Antonio Tabucchi - Sostiene Pereira

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Lisboa, 1938. La opresiva dictadura de Salazar, el furor de la guerra civil española llamando a la puerta, al fondo el fascismo italiano. En esta Europa recorrida por el virulento fantasma de los totalitarismos, Pereira, un periodista dedicado durante toda su vida a la sección de sucesos, recibe el encargo de dirigir la página cultural de un mediocre periódico, el Lisboa.

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Cuando llegó en taxi delante de la catedral hacía un calor espantoso. Pereira se quitó la corbata y se la puso en el bolsillo. Subió fatigosamente la cuesta que conducía a su casa, abrió el portal y se sentó en un escalón. Le faltaba el resuello. Buscó en el bolsillo unas pastillas para el corazón que le había recetado el cardiólogo y se tragó una. Se secó el sudor, reposó, se refrescó en aquel portal oscuro y después entró en su casa. La portera no le había preparado nada, se había ido a Setúbal, a casa de sus parientes, y no volvería hasta septiembre, como hacía todos los años. Este hecho, en el fondo, le afligió. No le gustaba estar solo, completamente solo, sin nadie que se ocupara de él. Pasó por delante del retrato de su esposa y le dijo: Vuelvo dentro de diez minutos. Fue a su habitación, se desnudó y se dispuso a darse un baño. El cardiólogo le había prohibido que tomara baños demasiado fríos, pero él necesitaba un baño frío, dejó que la bañera se llenara de agua fría y se sumergió en ella. Mientras estaba inmerso en el agua se acarició largo rato el vientre. Pereira, se dijo, en tiempos tu vida era distinta. Se secó y se puso el pijama. Fue hasta el recibidor, se detuvo ante el retrato de su esposa y le dijo: Esta noche voy a ver a Monteiro Rossi, no sé por qué no le despido o le mando a hacer puñetas, tiene problemas y quiere descargarlos sobre mí, eso lo he entendido, ¿tú qué dices, qué debo hacer? El retrato de su esposa le sonrió con una sonrisa lejana. Bueno, dijo Pereira, ahora me voy a echar la siesta, después veré qué quiere ese jovenzuelo. Y se fue a acostar.

Aquella tarde, sostiene Pereira, tuvo un sueño. Un sueño hermosísimo, de su juventud. Pero prefiere no revelarlo, porque los sueños no se deben revelar, sostiene. Admite únicamente que era feliz y que se encontraba en invierno en una playa del norte, más allá de Coimbra, en La Granja quizá, junto a él había una persona cuya identidad no desea desvelar. El hecho es que se levantó de muy buen humor, se puso una camisa de manga corta, no cogió corbata, cogió en cambio una chaqueta ligera de algodón, pero no se la puso, se la colocó en el brazo. La noche era cálida, pero por suerte soplaba un poco de brisa. Por un momento pensó en llegar a pie hasta el Café Orquídea, pero enseguida le pareció una locura. Bajó, eso sí, hasta Terreiro do Paço y el paseo le sentó bien. Allí cogió un tranvía que le llevó hasta el Alexandre Herculano. El Café Orquídea estaba prácticamente desierto, Monteiro Rossi no estaba pero la verdad es que era él quien había llegado con antelación. Pereira se sentó a una mesa de dentro, cerca del ventilador, y pidió una limonada. Cuando llegó el camarero le preguntó: ¿Qué noticias hay, Manuel? Si no lo sabe usted, señor Pereira, que es periodista, respondió el camarero. He estado en las termas, respondió Pereira, y no he leído periódicos, aparte de que por los periódicos no se sabe nunca nada, lo mejor es enterarse de las noticias a viva voz, por eso se lo pregunto a usted, Manuel. Lo nunca visto, señor Pereira, respondió el camarero, lo nunca visto. Y se marchó.

En aquel momento entró Monteiro Rossi. Se acercaba con aquel aire suyo de desazón, mirando a su alrededor con expresión circunspecta. Pereira advirtió que llevaba una bonita camisa azul con el cuello blanco. Se la ha comprado con mi dinero, pensó por un instante Pereira, pero no tuvo tiempo de reflexionar sobre ese hecho porque Monteiro Rossi le vio y se dirigió hacia él. Se estrecharon la mano. Siéntese, dijo Pereira. Monteiro Rossi se sentó a la mesa y no dijo nada. Bueno, dijo Pereira, ¿qué quiere comer?, aquí sirven sólo omelettes a las finas hierbas y ensalada de pescado. Quisiera dos omelettes a las finas hierbas, dijo Monteiro Rossi, disculpe si le parezco un aprovechado, pero hoy me he saltado el almuerzo. Pereira pidió tres omelettes a las finas hierbas y después dijo: Y ahora cuénteme sus problemas, visto que ésa es la palabra que utilizó en su carta. Monteiro Rossi se echó para atrás el mechón de pelo de la frente y aquel gesto provocó un efecto extraño en Pereira, sostiene. Bueno, dijo Monteiro Rossi bajando la voz, estoy metido en líos, señor Pereira, ésa es la verdad. El camarero se acercó con las omelettes y Monteiro Rossi cambió de conversación. Dijo: ¿Ha visto qué calor? Mientras el camarero les servía hablaron del clima y Pereira contó que había estado en las termas de Buçaco y que allí sí que el clima era estupendo, entre colinas, con todo el verde del parque. Después el camarero les dejó por fin en paz y Pereira preguntó: ¿O sea? O sea que estoy metido en líos, ésos son los hechos. Pereira cortó un trozo de su omelette y preguntó: ¿A causa de Marta?

¿Por qué preguntó eso, Pereira? ¿Porque creía de verdad que Marta pudiera acarrearle problemas a aquel joven, porque le había parecido demasiado listilla y demasiado impertinente, porque habría deseado que todo hubiera sido distinto, que hubieran estado en Francia o en Inglaterra, donde las chicas listillas e impertinentes podían decir todo lo que quisieran? Eso Pereira no se siente capaz de decirlo, pero el hecho es que preguntó: ¿A causa de Marta? En parte sí, contestó Monteiro Rossi en voz baja, pero no puedo echarle las culpas a ella, ella tiene sus ideas y son ideas muy sólidas. Pues ¿entonces?, preguntó Pereira. Pues que ha llegado mi primo, respondió Monteiro Rossi. No me parece tan grave, contestó Pereira, todos tenemos primos. Sí, dijo Monteiro Rossi casi susurrando, pero mi primo viene de España, está en una brigada, combate del lado de los republicanos, está en Portugal para reclutar voluntarios portugueses que quieran formar parte de una brigada internacional, en mi casa no puedo tenerle, tiene un pasaporte argentino y se ve a la legua que es falso, no sé dónde meterle, no sé dónde esconderle. Pereira comenzó a sentir una gota de sudor que le bajaba por la espalda, pero permaneció tranquilo. ¿Y qué?, preguntó mientras seguía comiéndose la omelette. Pues que lo que haría falta, dijo Monteiro Rossi, es que usted, señor Pereira, lo que haría falta es que se ocupara de él, que le buscara un alojamiento discreto, no importa que sea clandestino, basta con que sea, yo no le puedo tener en casa porque la policía podría sospechar de mí a causa de Marta, podrían vigilarme, incluso. ¿Y qué? preguntó otra vez Pereira. Pues que de usted no sospecha nadie, dijo Monteiro Rossi, él se quedará algunos días, lo suficiente para entrar en contacto con la resistencia, y después se volverá a España, debe usted ayudarme, señor Pereira, debe buscarle un alojamiento.

Pereira terminó de comerse su omelette, hizo un gesto al camarero y pidió otra limonada. Estoy asombrado de su descaro, dijo, no sé si se da cuenta de lo que me está pidiendo, y, además, ¿adonde podría llevarle? A una habitación de alquiler, dijo Monteiro Rossi, a una pensión, a cualquier lugar donde no se preocupen demasiado de la documentación, usted sabrá de sitios así, conoce a todo el mundo.

Conoce a todo el mundo, pensó Pereira. Pero si él de todos los que conocía no conocía a nadie, conocía al padre Antonio, al que no podía endosar un problema de ese tipo, conocía a su amigo Silva, que estaba en Coimbra y con el que no podía contar, y después a la portera de Rua Rodrigo da Fonseca, que tal vez fuera una confidente de la policía. Pero de repente le vino a la cabeza una pequeña pensión de la Graça, encima del Castillo, a la que iban las parejas clandestinas y donde no pedían el carnet a nadie. Pereira la conocía porque una vez su amigo Silva le había pedido que le reservara una habitación en un lugar discreto donde pasar una noche con una señora de Lisboa que no podía arriesgarse a un escándalo. De modo que dijo: Me ocuparé de ello mañana por la mañana, pero no me mande a su primo, o no lo lleve usted a la redacción, se lo digo por la portera, ya sabe, llévelo mañana por la mañana a las once a mi casa, ahora le doy la dirección, pero nada de llamadas por teléfono, por favor, e intente venir usted también, será lo mejor. ¿Por qué dijo eso Pereira? ¿Porque le daba pena Monteiro Rossi? ¿Porque había estado en las termas y había mantenido una conversación tan decepcionante con su amigo Silva? ¿Porque había conocido en el tren a la señora Delgado, que le había dicho que había que hacer algo fuera como fuere? Pereira no lo sabe, sostiene. Sabe solamente que se dio cuenta de que se había metido en un lío y que necesitaba hablar de ello con alguien. Pero no había ningún alguien por ahí y entonces pensó que hablaría de ello con el retrato de su esposa al volver a casa. Y así lo hizo, sostiene.

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