Muriel Barbery - La elegancia del erizo

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En el número 7 de la Rue Grenelle, un inmueble burgués de París, nada es lo que parece. Paloma, una solitaria niña de doce años, y Renée, la inteligente portera, esconden un secreto. La llegada de un hombre misterioso propiciará el encuentro de estas dos almas gemelas. Juntas, descubrirán la belleza de las pequeñas cosas, invocarán la magia de los placeres efímeros e inventarán un mundo mejor. La elegancia del erizo es una novela optimista, un pequeño tesoro que nos revela como sobrevivir gracias a la amistad, el amor y el arte. Mientras pasamos las páginas con una sonrisa, las voces de Renée y Paloma tejen, con un lenguaje melodioso, un cautivador himno a la vida.

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Pero, desde hace varios meses, no se contenta con ser la hermana más espantosa del universo. Tiene también el mal gusto de comportarse de manera inquietante. Desde luego es lo que menos necesito: un purgante agresivo por hermana y, encima, asistir al espectáculo de sus pequeñas miserias. Desde hace varios meses, a Colombe la obsesionan dos cosas: el orden y la limpieza. La consecuencia de ello es muy agradable: de zombi he pasado a ser sucia. Se tira todo el santo día echándome la bronca porque he dejado migas en la cocina o porque esta mañana había un pelo en la ducha. No obstante, no la toma sólo conmigo. Acosa a todo el mundo todo el día porque hay migas o desorden. Su habitación, que antes era una leonera que no os cuento, luce ahora una higiene aséptica: todo impecable, ni una mota de polvo, cada cosa en su sitio y un sitio para cada cosa, y ay de la señora Grémond si no lo vuelve a dejar todo exactamente como estaba antes de entrar a limpiar. Parece un hospital. Bueno, si me apuráis podría no importarme que Colombe se haya vuelto tan maniática. Lo que no soporto es que se las siga dando de guay. Hay un problema, pero todo el mundo hace como si no lo viera, y Colombe sigue fingiendo ser la única de las dos que se toma la vida de manera «epicúrea». Pero yo os aseguro que no tiene nada de epicúreo ducharse tres veces al día y ponerse a gritar como una loca porque alguien le ha desplazado tres centímetros su lamparilla de noche.

¿Cuál es el problema de Colombe? Ni idea. Puede ser que, a fuerza de querer aplastar a todo el mundo, se ha transformado en un soldado, en el sentido literal del término. Por eso lo deja todo impecable, limpia y saca brillo, como en el ejército. El soldado tiene la obsesión del orden y la limpieza, eso lo sabe todo el mundo. Es necesario para luchar contra el desorden de la batalla, la suciedad de la guerra y todos esos hombres despedazados que la barbarie deja a su paso. Pero yo me pregunto de hecho si no es Colombe un caso exacerbado que la norma pone de manifiesto. ¿Acaso no abordamos todos la vida como quien realiza el servicio militar? Es decir, haciendo lo que uno buenamente puede a la espera del combate o de que termine el servicio. Algunos dejan la camareta como los chorros del oro, otros hacen el vago, se pasan el tiempo jugando a las cartas, trafican o intrigan. Los oficiales mandan, los guripas obedecen pero a nadie se le escapa que se trata de una comedia a puerta cerrada: un buen día no habrá más remedio que ir a morir, tanto los oficiales como los soldados, los cretinos como los listillos que trafican con cigarrillos o con papel higiénico.

Ya que estoy, os expongo la hipótesis psicológica de base: Colombe es tan caótica en su interior, tan vacua y tan llena de cosas a la vez, que trata de poner orden dentro de sí misma limpiando y guardando cada cosa en su sitio. Qué gracioso, ¿verdad? Hace tiempo que me he dado cuenta de que los psicólogos son grandes humoristas que se creen que la metáfora es cosa de gente muy sabia. En realidad, está al alcance de cualquier mocoso de 11 años. Tendríais que ver cómo se lo pasan los amigos psicoanalistas de mamá con el más mínimo juego de palabras, y también las tonterías que nos cuenta mamá de ellos, porque le cuenta a todo el mundo sus sesiones con su psicoanalista, como si viniera de Disneylandia: por un lado está la noria «mi vida de familia», por otro la heladería «mi vida con mi madre», la súper montaña rusa «mi vida sin mi madre», el pasaje del terror «mi vida sexual» (bajando la voz para que yo no la oiga) y, por último, el túnel de la muerte «mi vida de mujer premenopáusica».

Pero a mí, lo que me asusta de Colombe es que muchas veces tengo la impresión de que no siente nada. Todos los sentimientos que demuestra son tan falsos, tan artificiales, que me pregunto si de verdad siente algo. Y a veces me da miedo. A lo mejor está loca de atar, quizá trata por todos los medios de sentir algo auténtico, y tal vez esté a punto de llevar a cabo un acto absurdo. Ya me veo venir los titulares de los periódicos: «La Nerón de la calle Grenelle: una joven prende fuego a la casa familiar. Al interrogarla sobre las razones de su acto, contesta: "quería sentir alguna emoción".»

Bueno, vale, estoy exagerando. Y no soy la más indicada para criticar la piromanía. Pero al oírla gritar esta mañana porque había pelos de gato en su abrigo verde, me he dicho: pobrecita mía, la batalla está perdida de antemano. Si lo supieras te sentirías mejor.

11

Desolación de las revueltas mogoles

Llaman suavemente a mi puerta. Es Manuela. Le acaban de decir que puede irse a casa antes de terminar su jornada.

– El maestro está agonizante -me dice, y no acierto a determinar el grado de ironía que le confiere ella a la repetición del lamento de Chabrot-. No está usted ocupada, ¿tomaríamos el té ahora?

Esa desenvoltura en la concordancia de los tiempos verbales, ese empleo del condicional en forma interrogativa, para implicar una sugerencia, esa libertad con la que Manuela se mueve por la sintaxis porque no es más que una pobre portuguesa sometida a la lengua del exilio, tienen el mismo aroma pasado de moda que las expresiones controladas de Chabrot.

– Me he cruzado con Laura en la escalera -dice, sentándose, con el ceño fruncido-. Se sujetaba a la barandilla como si tuviera ganas de hacer pis. Al verme, se ha ido.

Laura es la segunda hija de los Arthens, una chica amable que no visita a sus padres a menudo. Clémence, la mayor, es una encarnación dolorosa de la frustración, una meapilas consagrada en cuerpo y alma a dar la tabarra a su marido y a sus hijos hasta el final de sus tristes días salpicados de misas, de reuniones parroquiales y de bordados de punto de cruz. En cuanto a Jean, el benjamín, es un drogadicto que se está convirtiendo en un desecho humano. De pequeño era un niño muy guapo de ojos resplandecientes que siempre iba detrás de su padre como un perrillo, como si su vida dependiera de ello, pero, cuando empezó a drogarse, el cambio fue espectacular: ya no se movía. Tras una infancia malgastada en correr en vano en pos de Dios, sus movimientos se habían vuelto como torpes y ya no se desplazaba más que a sacudidas, realizando en las escaleras, ante el ascensor y en el patio paradas cada vez más prolongadas, hasta llegar incluso a quedarse dormido sobre mi felpudo y delante del cuartito de la basura. Un día que se había detenido con una aplicación anonadante delante del arriate de las rosas de té y de las camelias enanas, le pregunté si necesitaba ayuda, y pensé que cada vez se parecía más a Neptune, con ese cabello rizado y desgreñado que le caía en cascada sobre las sienes y esos ojos lacrimosos sobre una nariz húmeda y trémula.

– Eh, eh, no -me contestó entonces, imprimiendo a la frase las mismas pausas que jalonaban sus desplazamientos.

– ¿Quiere al menos sentarse un momento? -le sugerí yo.

– ¿Sentarse? -repitió, extrañado-. Eh, eh, no, ¿por qué?

– Para descansar un poco -le dije.

– Ah, yaaaaaa -contestó-. Pues, eh, eh, no.

Lo dejé pues en compañía de las camelias, vigilándolo desde mi ventana. Al cabo de un larguísimo momento, se sustrajo a su contemplación floral y se dirigió a velocidad moderada hasta mi puerta. Abrí antes de que llegara a llamar al timbre.

– Voy a moverme un poco -me dijo sin verme, con sus orejas sedosas algo enmarañadas ante los ojos. Luego, a costa de un esfuerzo patente, añadió- esas flores de ahí… ¿cómo se llaman?

– ¿Las camelias? -pregunté yo, sorprendida.

– Camelias… -repitió despacio-, camelias… Bueno, muchas gracias, señora Michel -terminó diciendo con una voz que de repente sonaba extrañamente más firme.

Y dio media vuelta. Pasaron semanas sin que volviera a verlo, hasta esa mañana de noviembre en la que, al pasar ante mi puerta, no lo reconocí de tan bajo como había caído. Sí, la caída… A ella estamos todos abocados. Pero que un hombre joven alcance antes de tiempo el punto desde el que ya no se levantará… La caída es entonces tan visible y tan cruda que le encoge a uno el corazón de pura compasión. Jean Arthens no era ya más que un cuerpo reducido al suplicio que se arrastraba en una vida en la cuerda floja. Me pregunté con espanto cómo se las apañaría para llevar a cabo los gestos tan sencillos que reclama el manejo del ascensor, cuando la repentina aparición de Bernard Grelier, que lo cogió en brazos y lo aupó en volandas como una pluma, me ahorró tener que intervenir. Tuve la breve visión de un hombre maduro e incapaz que llevaba en brazos el cuerpo masacrado de un niño, hasta que desaparecieron en el abismo de la escalera.

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