– Pero va a venir Clémence -dice Manuela que, es extraordinario, sigue siempre el hilo de mis pensamientos mudos.
– Chabrot me ha pedido que le ruegue que se marche -digo yo, meditabunda-. No quiere ver más que a Paul.
– De la pena la baronesa se ha sonado la nariz en un trapo -añade Manuela, hablando de Violette Grelier.
No me extraña. En la hora de todos los finales, adviene sin remedio la verdad. Violette Grelier es del trapo como Pierre Arthens es de la seda, y, cada uno, prisionero de su destino, ha de hacerle frente sin escapatoria y ser en el epílogo lo que en el fondo siempre fue, sea cual sea la ilusión con la que haya querido consolarse. Codearse con el paño fino no da ningún derecho, como tampoco tiene derecho a la salud el enfermo.
Sirvo el té y lo degustamos en silencio. Nunca antes lo habíamos tomado juntas por la mañana, y esa brecha en el protocolo de nuestro ritual tiene un extraño sabor.
– Es agradable -murmura Manuela.
Sí, es agradable pues gozamos de una doble ofrenda, la de ver consagrada en esta ruptura en el orden de las cosas la inamovilidad de un ritual al que hemos dado forma juntas para que, tarde tras tarde, se enquistara en la realidad hasta el punto de conferirle sentido y consistencia y que, por el hecho de transgredirse esta mañana, adquiere de pronto toda su fuerza; pero saboreamos también, como lo habríamos hecho de haber sido un néctar preciado, el don portentoso de esa mañana incongruente en la que los gestos mecánicos toman un impulso nuevo, en la que aspirar el aroma, probar, dejar reposar, servir de nuevo, beber a pequeños sorbos viene a ser vivir un nuevo renacer. Esos instantes en que se nos revela la trama de nuestra existencia, mediante la fuerza de un ritual que recuperaremos como era antes con mayor placer aún por haberlo infringido, son paréntesis mágicos que le ponen a uno el corazón al borde del alma, porque, fugitiva pero intensamente, una pizca de eternidad ha venido de pronto a fecundar el tiempo. Afuera, el mundo ruge o se adormece, arden las guerras, los hombres viven y mueren, perecen unas naciones y surgen otras antes de caer a su vez, arrasadas, y, en todo ese ruido y toda esa furia, en esas erupciones y esas resacas, mientras el mundo va, se incendia, se desgarra y renace, se agita la vida humana.
Entonces, tomemos una taza de té.
Como Kakuzo Okakura, el autor de El libro del té , que se lamentaba de la revuelta de las tribus mongoles en el siglo XIII no porque hubiera traído consigo muerte y desolación, sino porque había destruido, entre los frutos de la cultura Song, el más preciado de ellos, el arte del té, sé como él que no es un brebaje menor. Cuando deviene ritual, constituye la esencia de la aptitud para ver la grandeza en las cosas pequeñas. ¿Dónde se encuentra la belleza? ¿En las grandes cosas que, como las demás, están condenadas a morir, o bien en las pequeñas que, sin pretensiones, saben engastar en el instante una gema de infinitud?
El ritual del té, esta repetición precisa de los mismos gestos y de la misma degustación, este acceso a sensaciones sencillas, auténticas y refinadas, esta licencia otorgada a cada uno, sin mucho esfuerzo, para convertirse en un aristócrata del gusto, porque el té es la bebida de los ricos como lo es de los pobres, el ritual del té, pues, tiene la extraordinaria virtud de introducir en el absurdo de nuestras vidas una brecha de armonía serena. Sí, el universo conspira a la vacuidad, las almas perdidas lloran la belleza, la insignificancia nos rodea. Entonces, tomemos una taza de té. Se hace el silencio, fuera se oye soplar el viento, crujen las hojas de otoño y levantan el vuelo, el gato duerme, bañado en una cálida luz. Y, en cada sorbo, el tiempo se sublima.
Idea profunda n°6
Dime qué ves
qué lees
en el desayuno
y te diré
quién eres
Todas las mañanas, en el desayuno, papá se toma un café y lee el periódico. Varios periódicos, de hecho: Le Monde, Le Figaro, Liberation y, una vez por semana, L'Express, Les Échos, Times y Courrier International. Pero salta a la vista que su mayor satisfacción es tomarse su primera taza de café leyendo Le Monde. Se enfrasca en la lectura durante al menos media hora. Para poder disfrutar de esa media hora, tiene que levantarse muy, muy temprano porque tiene muchas cosas que hacer todos los días. Pero cada mañana, aunque haya habido una sesión nocturna y sólo haya dormido dos horas, se levanta a las seis y se lee su periódico tomándose un café bien cargado. Así se construye papá cada día. Digo «se construye» porque pienso que, cada vez, es una nueva construcción, como si por la noche todo se hubiera reducido a cenizas y tuviera que volver a empezar desde cero. Así vive su vida un hombre, en nuestro universo: tiene que reconstruir sin cesar su identidad de adulto, ese ensamblaje inestable y efímero, tan frágil, que reviste la desesperanza y, a cada uno ante el espejo, cuenta la mentira que necesitamos creer. Para papá, el periódico y el café son las varitas mágicas que lo transforman en hombre importante. Como la calabaza que se convierte en carroza. Obsérvese que le produce una gran satisfacción: nunca lo veo tan tranquilo y relajado como ante su café de las seis de la mañana. Pero ¡alto es el precio que tiene que pagar! ¡Alto es el precio cuando se lleva una doble vida! Cuando caen las máscaras, porque sobreviene una crisis -y, entre los mortales, siempre hay momentos de crisis-, ¡la verdad es terrible! Mirad por ejemplo a Pierre Arthens, el crítico gastronómico del sexto, que se está muriendo. Hoy a mediodía, mamá ha vuelto de la compra como un ciclón y, nada más entrar en casa, ha lanzado a quien pudiera oírla: «¡Pierre Arthens está agonizante!» Quien podía oírla éramos Constitución y yo. Vamos, que sus palabras no han suscitado un gran interés, la verdad sea dicha. Mamá, sorprendida, se ha quedado un pelín decepcionada. Al volver papá, por la noche, lo ha asaltado enseguida para contarle la noticia. Papá parecía sorprendido: «¿El corazón? ¿Así, visto y no visto?», le ha preguntado.
He de decir que el señor Arthens es un malvado de los grandes. Papá en cambio no es más que un chiquillo que juega a dárselas de adulto antipático. Pero el señor Arthens… ése es un malvado de primera categoría. Cuando digo malvado, no me refiero a que sea malo, cruel o despótico, aunque también un poco. No, cuando digo que es «un malvado de verdad», quiero decir que es un hombre que ha renegado tanto de lo que puede haber de bueno en él que parece un cadáver aunque aún esté vivo. Porque los malvados de verdad odian a todo el mundo, desde luego, pero sobre todo se odian a sí mismos. ¿No os dais cuenta, vosotros, cuando alguien se odia a sí mismo? Ello lleva a estar muerto sin dejar de estar vivo, a anestesiar los malos sentimientos pero también los buenos para no sentir la náusea de ser uno mismo.
Pierre Arthens, está claro, era un malvado de verdad. Dicen que era el gurú de la crítica gastronómica y el adalid del mundo de la cocina francesa. Y eso, desde luego, no me extraña nada. Si queréis que os diga mi opinión, la cocina francesa da pena. Tanto genio, tantos medios, tantos recursos para un resultado tan pesado… ¡Todas esas salsas, esos rellenos, esos pasteles que te llenan hasta reventar! Es de un mal gusto… Y cuando no es pesada, es cursi a más no poder: te matan de hambre con tres rábanos estilizados y dos vieiras sobre gelatina de algas, servido todo ello en platos en plan zen de pacotilla por camareros con cara de enterradores. El sábado pasado fuimos a un restaurante muy fino de este estilo, el Napoleon's Bar. Era una cena familiar, para celebrar el cumpleaños de Colombe, que eligió los platos con su gracia habitual: un no sé qué de lo más pretencioso con castañas, cordero con hierbas de nombre impronunciable y un sambayón con Grand Marnier (el colmo del horror). El sambayón es el emblema de la cocina francesa: una cosa que se las da de ligera y que ahoga a cualquiera. Yo no me pedí nada de primero (os ahorro los comentarios de Colombe sobre la anorexia de la plasta de su hermana) y luego me tomé, por sesenta y tres euros, unos filetes de salmonete al curry (con dados crujientes de calabacín y zanahoria debajo del pescado) y para terminar, por treinta y cuatro euros, lo que encontré en la carta que me parecía menos malo: un fondant de chocolate amargo. Desde luego, por ese precio hubiera preferido un abono de un año en McDonald's. Ellos al menos tienen un mal gusto sin pretensiones. Y os ahorro también todo comentario sobre la decoración de la sala y de la mesa. Cuando los franceses quieren desmarcarse de la tradición «Imperio» con sus tapices burdeos y sus dorados a mansalva, optan por el estilo hospital. Uno se sienta en sillas de Le Corbusier («de Corbu», como dice mamá), come en vajillas blancas de formas geométricas con un aire a burocracia soviética y, en el cuarto de baño, se seca las manos con unas toallas tan finas que no absorben nada.
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