qué difícil era todo, pensó Pereira. Señora Delgado, dijo, creo que dentro de poco llegaremos a Lisboa, estamos en Vila Franca, ésta es una ciudad de trabajadores honestos, de obreros, nosotros también, en este pequeño país, tenemos nuestra oposición, es una oposición silenciosa, quizá porque no tenemos a Thomas Mann, pero es todo lo que podemos hacer, y ahora tal vez sea mejor que volvamos a nuestro compartimiento para preparar las maletas, ha sido un placer el haberla conocido y el haber pasado este rato con usted, permítame que le ofrezca mi brazo, pero no lo interprete como un gesto de ayuda, es sólo un gesto de caballerosidad, porque ya sabe que en Portugal somos muy caballerosos.
Pereira se levantó y ofreció su brazo a la señora Delgado. Ella lo aceptó con una leve sonrisa y se levantó de la estrecha mesita con cierta dificultad. Pereira pagó la cuenta y dejó algunas monedas de propina. Salió del vagón restaurante dando el brazo a la señora Delgado, y se sentía orgulloso y turbado al mismo tiempo, pero no sabía por qué, sostiene Pereira.
11
Sostiene Pereira que el martes siguiente, cuando llegó a la redacción, se encontró con la portera, quien le entregó una carta urgente. Celeste se la entregó con expresión irónica y le dijo: He dado sus instrucciones al cartero, pero él no puede pasar más tarde porque tiene que recorrer todo el barrio, así que me ha dejado la carta a mí. Pereira la cogió, hizo un gesto de gratitud con la cabeza y miró si llevaba remite. Por suerte no había ningún remite y por lo tanto Celeste se había quedado con las ganas. Pero reconoció inmediatamente la tinta azul de Monteiro Rossi y su caligrafía sinuosa. Entró en la redacción y encendió el ventilador. Después abrió la carta. Decía: «Distinguido señor Pereira: por desgracia, estoy pasando por un periodo infausto. Necesitaría hablar con usted, es urgente, pero prefiero no pasar por la redacción. Le espero el martes por la tarde, a las ocho y media, en el Café Orquídea, me gustaría cenar con usted y contarle mis problemas. Con esperanza, suyo, Monteiro Rossi.»
Sostiene Pereira que quería escribir un pequeño artículo para la sección «Efemérides» dedicado a Rilke, que había muerto en el veintiséis, y de cuya desaparición por lo tanto se cumplían doce años. Y después se había puesto a traducir un cuento de Balzac. Había escogido Honorine, que era un relato sobre el arrepentimiento y que pensaba publicar en tres o cuatro entregas. Pereira no sabe por qué, pero creía que aquel relato sobre el arrepentimiento sería un mensaje en una botella que alguien recogería. Porque hay muchas cosas de las que arrepentirse, y hacía falta un relato sobre el arrepentimiento, y aquél era el único medio para comunicar un mensaje a alguien que quisiera entenderlo. Así que cogió su Larousse, apagó el ventilador y se dirigió hacia casa.
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