– Pensaba que ésta iba a ser provisional. Además, mando dinero a mis tíos. Ahora no podría dejarlo de hacer.
– Siempre es igual. -Sedal volvió a la mecedora-. ¿Sabes ya lo que ha pasado con el convenio de Cotonou?
– No -dijo Laura.
– El Colegio de Comisarios ha pospuesto «indefinidamente» la consideración de la solicitud cubana. Lo esperábamos. Me da más coraje porque todo ha empezado aquí, con la propuesta de la ministra española: si no modificamos las sanciones impuestas a los mercenarios, disminuirán los planes de cooperación al desarrollo.
– Eso sí lo he leído -dijo Laura-. Vaya cooperación. ¿Qué ha pasado, Agustín? ¿Por qué querías que hablásemos?
Sedal continuó como sí no hubiera oído la pregunta de Laura.
– El caso es que hemos retirado la solicitud. Se acabó el convenio de Cotonou para Cuba. Qué te parece el orgullo.
– Creo que no es mucho lo que nos perdemos.
– Ya lo sé, Laura. Es bastante poco y no evitaría que tuvieras que seguir mandándole dinero a tus tíos.
– No somos el único país con emigrantes que mandan dinero a sus casas.
– También lo sé. Hacemos lo correcto, hacemos lo que podemos pero lo que podemos es cada vez menos. Porque la integridad es silenciosa, ¿sabes? Y el silencio no existe. El silencio no es más que ausencia de sonido.
. -¿Qué me tenías que contar? -volvió a preguntar Laura.
– Algo importante. Pero necesito tiempo, niña. Necesito tiempo. ¿Tú sabes? Yo conocí a un hombre justo. Murió hace quince años. Vivía aquí, en España. Era mi hermano. Mi hermanastro. Mi padre dejó una familia aquí cuando se fue a Cuba. Eso pasaba.
Laura miró a Sedal sorprendida, Ni en los ensayos ni en el guión figuraba nada de un hermanastro.
– Mi hermanastro, mi hermano, era uno de esos hombres que salen en la Biblia cuando Dios dice que necesita encontrar a un hombre justo y que si no lo encuentra destruirá la ciudad. ¿Dónde está mi hermano ahora? ¿Dónde están todas las corrupciones que no aceptó? ¿Dónde están su orgullo y su bondad y su determinación para no abusar jamás del débil ni siquiera por vía de terceras o décimas personas? Las palabras no se las lleva el viento, ya todo el mundo sabe que eso es una estupidez. El mundo está infestado de palabras dichas. Pero el silencio sí se lo lleva el viento. Mi hermano era un hombre íntegro, y ya no existe.
– Existe porque tú me estás hablando de él -dijo Laura.
– Sí, sí, las palabras, carajo, las palabras. ¿Sabes por qué te hablo de él? Porque voy a matarlo. Lo voy a matar del todo. Yo he sido de los que decía que mi hermano vivía en mí, etcétera, etcétera. Cada vez que he debido tomar una decisión difícil era como si él me rondara. Pero se acabó. Es a ti a quien tengo que convencer. Tú estás delante de mí en tu pequeño sofá naranja con tu salón que da a unas tuberías. Mi hermano murió y no dejó nada más que su integridad silenciosa. Así que a él no tengo que convencerle. Sólo tengo que dejar de pensar en él. Ni siquiera eso, es aún más fácil. Sólo tengo que pensar en otras cosas.
– ¿Convencerme de qué?
– Algunos quieren volverse atrás, en La Habana. Dicen que no hay ninguna diferencia entre el repliegue, o el suicidio, y la derrota. Se han dado cuenta, ¿ves? El suicidio es el silencio, la ausencia de sonido.
– No es verdad -dijo Laura-. Retirarse significa continuar, aunque sea dentro de mucho tiempo. Es interrumpir la partida antes de la derrota.
– Ellos no lo ven así. Dicen que nadie lo entendería. Quieren que lo pare, Laura.
– ¿Todos?
– No, no todos. Digamos que un cuarenta y nueve por ciento.
– Entonces son minoría.
– Debemos confiar en el otro cincuenta y uno, ¿verdad? -dijo Agustín-. Pero si falla, si nos fallan, Laura, yo no voy a parar la operación. Quería que lo supieras.
– ¿Y?-
– Y adiós a mi hermano. Cogeremos el dinero. Si el cincuenta y uno sigue firme, lo tendrá ahí, a su disposición. Pero si vacilan y se echan para atrás, de todas formas habremos cogido el dinero. Hay otras seis personas más que también lo cogerían. Yo ya he recibido confirmación de la Universidad de Berna. Me aceptarían como profesor emérito.
– ¿Y yo?
– Tú podrías hacer cualquier cosa. Menos volver a Cuba, cualquier cosa.
Laura callaba. El diálogo volvía a ser tal y como lo habían preparado. Sin embargo, estaba aquella historia del hermanastro de Agustín. Laura no dudaba de Sedal, pero durante un segundo había dudado de sí misma.
– ¿Lo has pensado? -preguntó-. ¿Estás seguro?
– No voy a pararlo, Laura. Pase lo que pase. Será la última vez que hable contigo antes del intercambio. SÍ no estás de acuerdo, te pediré que te retires y trataré yo con el agregado.
– ¿Te ha pasado algo, algo que no puedas contarme?
– No es lo que me ha pasado a mí, es lo que les ha pasado a ellos. Todo empezó con los dólares. Una revolución sitiada tal vez pueda sobrevivir. Pero media revolución no. Y cuando admitimos los dólares dentro de la isla, las propinas en dólares, las riendas con dólares, entonces partimos en dos la revolución. Entonces dejamos que el dinero ya no dependiera del trabajo o de la necesidad, sino del azar y de la astucia.
– Había que hacerlo -dijo Laura-. Se sabía lo que iba a pasar, pero era la única salida.
– Es posible. Laura, yo ya he tomado la decisión. Sólo he venido a decirte lo que voy a hacer y a que me des una respuesta.
– Tengo que pensarlo.
– Lo entiendo. Pero yo necesito saberlo hoy. ¿Quieres que me vaya y vuelva más tarde?
– No.
Laura buscó los ojos de Sedal sin encontrarlos. Sedal miraba la pared con algunas fotografías y luego los estantes de libros. Pasaron unos minutos.
– Seguiré contigo -dijo Laura-. Confío en ese cincuenta y uno por ciento. -¿Y si no sale?
– Seguiré contigo. A mí no me han escrito de ninguna universidad pero tal vez tenga un sitio adónde ir.
Cuando Sedal se fue, Laura estuvo a punto de tirar el supuesto móvil hecho micrófono contra el cemento oscuro del patio. No lo tiró. Lo cogió con cuidado, como si fuera un animal vivo, y lo llevó a la cocina. Estaba llorando. No sabía si sería conveniente que los de la embajada la oyeran caso de que estuvieran realmente a la escucha en alguna parte. Dejó el teléfono justo al lado de la nevera para que los sollozos se mezclaran con el zumbido del motor. Más lejos los sollozos, el zumbido más cerca, el resultado debía de ser un lamento casi inhumano.
Algunos piensan que esa misma tarde, minutos después, llamó Hull. Y que su voz le sonó fría a Laura en el teléfono, y que fue entonces, después del anochecer, cuando Laura escribió la primera carta.
Hull sólo había ido en dos ocasiones al despacho que usaba Norman Carter cuando estaba en Madrid. Aquélla iba a ser la tercera y recordaba que siempre le había parecido pequeño. Debía de ser igual que el despacho de Wilson, un poco más apaisado. También esta vez tuvo esa impresión al entrar. Wilson y Carter le aguardaban muy a la izquierda, casi como si estuvieran en otra habitación, sentados en corno a una pequeña mesa redonda de cristal. Wilson se le antojó más alta, y Carter más viejo. Cuando Hull entró, Carter reía.
Carter se levantó y le estrechó la mano. Wilson hizo un gesto de asentimiento con la cabeza.
– Parece que nuestra querida Marian por Fin nos autoriza a entregar el dinero -dijo Carter a Huí! afectando una complicidad imposible.
A Hull le disgustaba el papel de quien está dispuesto a reír cualquier gracia aun sin encenderla. Pensaba que, sin él, ni Wilson ni Carter estarían ahora ahí ni les brillarían los ojos como a quien acaba de apostar a las carreras sabiendo que tiene muchas posibilidades de ganar. Se sentía fuerte y valioso, dijo:
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