Antonio Tabucchi - Sostiene Pereira

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Lisboa, 1938. La opresiva dictadura de Salazar, el furor de la guerra civil española llamando a la puerta, al fondo el fascismo italiano. En esta Europa recorrida por el virulento fantasma de los totalitarismos, Pereira, un periodista dedicado durante toda su vida a la sección de sucesos, recibe el encargo de dirigir la página cultural de un mediocre periódico, el Lisboa.

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Pero he estado trabajando toda la noche, balbució Monteiro Rossi, esperaba que me pagase, en el fondo no pido mucho, sólo para poder comer hoy. Pereira hubiera querido decirle que la noche anterior le había adelantado ya dinero para que se comprara un par de pantalones nuevos, y que evidentemente no se podía pasar todo el día dándole dinero, porque no era su padre. Hubiera querido ser firme y duro. Y en cambio dijo: Si su problema es la comida de hoy, no se preocupe, puedo invitarle a comer, yo tampoco he comido y tengo algo de apetito, me gustaría tomarme un buen pescado a la plancha o una escalopa empanada, ¿qué le parece?

¿Por qué dijo eso Pereira? ¿Porque estaba solo y aquella habitación le angustiaba, porque de verdad tenía hambre, porque pensó en el retrato de su esposa, o por alguna otra razón? Eso no sabría decirlo, sostiene Pereira.

6

Y, a pesar de todo, Pereira le invitó a comer, sostiene, y escogió un restaurante del Rossio. Le pareció la elección más adecuada para ellos, porque en el fondo eran dos intelectuales y aquél era el café y el restaurante de los literatos, en los años veinte había sido famoso, en sus mesas habían nacido las revistas de vanguardia, en resumen, que allí iban todos, y quizá alguno siguiera yendo todavía.

Bajaron en silencio por la Avenida da Liberdade y llegaron al Rossio. Pereira escogió una mesa en el interior, porque fuera, bajo el toldo, hacía demasiado calor. Miró a su alrededor, pero no vio a ningún literato, sostiene. Los literatos están todos de vacaciones, dijo para romper el silencio, tal vez estén veraneando, algunos en la playa, otros en el campo, en la ciudad sólo quedamos nosotros. Quizá simplemente estén en su casa, respondió Monteiro Rossi, no deben de tener muchas ganas de salir por ahí, con los tiempos que corren. Pereira sintió una cierta melancolía, sostiene, pensando en aquella frase.

Comprendió que estaban solos, que no había nadie cerca con quien poder compartir su angustia, en el restaurante había dos señoras con sombrerito y cuatro hombres de aspecto siniestro en una esquina. Pereira eligió una mesa aislada, se colocó la servilleta en el cuello de la camisa, como hacía siempre, y pidió vino blanco. Me apetece tomarme un aperitivo, explicó a Monteiro Rossi, normalmente no tomo alcohol, pero ahora necesito un aperitivo. Monteiro Rossi pidió una cerveza de barril y Pereira le preguntó si no le gustaba el vino blanco. Prefiero la cerveza, respondió Monteiro Rossi, está más fresca y es más ligera, y además no entiendo de vinos. Pues es una pena, susurró Pereira, si quiere usted convertirse en un buen crítico debe refinar sus gustos, debe cultivarse, debe aprender a conocer los vinos, la gastronomía, el mundo. Y después añadió: Y la literatura. Y en ese momento Monteiro Rossi musitó: Tendría que confesarle una cosa, pero no me atrevo. Pues dígamela, dijo Pereira, haré como que no me entero. Más tarde, dijo Monteiro Rossi.

Pereira pidió una dorada a la plancha, sostiene, y Monteiro Rossi un gazpacho y después arroz a la marinera. El arroz llegó en una enorme cazuela de barro, de la que Monteiro Rossi se sirvió tres veces, se lo comió todo, y eso que era una ración enorme. Y después se echó para atrás el mechón de pelo que le caía sobre la frente y dijo: Me comería un helado, o quizá simplemente un sorbete de limón. Pereira calculó mentalmente lo que le iba a costar aquella comida y llegó a la conclusión de que buena parte de su sueldo semanal se le iba a ir en aquel restaurante en donde había creído que iba a encontrarse con los literatos de Lisboa y donde, en cambio, no había más que dos viejecitas con sombrerito y cuatro figuras siniestras en una mesa de una esquina. Empezó a sudar otra vez y se quitó la servilleta del cuello de la camisa, pidió agua mineral helada y un café, después, fijando su mirada en los ojos de Monteiro Rossi, le dijo: Y ahora confiéseme eso que quería confesarme antes de comer. Sostiene Pereira que Monteiro Rossi se puso a mirar al techo, luego le miró y esquivó su mirada, después tosió y enrojeció como un niño, y respondió: Me siento un poco incómodo, perdóneme. No hay nada de lo que avergonzarse en este mundo, dijo Pereira, salvo de haber robado o haber deshonrado al padre o a la madre. Monteiro Rossi se secó la boca con la servilleta como si quisiera impedir que las palabras salieran, se echó para atrás el mechón de pelo de la frente y dijo: No sé cómo decírselo, ya sé que usted exige profesionalidad, que yo debería pensar con el cerebro, pero el hecho es que he preferido seguir otras razones. Explíquese mejor, le instó Pereira. Bueno, balbuceó Monteiro Rossi, verá, la verdad es que… la verdad es que seguí las razones del corazón, quizá no hubiera debido, quizá ni siquiera lo quisiera, pero fue más fuerte que yo, le juro que habría sido capaz de escribir una necrológica sobre García Lorca con las razones de la inteligencia, pero fue más fuerte que yo. Se secó otra vez la boca con la servilleta y añadió: Y además estoy enamorado de Marta. Y eso ¿qué tiene que ver?, objetó Pereira. No lo sé, respondió Monteiro Rossi, quizá nada, pero eso también es una razón del corazón, ¿no le parece?, a su modo, eso es también un problema. El problema es que usted no debería meterse en problemas que son más grandes que usted, hubiera querido responder Pereira. El problema es que el mundo es un problema y seguramente no seremos ni usted ni yo quienes lo resolvamos, hubiera querido decirle Pereira. El problema es que es usted joven, demasiado joven, podría ser mi hijo, hubiera querido decirle Pereira, pero no me gusta que usted me tome por su padre, yo no estoy aquí para resolver sus contradicciones. El problema es que entre nosotros ha de haber una relación correcta y profesional, hubiera querido decirle Pereira, y que debe usted aprender a escribir, porque, de otro modo, si escribe con las razones del corazón, va usted a tropezarse con grandes complicaciones, se lo puedo asegurar.

Pero no dijo nada de todo eso. Encendió un cigarro, se secó con la servilleta el sudor que le bajaba por la frente, se desabrochó el primer botón de la camisa y dijo: Las razones del corazón son las más importantes, es necesario seguir siempre las razones del corazón, esto no lo dicen los diez mandamientos, pero se lo digo yo, de todos modos hay que tener los ojos muy abiertos, a pesar de todo, corazón, sí, estoy de acuerdo, pero también ojos bien abiertos, querido Monteiro Rossi, y con esto ha terminado nuestro almuerzo, en los próximos tres o cuatro días no me llame, le dejo todo este tiempo para reflexionar y para hacer una cosa como Dios manda, pero como Dios manda, ¿de acuerdo?, llámeme el próximo sábado a la redacción, hacia las doce del mediodía.

Pereira se levantó y le dio la mano diciéndole adiós. ¿Por qué le dijo esas cosas cuando hubiera querido recriminarle, incluso despedirle? Pereira no sabe decirlo. ¿Tal vez porque el restaurante estaba desierto, porque no había visto a ningún literato, porque se sentía solo en aquella ciudad y tenía necesidad de un cómplice y de un amigo? Quizá por estas razones y por otras más que no sabe explicar. Es difícil tener convicciones precisas cuando se habla de las razones del corazón, sostiene Pereira.

7

El viernes siguiente, cuando llegó a la redacción con una bolsa con su pan y tortilla, Pereira vio, sostiene, un sobre que sobresalía del buzón del Lisboa. Lo cogió y se lo puso en el bolsillo. En el rellano del primer piso se encontró con la portera, quien le dijo: Buenos días, señor Pereira, hay una carta para usted, una carta urgente, la ha traído el cartero a las nueve, he tenido que firmar yo. Pereira borbotó gracias entre dientes y siguió subiendo las escaleras. Espero que no me traiga problemas, continuó la portera, visto que no tiene remite, a ver si luego van a decir que la responsabilidad es mía. Pereira bajó tres peldaños, sostiene, y la miró a la cara. Escuche, Celeste, dijo Pereira, usted es la portera y eso basta, a usted le pagan para ser portera y recibe un sueldo de los inquilinos de este edificio, entre estos inquilinos se encuentra también mi periódico, pero usted tiene el defecto de meter las narices en asuntos que no le atañen, por lo tanto la próxima vez que llegue una carta urgente para mí, usted no la firme y no la mire, dígale al cartero que vuelva a pasar más tarde y que me la entregue personalmente. La portera apoyó en la pared la escoba con la que estaba limpiando el rellano y puso las manos en jarras. Señor Pereira, dijo, usted cree que puede hablarme así porque soy una simple portera, pero sepa usted que yo tengo amistades en lo más alto, personas que me pueden proteger de su mala educación. Ya lo supongo, es más, lo sé, sostiene haber dicho Pereira, y eso es precisamente lo que no me gusta, y ahora, muy buenos días.

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