– ¿Habéis estado bebiendo o es que se ha muerto Fidel y yo no me he enterado?
Carter calló un segundo, como sopesando el tono de Hull y su posible respuesta:
– Hemos estado oyendo un material interesante. -Su voz mantenía la ficción de la camaradería, si bien se había ralentizado-. El tal Sedal sigue teniendo ambiciones, a sus años. Por lo visto tú le habías comentado a Marian algo en este sentido.
Hull asintió, luego dijo:
– ¿Y yo? ¿Podría oír esa grabación? -Ahora no tenemos tiempo -dijo Carter-. En otro momento, aunque no veo la necesidad. El hecho es que hay tensiones internas, y parece que., si esas tensiones prosperan, Sedal y unos cuantos, y tal vez la chica, se quedarán con el dinero.
– Si es así -dijo Wilson-, tendríamos asegurado un escándalo sin precedentes.
– A Marian le gusta más este asunto. El otro proyecto le parece, ¿cómo lo diré?: un poco fantasmático. Yo, la verdad, no lo creo probable. Más bien me ha sonado a afanes de protagonismo de un septuagenario. Pero Marian ha estado comprobándolo, habló con una universidad de no sé que ciudad europea y ya está más tranquila. Marian prefiere tratar con corruptos que con leales súbditos del gobierno de Cuba.
– El día de la entrega -dijo Wilson- necesitaremos tiempo para autentificar la firma de Sedal en los recibos. -¿Cuánto tiempo? -preguntó Hull. -Un cuarto de hora será suficiente. Además, Carter quiere que le gestionen una entrevista con Jorge Salinas fuera de Cuba. Toronto sería un buen lugar. -¿Cómo se hará?
– Te acompañará George. El verificará la firma. Habrá vigilancia a una distancia prudente. -¿Será limpio? -dijo Hull. -¿Limpio? -sonrió Carter.
Hull empezaba a arrepentirse de su entrada, de su tono exigente y quizás presuntuoso. No estaba en su campo, la frialdad de Carter iba en aumento y creyó conveniente exagerar ahora su inseguridad:
– ¿No haréis nada como en las películas? -preguntó-. Ese tipo de cosas, no sé, coger la lista y entregar dinero falso, o quitarles con violencia lo que les hayáis dado.
– No -dijo Carter-. Si la firma de Agustín Sedal es auténtica, será suficiente. Mi trabajo consiste en favorecer una transición rápida y pacífica a la democracia en Cuba. Hay más de treinta millones para eso. Yo voy a gastar tres, y no tengo por qué robarlos después.
– Habrá fotos, Philip .Focos de Laura Bahía cogiendo el dinero -dijo Wilson.
– Entonces también es posible que los cubanos hagan fotos mías entregándoselo.
– Sin duda. Nosotros también las haremos. De Laura y tuyas.
– Estarán repetidas -rió Carter.
– El lugar, la hora, la forma de llevar el dinero. ¿Todo os parece bien?
– Sí. No han sido muy exigentes. Van a estar vigilados y lo saben.
Carter había empezado a tender la mano a Hull antes de terminar la frase. Hull se la estrechó.
Atravesó despacio el despacho y aún más despacio el pasillo. Llegó a un recodo vacío y se quedó esperando. Como imaginaba, Marian Wilson salió al cabo de unos minutos. Iba a decirle algo pero no sabía qué. Ella pasó sin verle, absorta, distraída. Y cuando Marian Wilson dobló una esquina y desapareció, Hull se dio cuenta de que tenía tantas cosas que hacer con Laura. Era eso lo que quería decirle a Wilson, que lo retrasaran todo, que detuvieran la operación y la dilataran durante meses, porque él necesitaba esos meses y él, Philip Hull, con sus temores y con sus manías, con sus errores y con su inteligencia, con sus recuerdos y sus risotadas, con sus ojos azules y sus dedos de los pies él cambien podía ser una razón.
La entrega de la lista y del dinero iba a hacerse el lunes 5 de mayo. Pero aún era sábado y a las doce del mediodía Laura y Hull llegaron al hotel de Huertas como si no faltaran sólo dos noches para ese lunes, sino dos años.
La habitación estaba en el tercer piso y el ascensor tardaba. Apenas tenían equipaje. Dijeron que subirían por las escaleras. En la calle hacía sol y calor; las escaleras, en cambio, sólo tenían iluminación eléctrica. Subían despacio. No estaban tensos porque los cuerpos no lo estaban, porque el hilo de palabras, de peguntas y de explicaciones con que cada uno había hecho el camino hacia el hotel se perdió en cuanto se vieron, ocupando su lugar el reconocimiento, la excitación y ¡a alegría.
Fue Laura quien abrió la puerta. El interior estaba pintado con los colores de un barco de pesca: mesillas azul cobalto; una pequeña mesa de madera roja, azul oscuro y blanca la puerta del cuarto de baño y las maderas del balcón donde unas cortinas de rayas y hacia el suelo tamizaban la luz. Se desnudaron mientras se besaban, aparcaron la colcha, los cuerpos recorrían las cuatro esquinas de la cama y era como estar un poco ebrios y sin embargo lúcidos, sagaces en cada movimiento, amagando y no dando o dejándose llevar. Era la lucidez en la inconsciencia, era el deseo constante, mantenido, eran gemidos que no se conocían, que parecían brotar como una súplica y un asentimiento en el extremo último del placer, y era haber encontrado en ese extremo un lugar, un pequeño lugar al raso, aire nocturno dentro del aire nocturno, un pequeño lugar en donde desaparecerse.
Se quedaron dormidos, abandonados a la continuidad de los cuerpos, la rodilla contra el muslo, la mano en el costado, en la espalda la boca. Después el sueño desordenó el abrazo. Cuando Laura abrió los ojos estaba boca abajo, sentía la mano de Philip Hull sobre su espalda y oía su respiración. Veía las cortinas y la grata penumbra que envolvía el cuarto pese a ser las dos de la tarde. No quería moverse. Notaba su propia excitación y le gustaba notarla, anticipar las manos y los dientes de Hull en los pezones, la presión en las nalgas, su propia lengua tensa y como precipitándose en un salto imposible y las manos de Huí! en sus caderas, los dedos que aprietan, darse la vuelta y chupar y reír y serlo todo y bordear el daño como el límite, como el agotamiento, como el temblor, y temblar y abrazarse y sostenerse. Despertaron de nuevo pasadas las tres. Tenían hambre. No lejos del hotel había un bar de tapas con mesas y taburetes. Jugaban a ser extranjeros, jugaban a que Madrid era cualquier otra ciudad, fingían no ¡sentirse acosados, no saber que en la acera de cualquier calle o en ese bar podía haber alguien a quien conocieran, no acordarse de que su relación era seguida y juzgada desde los dos bandos. Y también procuraban olvidar que no importaba encontrarse con alguien, que les vieran. Jugaban a estar lejos, cada uno en su casa recordándose; entonces recordaban que estaban juntos, que se tenían, y Hull dijo: -Después del lunes, ¿vas a seguir aquí? -Al menos unos días -dijo Laura-. ¿Y tú? -Después del lunes tendría que solicitar mi nuevo destino.
– ¿Adónde te gustaría ir?
– Laura -dijo Hull. Su voz sonó persistente y tranquila, una hoguera en la noche que la lluvia no apaga-. Debemos hablar de esto. He estado pensando. Hay destinos neutrales, prácticamente neutrales. Organismos internacionales…
Llegó el camarero y la voz se detuvo. Se estaba bien oyendo el crepitar tranquilo y la llovizna. Pero en aquel bar había mucho ruido, en la calle hacía sol. Cuando se fue el camarero Laura dijo:
– Hoy no. Hoy nos hemos escapado. Yo también quiero que hablemos. -Laura cogió la mano de Hull y apoyó en ella su mejilla-. Cuando haya terminado todo esto.
– ¿Vas a decirme que no?
– No lo sé -dijo Laura. Soltó la mano de Hull y acercó el taburete-. No sé lo que es neutral para ti. Me gustaría que esta tarde fuéramos al Parque del Oeste. Y después al cine. Me gustaría ir al cine contigo.
– Tiene que ser pronto después del lunes.
– El martes.
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