Marion Lennox - El amor vive al lado

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Todo tenía un precio, y a Tom McIver le había llegado el momento de pagar.
La pequeña Hannah, de seis semanas de edad, era el resultado de su azarosa vida sentimental. Pero la niña no tenía madre y él necesitaba una esposa.
Sin saber cómo, Annie se encontró accediendo a su propuesta de matrimonio, pero era un matrimonio de conveniencia, un acuerdo donde el amor no tenía cabida… si no fuera porque ella ya estaba perdidamente enamorada de él.

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Marion Lennox El amor vive al lado El amor vive al lado 1999 Título - фото 1

Marion Lennox

El amor vive al lado

El amor vive al lado (1999)

Título Original: Dr. McIver’s baby

Capítulo 1

La doctora Annie Burrows se pasaba la vida evitando a las mujeres y a los perros de Tom McIver, que parecían una maldición.

El bebé debió de llegar justo antes de la medianoche. Pero ni Annie ni Tom lo oyeron llegar.

Annie había estado levantada hasta las doce, escribiendo cartas médicas. Pero tenía que dormir en algún momento. Y eso pasaba por llamar a la puerta de Tom McIver y pedirle encarecidamente que se callara de una vez.

Había aislamiento contra ruidos entre el apartamento de Tom y el hospital, pero no en el tabique que separaba su casa de la de Annie. Así es que se oía a los perros ladrar y la mujer de turno reírse como una endemoniada.

– ¡Callaos todos de una maldita vez! -murmuró Annie, mientras abría la puerta y salía al pasillo que comunicaba las dos puertas.

De pronto, tropezó con algo y, antes de que pudiera darse cuenta, estaba en el suelo.

No se hizo daño, pero se puso aún más furiosa de lo que ya estaba.

Durante diez segundos se quedó allí y juró con todas las expresiones prohibidas que existían.

– ¡Voy a asesinarlo! -decía-. ¡Voy a terminar por ponerme violenta!

¿Tendría que terminar por marcharse de Bannockburn? No podía soportarlo.

Pero la idea le hacía ponerse aún más nerviosa. ¿Por qué tendría que sacrificar su vida? Le gustaba aquella pequeña ciudad del Sur de Australia.

El modesto hospital de sólo doce camas necesitaba dos médicos para atenderlo: Annie y Tom.

Tom McIver era cirujano, gran médico y tremendamente responsable en lo que a su trabajo se refería. Pero inmensamente irresponsable en su vida. Le gustaba jugar. Mucho. Le gustaba jugar con sus dos perros y sus múltiples mujeres.

No había ni una sola cara bonita en todo el distrito que no hubiera pasado por su cama. Tom se aprovechaba de lo guapo que era.

¿Y Annie?

Tenía veinticinco años y era siete más joven que Tom. Llevaba ocho meses en Bannockburn. Era estudiosa y tranquila.

Tom y ella hacían un buen tándem profesional. Pero en lo personal a Annie la desquiciaba aquella vida mujeriega de su colega.

Así que Annie tendida en mitad del corredor se sentía como una auténtica necia.

De pronto, el bulto con el que se había tropezado comenzó a moverse. Anna se apartó como si quemara. ¡Estaba vivo!

Agarró el paquete entre los brazos. Estaba calentito y mullido. Apartó ligeramente las ropas. De la profunda cavidad que formaban las mantas surgió un lloro.

¡Era un niño!

Los perros de Tom habían oído el ruido así es que se pusieron a ladrar como endemoniados al otro lado de la puerta. Ésta se abrió.

Allí estaba Tom, de pie, observando a una Annie patética, caída en el suelo con un bulto en los brazos.

Una voz femenina irrumpió.

– ¿Quién es Tom? ¿Qué es eso que hay en el suelo?

– Es Annie -dijo Tom desconcertado-. ¿Qué haces ahí?

Annie no respondió. Con una mano trataba de defender al bebé de las babas de los perros y con la otra intentaba apartar las ropas para ver si estaba bien. Se había tropezado con él y podía estar herido.

– ¿Te has hecho daño? Annie, ¿qué es eso? -de pronto reparó en lo que llevaba en los brazos-. ¿Qué demonios…?

– ¡Aparta a los perros! -exigió Annie-. Ahora.

Casi no había acabado de decirlo cuando los perros y la mujer que lo acompañaban ya estaban detrás de la puerta cerrada.

– ¿Qué ocurre, Annie? ¿Qué está pasando aquí?

– No lo sé -murmuró Annie, mientras abría sucesivas capas de mantas y sábanas.

El bebé llevaba un pijamita. Estaba congestionado y empezó a llorar. Movía las piernas y los pies a toda velocidad. Pero estaba perfectamente, nada le había sucedido. La ropa lo había protegido del impacto.

– Annie… -Tom se había sentado en los talones y miraba anonadado.

– ¿Sí? -Annie levantó la mirada un segundo y luego volvió a centrarse en el bebé-. Está bien. Voy a llevarlo a algún sitio caliente para desvestirlo…

Tom estaba realmente desconcertado. Llevaba unos vaqueros y una camisa abierta hasta la cintura, lo que dejaba ver su impresionante torso.

Había incluso alguna huella de carmín sobre su piel. La visión de aquel cuerpo escultural dejó sin respiración a la pobre Annie. La verdad era que siempre había tenido la capacidad de sacudirla de los pies a la cabeza. Pero su mejor defensa era concentrarse en su trabajo y aquella no iba a ser una excepción.

– Annie, ¿te importaría explicarme qué significa todo esto?

– No tengo ni idea -dijo Annie. Le desabrochó la parte de abajo del pijama-. Es una niña. Doctor McIver, esta niña estaba a su puerta. ¿Será de la amiga que tiene dentro?

– ¡Estás loca! Si dejamos los perros dentro, ¡cómo vamos a dejar un bebé fuera! -la sonrisa de Tom era, sencillamente, magnética. De pronto se dio cuenta de lo que Annie acababa de decir-. ¿Dónde has dicho que estaba?

– Delante de tu puerta.

La sonrisa desapareció.

– ¿Te tropezaste con…?

– Si no pertenece a tu amiga, ¿de quién demonios es? Es demasiado pequeña para haber venido gateando. Esta niña no tiene más de dos meses.

Miró al pequeño paquete, que lloraba desconsolado.

Levantó la vista. Ambos estaban desconcertados.

Annie se levantó. Y, de pronto, un papel cayó de entre las mantas.

Tom lo agarró y lo abrió. Comenzó a leer. El color de sus mejillas se desvaneció.

– ¿Tom?

No respondía. Miraba al papel como si se tratara de una pesadilla.

– ¿Qué ocurre? -insistió Annie.

Sólo entonces Tom levantó la cabeza. Pero no estaba viendo a Annie.

No era nada nuevo para ella. Annie era diminuta, llevaba siempre su espesa mata de rizos castaños recogida en una coleta. Escondía sus ojos gris claro tras el denso cristal de unas gafas y su gesto era más determinado y honesto que seductor.

Comparada con las bellezas con las que se codeaba Tom McIver, Annie era, simplemente, vulgar.

Annie se decía a sí misma unas diez veces al día que le daba exactamente igual ser como fuera.

Después de todo, siempre había sido así y a aquellas alturas ya debería haberse acostumbrado.

– ¿Qué dice la nota? -le preguntó ella curiosa.

Tom se recompuso y cerró el papel.

– Ya te la enseñaré -Tom respiró profundamente y se estiró, para recobrar la compostura que por breve espacio de tiempo había perdido.

– ¿Estás segura de que no es de Sarah? -preguntó Annie.

Tom la miró anonadado.

– No… Melissa… -Tom levantó una mano y se pasó la otra por el pelo-. No, no es de Sara… Quédate con la niña y hazle un chequeo, Annie, por favor. Iré para allá en cuanto pueda…

El hospital de Bannockburn estaba muy tranquilo aquella noche, con cuatro de sus doce camas vacías.

No había ningún niño hospitalizado aquella noche, pero Helen Bannockburn, la enfermera de noche, llegó casi al mismo tiempo que Annie.

Se quedó a ayudarla y pronto comprobaron que la niña estaba muy sana y tenía dos pulmones muy potentes. A eso se añadía esa incipiente sonrisa que los bebés de seis semanas comienzan a esbozar. Helen le preparó un biberón de leche maternizada.

– ¿Quién es? -preguntó la mujer.

Annie no quería dar explicaciones. Necesitaba hablar con Tom antes de decir públicamente que la niña había sido abandonada.

– Tom me pidió que la chequeara -respondió Annie ambiguamente.

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