Belén Gopegui - El Lado Frío De La Almohada

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El lado frío de la almohada tiene los ingredientes adecuados para ser intriga y calidad en un argumento que arrastra un fuerte componente ideológico. Su defensa de la revolución cubana es el halo principal donde Gopegui vierte su compromiso mientras seduce al lector con una historia de amor -romántica por imposible- entre Philip Hull y Laura Bahía. Él, un diplomático estadounidense casi jubilado que trabaja en Madrid, ella, una joven agente de Seguridad del Estado cubano.

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– En nuestro hotel. A las siete -dijo Hull.

– A las siete.

– Prométeme que estarás.

– Estaré -dijo Laura.

Si hubiera podido, Marian Wilson no habría cogido el teléfono. Si Marcos León hubiera llamado a su línea directa y si el registro de llamadas de su teléfono hubiera estado estropeado y ella hubiera podido fingir no tener constancia de la llamada. Pero de nada servían las lucubraciones. Fue la secretaria quien le dijo que Marcos León, el ¡oven empresario cubano en el exilio, el hombre compacto de cuerpo casi rectangular del que sobresalía un cuello delicado y una cabeza también compacta, casi rectangular, estaba en el teléfono. Para no responder, Marian Wilson habría tenido que pedir a la secretaria que mintiera y la secretaria habría podido recordarlo.

León le dijo que había ido a hacer unas gestiones cerca de la embajada y que si ella no estaba muy ocupada podía pasar a verla en media hora, tenía cosas que contarle.

Wilson estuvo a punto de contestar que tenía prisa, a punto de pedir que se lo contara por teléfono. Pero no lo hizo y durante la media hora de espera estuvo sentada, las dos manos sobre los dos brazos de la silla, sentada como si estuviese en una nave espacial, como si la puerta y la pared de su despacho fueran un gigantesco panel de mandos. De vez en cuando respondía a otras llamadas o anotaba algo en su ordenador. Luego volvía a la posición de los dos brazos sobre los brazos de la silla y, en un par de ocasiones, cerró los ojos.

Imaginaba lo que Marcos León iba a decirle. Podía equivocarse y por momentos quería equivocarse. No le servía de nada tener razón. Había desconfiado muy pronto. Era su trabajo, le pagaban por desconfiar y ella había hecho su trabajo. Cuando más lanzado estaba Carter, cuando más entregado estaba Hull, ella había llamado a Marcos León y le había pedido nuevos informes de Miguel Arrieta. Marcos León se los trajo: nada especial. Los mismos negocios que cuando le investigaron hacía cuatro años. Pero Wilson debía desconfiar. Pidió a Marcos León que tendiera una trampa a Miguel Arrieta. Ella no dijo trampa, dijo sólo: ofrécele un negocio que le obligue a estar fuera de España, lejos, la semana del 5 al 9 de mayo, una oportunidad, ya sabes, tiene que ser perfecto, sin riesgo, con unos beneficios llamativamente altos.

– ¿Y si dice que sí?

– Dirá que no. Si dice que sí, ya te ayudaré a que parezca que se ha venido abajo.

«Dirá que no», Wilson recordaba con qué seguridad lo había vaticinado. También ahora estaba segura de que así había sido. De lo contrario, Marcos León se lo habría contado ya. «Dirá que no.»

La una y treinta. Wilson miraba su imaginario panel de mandos cuando la puerta se abrió. Marcos León, rectangular, sonriente, le tendía la mano. Se sentó frente a Wilson. Sus hombros rebasaban, con mucho, el respaldo de la silla.

– Hice lo que querías -dijo sin preámbulos-. Arrieta rechazó mi oferta. Dijo que no podía.

– ¿Qué más? ¿Te dio alguna explicación?

– No, y no quise preguntar más para que no le resultara extraño.

– Sí, hiciste bien. ¿Has visto algo nuevo, te ha llamado algo la atención?

– La verdad es que no. Siempre se comporta igual. Nunca ha sido un exaltado. Donde ve que puede haber negocio, entra sin dudar. Su negativa ha sido lo único raro.

– ¿Y de su dinero?

– Estuve averiguando. Nadie tiene datos concretos. No ha terminado de pagar la casa ni la tienda, eso sí lo sé con seguridad, me lo miraron.

– Es extraño -dijo Wilson-. Por lo que sé, movéis cantidades de dinero bastante sustanciosas.

– Llevamos una buena racha, sí. De todas formas, hay a quien le interesa estar endeudado por cuestiones fiscales. Puede que tenga mucho dinero en una cuenta.

– ¿Tú lo crees?

– Otros lo tienen. En el caso de Arrieta no estoy seguro. Hace poco tuvimos una buena oportunidad con una compraventa de barcos para chatarra. Hacía falta liquidez y él tampoco quiso entrar. De todas formas, no era como lo que me has pedido que me inventara. No era un negocio seguro, había riesgos, quizás fue por los riesgos.

– SÍ no fuera rico, si no tuviera ningún dinero en ninguna cuenta, ¿habría alguna explicación? Un pariente enfermo a quien deba mantener, hijos secretos, qué sé yo.

– Ninguna que yo haya podido averiguar. Está divorciado y su ex mujer ha vuelto a casarse. No tiene hijos. Sus padres vivían en Montevideo, pero ya han muerto.

– ¿Te fías de él?

– Me fiaba. Es un tipo callado. Si me pongo a pensarlo ahora, puede que sea demasiado callado.

– No me gusta fomentar el recelo entre vosotros innecesariamente -dijo Wilson-. Lo más probable es que sea una falsa alarma. Haré un par de comprobaciones y volveré a llamarte. Gracias por todo.

Marcos León se levantó y estrechó con fuerza la mano de Wilson. Ella le vio salir. Cuando la puerta se cerró detrás de aquel cuerpo grande, el imaginario panel de mandos había desaparecido. Estaba sola en su despacho funcional. El intercambio iba a hacerse esa misma tarde y ella no lo impediría. No tenía pruebas y, si hablaba ahora, Carter exigiría pruebas. Mil asuntos distintos podían mantener a Arrieta ocupado esa semana, una amante, un problema de salud, un negocio que hubiera hecho con otros, del que no quisiera hablar a Marcos León.

– Mil asuntos distintos -se oyó decir en voz alta.

Tomó la carpeta con el expediente de Sedal y se quedó mirando las fotografías. Cuando Wilson entró en la agencia, hacía ya casi veinte años, había leído novelas de espías por docenas. Después se le pasó la fiebre y luego ya casi nunca tuvo tiempo de leer sólo por gusto. Pero aún recordaba aquellas historias sobre la supuesta lealtad entre enemigos, sobre la fortuna de encontrar un enemigo a nuestra altura, un enemigo que nos honre. Sedal era ahora su enemigo. Estaba segura.

– Estoy segura -se oyó decir de nuevo en alto, aunque ahora ya no hablaba sola. Hablaba al rostro de Sedal que la miraba desde su mesa.

QUINTA CARTA

«Entonces tu cola se dividirá en dos y se convertirá en lo que los seres humanos llaman piernas, Pero has de saber que eso te producirá tanto dolor como si una espada recién afilada te rajase por la mitad.» La pequeña sirena, de Andersen. ¿Lo recuerda? «A cada paso que des te parecerá que pisas cuchillos afilados y que tus pies sangran.» Yo lo recuerdo. Casi siempre en los cuentos las transformaciones se producen sin dolor, son instantáneas y completas. Pero esa cola de sirena que se resiste a dejar de serlo. Imagino que habrá habido multitud de interpretaciones sexuales para esa imagen, aunque creo que de niña no pensé en el sexo cuando escuchaba el cuento, y tampoco ahora. Pienso en el dolor de dejar de ser lo que se es, en cuánto puede durar.

Una espada de dos filos nos corta y luego, a cada paso, cada vez que las piernas se separan y los pies tocan el suelo, sentir que se pisan cuchillos afilados. Nunca nos duele tanto querer a alguien. La imagen de Andersen no deja de ser excesiva. Nunca nos duele tanto, pero nos duele. Porque un buen día hay un cuerpo a nuestro lado y comprendemos que si ese cuerpo desapareciera sería para nosotros una mutilación. Entonces damos un paso atrás. Como somos astutos damos un paso atrás y preservamos no nuestra autonomía, no nuestra libertad, no nuestras costumbres, no todo aquello que si de verdad quisiéramos podríamos en buena parte mantener aun entregándonos del todo. No. Damos un paso atrás y lo que preservamos es nuestra cola de sirena para que no se parta, para que no nos duela al caminar.

A veces cometemos traición, somos infieles porque con el impulso de los primeros días, el arrebato y el obnubilamiento, conseguiremos separarnos de aquel o aquella a quien amamos y por quien habríamos podido renunciar a nuestra cola de sirena. Cometemos traición para no renunciar. Y vamos manteniendo en torno nuestro un foso infranqueable. Queda el amor al otro lado. De tanto en tanto vienen huéspedes a vernos, de tanto en tanto consentimos en bajar el puente levadizo para que entren, para salir nosotros. Pero siempre regresamos. Ahí en el castillo, torres rojas, estamos solos y los pasos no duelen.

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