Antonio Tabucchi - Sostiene Pereira

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Lisboa, 1938. La opresiva dictadura de Salazar, el furor de la guerra civil española llamando a la puerta, al fondo el fascismo italiano. En esta Europa recorrida por el virulento fantasma de los totalitarismos, Pereira, un periodista dedicado durante toda su vida a la sección de sucesos, recibe el encargo de dirigir la página cultural de un mediocre periódico, el Lisboa.

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Dejó una nota pegada a la puerta: «Volveré a mediados de semana, Pereira.» Por suerte no se encontró con la portera en la escalera y eso le confortó. Salió a la luz deslumbrante del día y se dirigió al Café Orquídea. Cuando pasaba por delante de la carnicería judía vio una aglomeración de gente y se detuvo. Advirtió que el escaparate estaba destrozado y que la pared estaba cubierta de pintadas que el carnicero estaba borrando con pintura blanca. Atravesó el grupo de gente y se acercó al carnicero, le conocía bien, era el joven Mayer, había conocido también a su padre, con quien iba a menudo a tomar una limonada a los cafés del paseo que bordeaba el río. Después el viejo Mayer había muerto y había dejado la carnicería a su hijo David, un chicarrón corpulento, con una barriga prominente a pesar de su joven edad, y aspecto jovial. David, preguntó Pereira acercándose, ¿qué ha ocurrido? Ya lo ve usted, señor Pereira, respondió David secándose con su delantal de carnicero las manos manchadas de pintura, vivimos en un mundo de vándalos, ha sido obra de vándalos. ¿Ha llamado a la policía?, preguntó Pereira. ¡Menuda ocurrencia!, exclamó David, ¡menuda ocurrencia! Y se puso de nuevo a borrar las pintadas con pintura blanca. Pereira se dirigió hacia el Café Orquídea y se sentó dentro, delante del ventilador. Pidió una limonada y se quitó la chaqueta. ¿Ha oído lo que está pasando, señor Pereira? Pereira abrió los ojos e interpeló: ¿La carnicería judía? Pero ¿de qué carnicería judía habla?, respondió Manuel mientras se iba, hay cosas peores.

Pereira pidió una omelette a las finas hierbas y se la comió con calma. El Lisboa no saldría hasta las cinco de la tarde, y él no tendría tiempo de leerlo porque se encontraría en el tren para Coimbra. Quizá pudiera hacer que le consiguieran un periódico de la mañana, pero dudaba de que los periódicos portugueses hablaran de los acontecimientos a los que se refería el camarero. Simplemente, las voces corrían, iban de boca en boca, para estar informados había que preguntar en los cafés, escuchar las charlas, era la única manera para estar al corriente, o bien comprar algún periódico extranjero a los vendedores de la Rua do Ouro, pero los periódicos extranjeros, cuando llegaban, llegaban con dos o tres días de retraso, era inútil buscar un periódico extranjero, lo mejor era preguntar. Pero Pereira no tenía ganas de preguntar a nadie, quería sencillamente marcharse a las termas, disfrutar de unos días de tranquilidad, hablar con su amigo el profesor Silva y no pensar en los males del mundo. Pidió otra limonada, hizo que le trajeran la cuenta, salió, se dirigió a la central de Correos y mandó dos telegramas, uno al hotel de las termas para reservar una habitación y otro a su amigo Silva. «Llego a Coimbra con el tren de la noche. Stop. Si puedes ir a recogerme en coche, te lo agradecería. Stop. Un abrazo. Pereira.»

Después se dirigió a su casa para hacer la maleta. Pensó que el billete lo sacaría directamente en la estación, total, tenía todo el tiempo del mundo, sostiene.

9

Cuando Pereira llegó a la estación de Coimbra, sobre la ciudad había una magnífica puesta de sol, sostiene. Miró a su alrededor en el andén, pero no vio a su amigo Silva. Pensó que el telegrama no habría llegado o que Silva habría abandonado ya el balneario. Sin embargo, cuando entró en el vestíbulo de la estación, vio a Silva sentado en un banco, fumando un cigarrillo. Se sintió emocionado y fue a su encuentro. Hacía ya bastante tiempo que no le veía. Silva le abrazó y le cogió la maleta. Salieron y se dirigieron al coche. Silva tenía un Chevrolet negro de brillantes cromados, cómodo y espacioso.

La carretera de las termas atravesaba una hilera de colinas llenas de vegetación y no tenía más que curvas. Pereira bajó la ventanilla porque comenzó a sentir náuseas, y el aire fresco le sentaba bien, sostiene. Durante el trayecto hablaron poco. ¿Qué tal te van las cosas?, le preguntó Silva. Así, así, respondió Pereira. ¿Vives solo?, le preguntó Silva. Vivo solo, respondió Pereira. En mi opinión, no te sienta bien, dijo Silva, deberías buscarte una mujer que te hiciera compañía y que te alegrase la vida, comprendo que estés muy unido al recuerdo de tu mujer, pero no puedes pasarte el resto de tu vida cultivando recuerdos. Soy viejo, respondió Pereira, estoy demasiado gordo y sufro del corazón. No eres nada viejo, dijo Silva, tienes mi edad, y respecto a lo demás podrías seguir una dieta, concederte unas vacaciones, pensar más en tu salud. Ya, ya, dijo Pereira.

Pereira sostiene que el hotel de las termas era espléndido, un edificio blanco, una villa inmersa en un gran parque. Subió a su habitación y se cambió de ropa. Se puso un traje claro y una corbata negra. Silva le estaba esperando en el vestíbulo saboreando un aperitivo. Pereira le preguntó si había visto a su director. Silva le guiñó un ojo. Cena siempre con una señora rubia de mediana edad, respondió, una clienta del hotel, parece que ha encontrado compañía. Mejor así, dijo Pereira, eso me exime de conversaciones formales.

Entraron en el restaurante. Era un salón decimonónico, con frescos de festones de flores en el techo. El director estaba cenando en una mesa central en compañía de una señora con un vestido de noche. El director levantó la cabeza, y le vio, en su rostro se dibujó una expresión de sorpresa y le hizo un gesto con la mano para que se acercara. Pereira se acercó mientras Silva se dirigía hacia otra mesa. Buenas noches, señor Pereira, dijo el director, no esperaba verle aquí, ¿ha abandonado la redacción? La página cultural se ha publicado hoy, dijo Pereira, no sé si habrá podido verla ya porque el periódico quizá no haya llegado a Coimbra, lleva un cuento de Maupassant y una sección de la que me he hecho cargo titulada «Efemérides», de todos modos me quedaré sólo un par de días, el miércoles estaré de nuevo en Lisboa para preparar la página cultural del próximo sábado. Señora, disculpe, dijo el director dirigiéndose hacia su comensal, le presento al señor Pereira, un colaborador mío. Y después añadió: La señora Maria do Vale Santares. Pereira hizo una inclinación con la cabeza. Señor director, dijo, quería comunicarle una cosa, si usted no tiene nada que objetar he decidido contratar a un ayudante que me eche una mano precisamente para preparar las necrológicas anticipadas de los grandes escritores que pueden morir de un momento a otro. Señor Pereira, exclamó el director, estoy aquí cenando en compañía de una amable y sensible señora con la que estoy manteniendo una conversación de cosas amusantes y usted me viene a hablar de personas a punto de morir, me parece poco delicado por su parte. Disculpe, señor director, sostiene haber dicho Pereira, no quisiera caer en una conversación profesional, pero en las páginas culturales hay que estar preparados por si desaparece algún gran artista, y si alguno desaparece de repente, resulta un problema confeccionar una necrológica de un día para otro, por lo demás, usted recordará cómo, hace tres años, cuando murió T. E. Lawrence, ningún periódico portugués pudo hablar de él a tiempo, todos publicaron necrológicas una semana más tarde, y si queremos ser un periódico moderno, no tenemos más remedio que ser rápidos. El director masticó lentamente el bocado que tenía en la boca y dijo: De acuerdo, de acuerdo, señor Pereira, además le he dejado plenos poderes para la página cultural, me gustaría saber únicamente si el ayudante nos va a costar mucho y si es una persona de confianza. Si es por eso, respondió Pereira, me parece una persona que se contenta con poco, es un joven modesto, y además se ha licenciado con una tesina sobre la muerte en la Universidad de Lisboa, de muerte entiende bastante. El director hizo un gesto perentorio con la mano, bebió un sorbo de vino y dijo: Escuche, señor Pereira, no nos hable usted más de la muerte, por favor, si no, va a acabar estropeándonos la cena, en cuanto a la página cultural, haga lo que le parezca mejor, de usted me fío, ha sido cronista durante treinta años, y ahora, buenas noches y buen provecho.

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