Muriel Barbery - La elegancia del erizo
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Esto ya nos da el principio del paradigma: si quieres arruinar tu vida a fuerza de no oír nada de lo que te dicen los demás, ocúpate de las plantas. Pero no queda ahí la cosa. Cuando mamá pulveriza agua sobre las hojas de las plantas, me doy perfecta cuenta de la esperanza que la anima. Ella piensa que es como un bálsamo que va a penetrar en la planta aportándole lo necesario para prosperar. Lo mismo se aplica al abono, en forma de bastoncillos, que introduce en la tierra (o mejor dicho, en la mezcla de tierra-mantillo-arena-turba que encarga especialmente para cada planta en la floristería de la Puerta de Auteuil). Así pues, mamá alimenta sus plantas como ha alimentado a sus hijas: agua y abono para la kentia, judías verdes y vitamina C para nosotras. Ésa es la esencia del paradigma: concéntrate en el objeto, apórtale elementos nutritivos que van de fuera hacia dentro y, progresando en el interior, lo hacen crecer y le sientan bien. Un toque de pulverizador sobre las hojas y ya está la planta armada para afrontar la existencia. Se la mira con una mezcla de inquietud y de esperanza, se es consciente de la fragilidad de la vida, se preocupa uno de los accidentes que pueden ocurrir pero, al mismo tiempo, se tiene la satisfacción de haber hecho lo que había que hacer, de haber desempeñado una función alimentaria: uno se siente reconfortado, seguro durante un tiempo. Así es como ve la vida mamá: como una serie de actos que conjuran el peligro, tan ineficaces como un toque de pulverizador, y dan una breve ilusión de seguridad.
Cuánto mejor sería si compartiéramos unos con otros nuestra inseguridad, si todos juntos nos adentráramos en nosotros mismos para decirnos que las judías verdes y la vitamina C, si bien alimentan al animal que somos, no salvan la vida ni sustentan el alma.
10
Un gato llamado Grévisse
Chabrot llama a mi puerta.
Chabrot es el médico personal de Pierre Arthens. Es un viejo guaperas eternamente bronceado, de estos que se resisten a envejecer y a dejar de seducir. Este espécimen en concreto se retuerce y se estremece ante el Maestro como el gusano que es y, en veinte años, no me ha saludado jamás ni me ha manifestado siquiera que yo fuera perceptible a su conciencia. Una experiencia fenomenológica interesante consistiría en inquirir los fundamentos de la no percepción a la conciencia de algunos de aquello que sí percibe la conciencia de otros. Que mi imagen pueda a la vez imprimirse en el cráneo de Neptune y escapársele al de Chabrot es un efecto que me cautiva sobremanera.
Pero, esta mañana, la tez de Chabrot parece haberse desteñido. Muestra unas mejillas flaccidas, le tiemblan las manos y tiene la nariz… mojada. Sí, mojada. A Chabrot, el médico de los poderosos, le moquea la nariz. Por si eso fuera poco, pronuncia mi nombre.
– Señora Michel.
Quizá no se trate de Chabrot sino de una suerte de extraterrestre transformista que dispone de un servicio de información que deja bastante que desear, porque el verdadero Chabrot no digna ocupar su mente con datos que incumben a subalternos por definición anónimos.
– Señora Michel -repite la imitación fallida de Chabrot-, señora Michel.
Está bien, de acuerdo, ahora ya lo sabe todo el mundo: soy la señora Michel.
– Ha ocurrido una terrible desgracia -prosigue Nariz Moqueante quien, ¡canastos!, en lugar de sonarse se sorbe los mocos.
Ahí es nada. Se sorbe ruidosamente, devolviendo el hilillo de mocos al lugar de donde partió, y la rapidez de la acción me obliga a asistir a las contracciones febriles de su nuez con vistas a facilitar el paso del hilillo antes mencionado. Es repugnante pero sobre todo desconcertante.
Miro a derecha e izquierda. El vestíbulo está desierto. Si mi E.T. tiene intenciones hostiles, estoy perdida. Éste se recompone y repite.
– Una terrible desgracia, sí, una terrible desgracia. El señor Arthens está agonizante.
– ¿Agonizante? -pregunto-. ¿Agonizante de verdad?
– Agonizante de verdad, señora Michel, agonizante de verdad. Le quedan cuarenta y ocho horas.
– ¡Pero si lo vi ayer por la mañana y estaba como una rosa! -digo, anonadada.
– Por desgracia, señora, cuando el corazón falla, no hay nada que hacer. Por la mañana uno da brincos como un cabritillo, y por la noche tiene un pie en la tumba.
– ¿Se va a morir en su casa, no va a ir al hospital?
– Oooooooh, señora Michel -me dice Chabrot, mirándome con la misma expresión que Neptune cuando lleva la correa al cuello-, ¿y quién querría morir en un hospital?
Por primera vez en veinte años, experimento un vago sentimiento de simpatía por Chabrot. Después de todo, me digo, él también es un hombre y, a fin de cuentas, ¿no nos parecemos todos?
– Señora Michel -prosigue Chabrot, y me aturulla este desenfreno de señora Michel por aquí, señora Michel por allá, después de veinte años sin una sola mención de mi nombre-, sin duda mucha gente querrá ver al Maestro antes de… antes. Pero él no quiere recibir a nadie. Sólo a Paul quiere ver. ¿Puede usted impedir el paso a los importunos?
Me debato entre sentimientos encontrados. Observo, como de costumbre, que la gente no parece notar mi presencia más que para encargarme tareas. Pero, después de todo, me digo, para eso estoy. Observo también que Chabrot se expresa de una manera que me fascina -¿puede usted impedir el paso a los importunos?- y ello me perturba. Me gusta esa corrección anticuada. Soy esclava de la gramática, me digo, debería haber llamado a mi gato Grévisse, como el célebre gramático belga. Este Chabrot me indispone, pero su expresión me deleita. Por último, ¿quién querría morir en el hospital?, ha preguntado el viejo guaperas. Nadie. Ni Pierre Arthens, ni Chabrot, ni yo, ni Lucien. Mediante esta pregunta anodina, Chabrot nos ha hecho hombres a todos.
– Haré lo que pueda -le digo-. Pero tampoco puedo perseguirlos hasta la escalera.
– No -concede éste-, pero puede usted desalentarlos. Dígales que el Maestro ha cerrado sus puertas. Y me mira de una manera extraña. Tengo que andarme con cuidado, tengo que andarme con mucho cuidado. Estos últimos tiempos estoy bajando la guardia. Primero, que si el incidente del vástago de los Pallières, esa manera tan absurda de citar La ideología alemana que, de haber sido el muchacho siquiera la mitad de inteligente que una almeja, habría podido sugerirle un montón de cosas de lo más embarazosas. Y hete aquí que ahora, sólo porque un carcamal tostado con rayos UVA me obsequia con expresiones anticuadas, me extasío ante él y olvido todo rigor.
Anego en mis ojos la chispa que en ellos había surgido y adopto la mirada vidriosa de toda portera que se precie y que se dispone a hacer lo que esté en su mano sin por ello llegar a perseguir a la gente hasta la escalera. La expresión extraña de Chabrot se desvanece. Para borrar todo rastro de mis fechorías, me permito una pequeña herejía.
– ¿Cree usted de que es un infarto? -preguntón
– Sí -contesta Chabrot-, eso es, un infarto.
Silencio.
– Gracias -añade.
– De nada, a mandar -le contesto, y cierro la puerta.
Idea profunda n°5
La vida
de todos
ese servicio militar
Me siento muy orgullosa de esta idea profunda. La he tenido gracias a Colombe. Bueno, al menos me habrá sido útil una vez en la vida. No hubiera creído poder decir esto antes de morir.
Desde siempre, Colombe y yo estamos enfrentadas porque, para Colombe, la vida es una batalla permanente en la que hay que vencer aniquilando al otro. No puede sentirse segura si no ha aplastado al adversario y si no ha reducido su territorio al mínimo necesario. Un mundo en el que hay espacio para los demás es un mundo peligroso según sus criterios de guerrera de tres al cuarto. A la vez, sólo necesita a los demás para una pequeña tarea esencial: alguien tiene que reconocer su fuerza. Por lo tanto no sólo se pasa el tiempo tratando de aplastarme por todos los medios posibles, sino que, además, le gustaría que le dijera, hundiéndose su espada en la carne de mi cuello, que es la mejor y que la quiero. Esto se traduce en que me trae por la calle de la amargura día tras día, tanto que me voy a volver loca. Y luego esto ya es la guinda: por una oscura razón, Colombe, que no tiene dos dedos de frente, ha comprendido que lo que más miedo me da en la vida es el ruido. Me parece que esto lo descubrió por casualidad. A ella no se le habría ocurrido espontáneamente que alguien pudiera tener necesidad de silencio. Que el silencio sirva para ir al interior de uno mismo, que sea necesario para aquellos a los que no nos interesa únicamente la vida exterior, no creo que pueda comprenderlo porque su propio interior es tan caótico y ruidoso como una calle llena de coches. Pero, sea como fuere, ha comprendido que yo necesitaba silencio y, por desgracia, mi habitación es contigua a la suya. Entonces, durante todo el día, se dedica a hacer ruido. Chilla al teléfono, pone la música a todo volumen (y eso sí que acaba conmigo), pega portazos, comenta en voz alta todo lo que hace, incluso cosas tan apasionantes como cepillarse el pelo o buscar un lápiz en un cajón. Vamos, que como no puede invadir nada más porque humanamente le soy del todo inaccesible, invade mi espacio sonoro y me amarga la vida todo el día, desde el amanecer hasta el ocaso. Nótese que hace falta tener un concepto muy pobre del territorio para llegar hasta ese extremo; a mí, en cambio, me trae sin cuidado el lugar en el que me encuentre, siempre y cuando tenga la libertad de moverme sin obstáculos dentro de mi cabeza. Pero Colombe, por el contrario, no se contenta con ignorar este hecho; lo transforma en filosofía: «La plasta de mi hermana es una birria de persona intolerante y neurasténica que odia a los demás y que preferiría vivir en un cementerio donde todos estén muertos; mientras que yo soy por naturaleza abierta, alegre y llena de vida.» Si hay algo que odio es que la gente transforme sus incapacidades o sus alienaciones en credo. Así que menuda suerte me ha tocado con Colombe.
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