Muriel Barbery - La elegancia del erizo

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En el número 7 de la Rue Grenelle, un inmueble burgués de París, nada es lo que parece. Paloma, una solitaria niña de doce años, y Renée, la inteligente portera, esconden un secreto. La llegada de un hombre misterioso propiciará el encuentro de estas dos almas gemelas. Juntas, descubrirán la belleza de las pequeñas cosas, invocarán la magia de los placeres efímeros e inventarán un mundo mejor. La elegancia del erizo es una novela optimista, un pequeño tesoro que nos revela como sobrevivir gracias a la amistad, el amor y el arte. Mientras pasamos las páginas con una sonrisa, las voces de Renée y Paloma tejen, con un lenguaje melodioso, un cautivador himno a la vida.

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El esbozo, la sencillez no es eso. «¿Y se puede saber qué querías tú comer?», me preguntó después Colombe con aire exasperado porque no me pude terminar el primer salmonete. No contesté. Porque no lo sé. No soy más que una niña, al fin y al cabo. Pero en los mangas los personajes parecen comer de otra manera. Parece algo sencillo, refinado, comedido, delicioso. Comen como se admira un cuadro hermoso o como se canta en un coro divino. No es ni demasiado ni demasiado poco: comedido, en el buen sentido de la palabra. A lo mejor me equivoco por completo; pero la cocina francesa a mí me parece algo viejo y pretencioso, mientras que la cocina japonesa se me antoja… pues ni joven ni vieja. Eterna y divina.

Bueno, total, que el señor Arthens está agonizante. Me pregunto qué haría él, por las mañanas, para meterse en el papel de malvado de verdad. A lo mejor se tomaba un café muy cargado leyendo a la competencia, o se zampaba un desayuno americano con salchichas y patatas fritas. ¿Qué hacemos por las mañanas? Papá lee el periódico tomándose un café, mamá se toma un café hojeando catálogos, Colombe toma café escuchando France Inter y yo, yo tomo chocolate leyendo mangas. Ahora estoy leyendo mangas de Taniguchi, un genio con el que aprendo un montón de cosas sobre los hombres.

Pero ayer le pregunté a mamá si podía tomar té. Mi abuela desayuna té negro, un té con aroma a bergamota. Aunque no me parezca riquísimo, al menos tiene una pinta más agradable que el café, que es una bebida de malvados. Pero ayer, en el restaurante, mamá se pidió un té de jazmín y me dio a probar. Lo encontré tan rico, tan «yo misma» que esta mañana he declarado que es lo que quería tomar siempre de desayuno a partir de ahora. Mamá me ha puesto cara rara (su cara de «somnífero mal evacuado») y luego me ha dicho «sí, tesoro, ya tienes edad de tomar té».

Té y manga contra café y periódico: la elegancia y el embrujo contra la triste agresividad de los juegos adultos de poder.

12

Comedia fantasma

Tras marcharse Manuela, me dedico a todo tipo de cautivadoras ocupaciones: limpio mi casa, friego el suelo del vestíbulo, saco a la calle los cubos de basura, recojo los folletos de publicidad, riego las plantas, le preparo la pitanza al gato (compuesta por una loncha de jamón con una corteza de tocino hipertrofiada), me cocino mi propio almuerzo -pasta china fría con tomate, albahaca y queso parmesano-, leo el periódico, me repliego en mi antro para disfrutar de una bellísima novela danesa, gestiono una crisis en el vestíbulo porque Lotte, la nieta de los Arthens, la mayor de Clémence, llora ante mi puerta porque el abuelito no quiere verla.

Termino todo esto a las nueve de la noche y de pronto me siento vieja y muy deprimida. La muerte no me da miedo, y menos aún la de Pierre Arthens, pero lo que se me hace insoportable es la espera, ese hueco en suspenso del todavía no que nos hace tomar conciencia de la inutilidad de las batallas. Me siento a oscuras en la cocina, en silencio, y experimento el sentimiento amargo del absurdo. Mi mente parte despacio a la deriva. Pierre Arthens… Déspota brutal, sediento de gloria y de honores, que no obstante se esfuerza hasta el final por perseguir con sus palabras una inasible quimera, desgarrado entre la aspiración al Arte y el hambre de poder… ¿Dónde, en el fondo, está la verdad? ¿Y dónde la ilusión? ¿En el poder o en el Arte? ¿No ensalzamos acaso por la fuerza del discurso bien aprendido las creaciones del hombre, mientras que tildamos de crimen de vanidad ilusoria la sed de dominación que a todos nos agita -sí, a todos, incluida una pobre portera en su angosta vivienda, la cual, pese a haber renunciado al poder visible, no deja por ello de perseguir en espíritu sueños de dominación?

¿Cómo transcurre pues la vida? Día tras día, nos esforzamos valerosamente por representar nuestro papel en esta comedia fantasma. Como primates que somos, lo esencial de nuestra actividad consiste en mantener y cuidar nuestro territorio de manera que éste nos proteja y halague, en subir o no bajar en la escala jerárquica de la tribu y en fornicar de cuantas formas podamos -aunque no fuere más que en fantasía- tanto por el placer como por la descendencia prometida. Para ello, empleamos una parte nada desdeñable de nuestra energía en intimidar o seducir, pues ambas estrategias bastan para asegurar la conquista territorial, jerárquica y sexual que anima nuestro conatus. Pero nada de todo ello lo percibe nuestra conciencia. Hablamos de amor, del bien y del mal, de filosofía y de civilización, y nos aferramos a esos iconos respetables como la garrapata a su perrazo caliente.

A veces, sin embargo, la vida se nos antoja una comedia fantasma. Como sacados de un sueño, nos observamos actuar y, helados al constatar el gasto vital de energía que requiere el mantenimiento de nuestros requisitos primitivos, inquirimos estupefactos dónde ha quedado el Arte. Nuestro frenesí de muecas y miradas nos parece de pronto el colmo de la insignificancia, nuestro cálido nidito, fruto del endeudamiento de veinte años, una vana costumbre bárbara, y nuestra posición en la escala social, tan duramente alcanzada y tan eternamente precaria, de una zafia vanidad. En cuanto a nuestra descendencia, la contemplamos con una mirada nueva y horrorizada porque, sin el barniz del altruismo, el acto de reproducirse se nos antoja profundamente fuera de lugar. Sólo quedan los placeres sexuales; pero, arrastrados en la corriente de la miseria primigenia, vacilan ellos también, pues la gimnasia sin el amor no encuentra cabida en el marco de nuestras lecciones bien aprendidas.

La eternidad se nos escapa.

Tales días, en los que naufragan en el altar de nuestra naturaleza profunda todas las creencias románticas, políticas, intelectuales, metafísicas y morales que años de educación y de cultura han tratado de imprimir en nosotros, la sociedad, campo territorial agitado por grandes ondas jerárquicas, se sume en la nada del Sentido. Adiós a los pobres y a los ricos, a los pensadores, a los investigadores, a los dirigentes, a los esclavos, a los buenos y a los malos, a los creativos y a los concienzudos, a los sindicalistas y a los individualistas, a los progresistas y a los conservadores; ya no son sino homínidos primitivos cuyas muecas y sonrisas, gestos y adornos, lenguaje y códigos, inscritos en el mapa genético del primate medio, sólo significan esto: representar su papel o morir.

Esos días uno necesita desesperadamente el Arte. Aspira con ardor a recuperar su ilusión espiritual, desea con pasión que algo lo salve de los destinos biológicos para que no se excluya de este mundo toda poesía y toda grandeza.

Entonces uno toma una taza de té o ve una película de Ozu, para retraerse de las lidias y las batallas que son los usos y costumbres reservados de nuestra especie dominadora, y para imprimir a este patético teatro la marca del Arte y sus más grandes obras.

13

Eternidad

A las nueve de la noche pues, pongo en el vídeo una cinta de Ozu, Las hermanas Munakata . Es la décima película de Ozu que veo en un mes. ¿Por qué? Porque Ozu es un genio que me salva de los destinos biológicos.

Todo esto vino porque un día le confié a Angèle, la joven bibliotecaria, que me gustaban mucho las primeras películas de Wim Wenders, y me dijo: «ah, ¿y ha visto Tokio-Ga?» Y cuando se ha visto Tokio-Ga, que es un extraordinario documental sobre Ozu, por supuesto a uno le entran ganas de descubrir al propio Ozu. Descubrí pues a Ozu y, por primera vez en mi vida, el Arte cinematográfico me hizo reír y llorar como un verdadero entretenimiento.

Pongo en marcha la cinta y saboreo a sorbitos un té de jazmín. De vez en cuando rebobino la cinta, gracias a este rosario laico llamado mando a distancia.

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